Un Nobel político a su pesar
Crecen las críticas contra Mo Yan, que recibe hoy el premio, por su tibieza con el régimen chino
Con el permiso del premio Nobel de la Paz a la Unión Europea, cualificado en ciertas esferas como digno del más tronchante humor negro, será el galardón en la categoría literaria el que, un año más, haya despertado la mayor polémica en las horas que conducen a la tradicional ceremonia de entrega, que se celebra esta tarde en Estocolmo. Su concesión al escritor chino Mo Yan, considerado próximo al régimen comunista, ha generado una oposición creciente en los últimos días, después de que el premiado comparara la censura con “un control de seguridad en el aeropuerto” y pronunciara un discurso de aceptación juzgado excesivamente tímido por la disidencia china.
Durante el fin de semana, el poeta Ye Du lo comparó con “una prostituta que insiste en que sus servicios son limpios”, mientras que el artista Ai Weiwei tildaba sus palabras de “impotentes, vergonzosas, una traición y una capitulación”. El viernes, Salman Rushdie se había sumado a las críticas llamándole “hombre de paja del régimen”.
Desde la Academia Sueca se apoyaba ayer la distinción entre política y literatura que Mo Yan utilizó para fundamentar su discurso. “Comparto esta separación, porque se alinea con la que utiliza la Academia. El premio nunca se concede por razones políticas, aunque casi siempre tenga efectos políticos”, explica el presidente del comité del Nobel de Literatura, Per Wästberg. Un académico poco sospechoso de no creer en la causa: se trata de un militante histórico por los derechos humanos que luchó contra el apartheid en Sudáfrica y fundó la delegación sueca de Amnistía Internacional durante los sesenta. Pese a todo, asegura que los cinco miembros del comité, encargados de proponer una lista de 200 finalistas a los académicos, siempre logran distinguir el escritor del personaje público. “No le dimos el premio a Mario Vargas Llosa por criticar la dictadura en Perú, ni tampoco a Orhan Pamuk por posicionarse contra el genocidio armenio”, agrega.
El presidente del comité considera inadecuadas las críticas formuladas contra Mo Yan. “En su obra, la política se encuentra por todas partes, aunque no critique abiertamente al Gobierno y sus principales figuras. Mo Yan es el más drástico y violento escritor satírico de la literatura actual”, opina Wästberg, reafirmando así la posición esquizofrénica en la que parece encontrarse el autor, menos crítico en sus intervenciones públicas que en la palabra impresa. “El premio no es para la persona ni tampoco para el personaje público, sino para el escritor”, añade.
La separación no siempre resulta fácil de determinar. La Academia sostiene desde hace décadas que el género, la nacionalidad y tendencia política del autor cuentan tanto, a la hora de designar el ganador, como el color predominante en sus portadas. Sin embargo, la concesión del Nobel de Literatura ha levantado numerosas lecturas ideológicas desde su primera edición en 1901. En especial desde que, a mediados de los ochenta, el comité empezó a esforzarse en reequilibrar el canon literario prestando atención a las literaturas periféricas y las figuras marginales. Galardonados como el nigeriano Wole Soyinka en 1986, el egipcio Naguib Mahfuz en 1988 y el japonés Kenzaburo Oe en 1994 inauguraron esta tendencia hacia un Nobel menos eurocéntrico y más multicultural. El poeta sueco Kjell Espmark, académico desde 1981 y actual miembro del comité, establecía en su libro El premio Nobel de Literatura (Nórdica) un inventario de las condenas que escucha regularmente: “¿Había una intención política detrás de la concesión del premio a Solzhenitsin? ¿Por qué hay tan pocos asiáticos premiados? ¿Y por qué hay tan pocas mujeres?”.
Ya en 1913, el director de la Academia, Harald Hjärne, rechazó que se concediera el premio a Àngel Guimerà para “no herir el delicado sentimiento nacional castellano”. Durante la guerra fría, recompensar a figuras críticas como Pasternak y Brodsky irritó profundamente a Moscú. Y, en 2000, el premio a Gao Xingjian, nacido en territorio chino pero exiliado en Francia, fue denostado por Pekín, que atribuyó a la academia “motivos políticos ocultos”. El entonces secretario permanente, Horace Engdahl, rebatió la acusación con una declaración no precisamente apolítica: “El rechazo de la China oficial deja al descubierto un nerviosismo que despierta estupor. Los líderes de la gran potencia más poblada del mundo se sienten amenazados por una persona que, sentada en una habitación de su suburbio de París, ennegrece folios con signos de escritura. Es difícil pedir una ilustración más bella sobre el poder de la palabra”.
Babelia
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