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CRÍTICA: 'MÁS ALLÁ DE LAS COLINAS'
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

La zona gris rumana

No estamos ante una película apta para todos los paladares

Javier Ocaña
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En el Nuevo Cine Rumano siempre hay leña para todos. Y esa es una de sus grandes virtudes: la ausencia de maniqueísmo, la sempiterna presencia de una zona gris que revela que todos estamos condenados, que detrás de una aparente diatriba contra, por ejemplo, la religión anclada en el pasado y contra su falsa tolerancia, se esconde un palo contra la burocracia de la aparente modernidad, contra la falta de sentido común de unos y otros, contra la incompetencia general a la hora de resolver los golpes que nos va regalando la existencia. Más allá de las colinas, primer largometraje de Cristian Mungiu en cinco años, después de que la Palma de Oro en Cannes a la inmensa Cuatro meses, tres semanas, dos días constituyese la recompensa definitiva para toda una generación de cineastas rumanos, en la que habitan autores tan interesantes como Corneliu Porumboiu y Radu Muntean, revuelve estómagos al ritmo de un metrónomo de conciencias.

MÁS ALLÁ DE LAS COLINAS

Dirección: Cristian Mungiu.

Intérpretes: Cosmina Stratan, Cristina Flutur, Valeriu Andriuta, Dana Tapalaga, Gina Tandura.

Género: drama. Rumanía, 2012.

Duración: 146 minutos.

Ambientada casi exclusivamente en un estricto convento ortodoxo en el que la Edad Media se ha quedado a vivir en pleno siglo XXI, la película sigue los postulados dramáticos de la obra cumbre de Mungiu, aunque a través de un andamiaje formal aún más austero. De nuevo, el director rumano sigue el peregrinaje emocional de sus criaturas como el entomólogo que estudia a sus bichos con lupa, mostrando sus virtudes y defectos sin el menor atisbo de juicio directo, mientras es el espectador el que debe decidir sobre cada situación. Pero a diferencia de Cuatro meses…, y también de su episodio para la magnífica película colectiva Historias de la edad de oro (2009), esta vez la cámara permanece más relajada, sin esas idas y venidas en el cogote de sus protagonistas; ahora dominan los planos fijos, cuadros de histrionismo en plena congregación de voluntades dementes que pueden durar varios minutos, haciendo extensible el concepto tiempo real hasta rozar, pero no superar, el límite de lo soportable. Desde luego, no estamos ante una película apta para todos los paladares, pero su metodología alcanza la precisión absoluta en su último tercio, cuando también somos nosotros los que habitamos ya ese recóndito lugar de la contemporaneidad que, paradójicamente, parece alejado de la mano de Dios cuando sus habitantes buscan justo lo contrario. ¿Dónde está pues el paraíso? ¿En la constante búsqueda de la espiritualidad a través del rezo, del ascetismo y del rechazo de los nuevos tiempos? ¿O en un trabajo basura para tiempos basura en un país del Primer Mundo que trata a los del segundo como basura?

El recorrido de Mungiu hasta la crucifixión, y no estamos ante una metáfora, sino ante algo literal, es un vía crucis donde lo político y lo social tienen tanta influencia como lo religioso, donde la nueva Europa se da de bruces con décadas de represión en la era Ceausescu, donde, como nos dice el portentoso último plano antes del brusco cierre a negro de la película, por mucho que tengamos un limpiaparabrisas, el barro siempre nos alcanzará cuando menos lo esperemos. Y nos ensuciará la cara, la conciencia y hasta el alma.

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Sobre la firma

Javier Ocaña
Crítico de cine de EL PAÍS desde 2003. Profesor de cine para la Junta de Colegios Mayores de Madrid. Colaborador de 'Hoy por hoy', en la SER y de 'Historia de nuestro cine', en La2 de TVE. Autor de 'De Blancanieves a Kurosawa: La aventura de ver cine con los hijos'. Una vida disfrutando de las películas; media vida intentando desentrañar su arte.

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