Non serviam!
Parece que la eficacia es ahora el único principio moral que nadie se atreve a discutir. Si debatimos sobre la pena de muerte o la tortura, por ejemplo, la argumentación de fondo suele centrarse en si “sirven o no sirven”. Apelar a más elevados ideales es perder el tiempo. Una vez que logramos demostrar —acudiendo a estadísticas o cualquier otro testimonio supuestamente objetivo— que la una no disminuye la tasa de crímenes o que la otra no garantiza confesiones veraces, la ética está de nuestro lado. Si fracasamos en el empeño, los “realistas” tienen ganada la partida… y la buena conciencia les corresponde con su premio. Lo bueno, sin más, no sirve pero lo que sirve es siempre bueno.
En el terreno educativo triunfa también la misma visión servicial del mundo. Hubo una película española, creo que protagonizada por Gracita Morales, que se llamaba Las que tienen que servir. Bueno, pues ahora los que tenemos que servir somos todos… y todo. Los estudios tienen que ser rentables laboralmente o se convierten en pérdidas de tiempo injustificables. La curiosidad intelectual o el afán de conocer no bastan para legitimar los años y los gastos invertidos en cualquier esfuerzo académico. En el fondo, ése es el verdadero problema de la universidad actual, bajo las pautas abierta o encubiertamente mercantilistas dictadas por Bolonia. Me parece la queja general que subyace los testimonios recogidos en el muy interesante volumen La universidad cercada (ed. Anagrama), compilado por Jesús Hernández, Álvaro Delgado-Gal y Xavier Pericay, en el que colaboran figuras tan destacadas de nuestros centros superiores de enseñanza como Roberto Blanco Valdés, Francesc de Carreras, Carlos García Gual, Román Gubern, Jordi Llovet, Gabriel Tortella y otros de no menor fuste. El objetivo de los planes de estudio viene dictado hoy en gran medida por las exigencias de las empresas que pueden ofrecer colocación a los graduados. La investigación no directamente instrumental —es decir, “humanista” en el sentido amplio del término sea de ciencias o de letras— resulta algo anticuado o indebidamente aristocrático…
Algunos impenitentes agradecemos a Nuccio Ordine, excelente editor de las obras de Giordano Bruno entre otros méritos, su manifiesto L’utilité de l’inutile (Les Belles Lettres) en el que repasa las opiniones de filósofos y escritores sobre la importancia de seguir tutelando en escuelas y universidades ese afán de saber y de indagar sin objetivo inmediato práctico en el que tradicionalmente se ha basado la dignitas hominis. No sólo en occidente, también en testimonios de Okakura Kakuzô o Chuang Tzu. Su alegato se completa con otro publicado en los años treinta por el científico norteamericano Abraham Flexner, que reivindica también para las ciencias llamadas “duras” la misma libertad inquisitiva que habitualmente parece reservada solo al arte y los saberes filosóficos o literarios. Su lectura me recordó la respuesta de Niels Bohr al preguntarle para qué podía servir la nueva visión de la física que proponía: ¿Y para qué sirven los recién nacidos?
Se nos quiere encerrar en una fórmula reductiva de lo práctico, ignorante de que existen tareas intelectuales sumamente provechosas aunque no sean rentables. Por ejemplo: si lo único que indudablemente tenemos los europeos en común es la gran literatura, frente a rivalidades históricas y desencuentros económicos, ¿no sería provechoso introducir un estudio serio y común de nuestros clásicos en todos los bachilleratos europeos? Se dirá que en estos tiempos de crisis no hay dinero para financiar ensoñaciones. Pero ¿no es la mentalidad mercantil y el apego a lo bursátil lo que nos ha empujado hasta la situación presente? ¿Es prudente sacrificar a esa tendencia la educación, en especial la universitaria, en vez de intentar trascenderla? En su ensayo de 1930 Posibilidades económicas para nuestros nietos, escribió John Maynard Keynes: “La avaricia es un vicio, la potenciación de la usura es una culpa, el amor por el dinero es despreciable (…). Volveremos a apreciar de nuevo los fines por encima de los medios y preferiremos lo bello a lo útil”. ¡Ojalá el gran economista fuera profético también en este punto!
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