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SILLÓN DE OREJAS
Columna
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Sobre el circo y los circenses

Hay cosas (y personas) que no cesan de repetirse. El pepino es una de ellas. Joyce Carol Oates, otra

Manuel Rodríguez Rivero
Ilustración de Max.
Ilustración de Max.

Hay cosas (y personas) que no cesan de repetirse. El pepino es una de ellas. Joyce Carol Oates, otra. Calificada en todos los paratextos de “eterna candidata al Nobel”, la incontinente grafómana (y, sin embargo, autora de novelas estimables) regresa a su cita estacional con Hermana mía, mi amor (2008), una novela anterior a Ave del Paraíso y Una hermosa doncella, publicadas también por Alfaguara. Obviando el hecho de que, a este ritmo, sus obras completas ocuparán tantos centímetros de estantería como las de Balzac, lo cierto es que la señora Oates es no solo un prodigio de vocación literaria, sino un lince para encontrar temas que atraigan a sus lectores, especialmente los adobados con unas gotas de morbo. En Hermana mía, mi amor, cuyo Íncipit guiña el ojo a Tolstói (“todas las familias disfuncionales se parecen”), reescribe (convenientemente camuflada) la historia de JonBenet Ramsey, aquella reina de la belleza infantil a quien sus padres exhibían como una atracción de circo y que un día (tenía seis añitos) apareció brutalmente asesinada en el sótano de su casa, sin que hasta la fecha se sepa a ciencia cierta quién y por qué lo hizo. La novela, que he leído en diagonal (y solo porque me interesó el caso de la pequeña), aguanta bien, sobre todo si uno no ha leído las últimas de Oates y no tiene muy reciente su desmedido gusto por el monólogo interior. Pero, circo por circo, prefiero el de toda la vida, que también solía repetir su presencia en nuestras ciudades cuando se acercaban las (entrañables) fiestas. Fue en el circo donde sentí el significado de la emoción, al tiempo que alucinaba con el fulgor de las acrobacias allá arriba y el intenso olor de las fieras anestesiando el de mi brillante algodón de azúcar. Fue (aunque no lo sabía) mi primer lugar literario y mi primer teatro de aventuras. Por eso he leído con interés El gran salto (Península), de Raúl Eguizábal, una “asombrosa” (e ilustrada) historia del circo en la que se habla de míticos funambulistas y maestros del escapismo (Houdini), payasos desternillantes (pero melancólicos) y deslumbrantes amazonas, hombres-mosca y trapecistas (tuve una novia que lo era), magnetizadores y gigantes, monstruos (como los de Freaks, la película de Browning) y malabaristas a los que nunca se les caían las manzanas. Si alguno alguna vez sintió el estremecimiento del circo, no se pierdan este libro, a la vez informativo y ameno. Y mucho más divertido, en todo caso, que el cotidiano en el que oficia Rajoy (bueno, y todo el resto de su aburrida troupe).

Traductor

Solo la exageración hace las cosas evidentes: la frase (suya) le va pintiparada a la obra de Thomas Bernhard (1931-1989), uno de los cinco o seis novelistas europeos verdaderamente imprescindibles del último tercio del siglo XX. Convertido hoy en gloria nacional austriaca, fue considerado en vida por muchos de sus compatriotas un renegado, “un pájaro que ensucia su propio nido” (Nestbeschmutzer), según la expresión con que se designa a aquellos que no se comportan de acuerdo con las pautas patrioteras. Pautas, por cierto, dictadas por los guardianes de las esencias, a los que la crisis y el desarme de la izquierda han sacado de sus (relativos) escondrijos: en la sintomática regresión ideológica que vivimos, aquí se vuelve a llamar “antiespañoles” a cualquiera que se oponga a la idea ultranacionalista de España, y “anticatalanes” (o espanyolistas) a cualquiera que mantenga posiciones críticas frente al populismo soberanista del honorable Mas. Pero en todas partes cuecen habas: los judíos ortodoxos consideran a Chomsky un self-hating jew (judío que se odia a sí mismo) por sostener posiciones diferentes a las del mainstream. En todo caso, Bernhard, tan cascarrabias con los suyos, es hoy uno de los más conspicuos hijos ilustres de Austria y su nombre aparece en negrita en las guías de Viena, al mismo nivel que, por ejemplo, Alban Berg, Sigmund Freud, Ludwig Wittgenstein o, mi chica favorita, la infeliz descabezada Marie-Antoinette. En todo caso, el mejor Bernhard quizás se encuentre en sus novelas de los años ochenta: por ejemplo en Hormigón (1982) y Extinción (1986), reeditadas ahora en un volumen “ómnibus” por Alfaguara, que es el sello que lo introdujo en España (Trastorno, 1978) de la mano de Miguel Sáenz, su excepcional traductor. Gracias a él hemos podido leer en perfecto castellano la obra completa (o casi) de autores tan esenciales como Bertolt Brecht, Günter Grass o el propio Bernhard, por referirme solo a tres en lengua alemana. Me entero ahora de que —¡por fin!— el señor Sáenz, que ya es miembro de la Deutsche Akademie für Sprache und Dichtung, ha sido propuesto como usufructuario de uno de los sillones de la Real Academia Española. Nada sería más justo. Sáenz no solo es un premiadísimo traductor y teórico de la traducción con un impresionante currículo, sino un auténtico creador y renovador del español, a cuyo brillo ha contribuido gracias a su reiterado comercio literario y profesional (en las Naciones Unidas) con otras lenguas. Buen narrador y sensible crítico de jazz (conservo como oro en paño su Jazz de hoy, de ahora, publicado por Siglo XXI en 1971), es autor de la biografía de Bernhard (Siruela) y de multitud de artículos sobre literatura y traducción. Y es, también, un ejemplo perfecto de la compatibilidad (ocasional) de las letras y la espada, porque Sáenz, doctor en Derecho, ha ejercido importantes misiones en los servicios jurídicos del Ejército (donde, según creo, accedió al generalato). Si consigue hacer valer sus numerosos méritos, la RAE contará sin duda con un excelente académico que, miren por dónde, es uno de los grandes traductores (del alemán y el inglés) a una lengua en cuyas variantes regionales nos expresamos casi 500 millones de personas. Que tenga suerte y suerte.

Cajero

Si algo queda meridianamente claro (aunque para ese viaje no hacían falta tan gruesas alforjas) tras la lectura de las Memorias (RBA), de José Vilarasau Salat, responsable de La Caixa durante tres décadas prodigiosas (para quienes lo fueron), son las relaciones entre las altas finanzas y el poder político durante esos años cruciales de la vida pública española. Basta consultar el índice de nombres para comprobar que están (casi) todos los que han sido, en uno y otro campo: desde Felipe González o Miguel Boyer a Isidre Fainé o Mariano Rubio, por citar solo a cuatro. En todo caso, sus memorias no decepcionan: son exactamente como uno espera que sean las de un almirante de las finanzas, discretas, educadas, aburridas y políticamente correctas. Y, desde luego, ocultan mucho más de lo que revelan, como es preceptivo. Además de los nombres esperables, también figuran otros: Juan Goytisolo, por ejemplo, que compartió pupitre con el autor (“me abrió nuevos horizontes”) o Rosa Cullell, de la que se vuelve a hablar por aquí cerca y de la que el autor alaba especialmente su “inteligencia y creatividad”. Ah, se me olvidaba el subtítulo de esta autobiografía de buen chico: El extraño camino a La Caixa. A mí no me lo ha parecido tanto.

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