¡Qué fuerte me parece!
Conviene desconfiar de toda película que inspira exégesis más atentas a su textura, que a su discurso, aquí astutamente ambiguo
Harmony Korine se dio a conocer como precoz guionista de Kids (1995) de Larry Clark –que mostraba con impúdica franqueza (y coda ejemplarizante) los extravíos tóxico-lúbricos de la adolescencia-, antes de iniciar una carrera como cineasta y artista de la provocación digna de ser seguida muy de cerca. Gummo (1997) y Julien Donkey-Boy (1999) fueron trabajos que quizá sobreactuaban demasiado su disfuncionalidad, pero en ellos emergía algo que es casi imposible simular con eficacia: una poesía purísima de la diferencia, una legítima ternura surgida en el centro mismo de aquello que la temible normalidad designaría como monstruoso. Su siguiente trabajo, Mister Lonely (2007), no generó muchos entusiasmos, a pesar de su lúcida mirada a una patológica utopía generada por la cultura de la fama. Su carrera como director parecía haber llegado a su espléndida playa terminal en Trash humpers (2009), perfecta síntesis de su obra artística y cinematográfica en forma de inquietante objeto encontrado. Con esos antecedentes, nadie estaba preparado para el golpe de efecto que supone Spring breakers, la primera película de Korine condenada a ampliar su público objetivo y, sobre todo, capaz de dar gato por liebre a sus incondicionales.
SPRING BREAKERS
Dirección: Harmony Korine.
Intérpretes: Vanessa Hudgens, Selena Gómez, Ashley Benson, James Franco, Rachel Korine.
Género: thriller. EE UU, 2012.
Duración: 94 minutos.
Conviene desconfiar de toda película que inspira exégesis más atentas a su textura –aquí ketamínica y circular, pese a que la droga más visible en su metraje sea la cocaína- que a su discurso –astutamente ambiguo-. Spring breakers cuenta las escandalosas vacaciones primaverales de un grupo de adolescentes entre excesos sexuales, consumos tóxicos y lúdicas incursiones en la criminalidad –la escena del atraco al restaurante es una soberbia prueba de fuerza estilística-, sirviéndose de rostros tan connotados por la cultura mainstream como el de Selena Gómez. La película, que flirtea al principio con la idea de la fe como droga y subidón para olvidarse de ello enseguida, no es provocadora por yuxtaponer las imágenes de, pongamos, Selena Gómez y una raya de coca: lo más provocador es, de hecho, su habilidad para vender como acto de transgresión un discurso que bien podría aceptar el título de un moralista melodrama mexicano de los cincuenta: Con quién andan nuestras hijas (1956) de Emilio Gómez Muriel.
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