Y Chavela dijo: ¡Muerte, muerte, muerte!
Cuando cantaba Chavela Vargas el alma ponía atención; en sus conciertos su voz se abría paso por el aire, viajaba por los laberintos del oído, pero era el corazón quien escuchaba. Ella decía que en sus conciertos a la gente le daba por llorar porque gracias a su voz cada uno de los presentes recordaba que aún podía sentir la fuerza del deseo, el misterio de la muerte, las heridas del amor y el desamor.
Chavela Vargas habitó dos eras diferentes: en la primera fue la muchacha que vino desde Costa Rica, pobre de amor, niña mal querida, para encontrar un México que era también un volcán que arrojaba un fuego que se llamaba José Alfredo Jiménez, Frida Kahlo, Diego Rivera… A esas piedras incandescentes se fundió, y en esa tierra mexicana que todavía olía a pólvora y revolución descubrió un espejo: el arrojo temerario de los hombres valientes, la pasión y el talento de sus pintores rebeldes, el canto desgarrado de los mariachis, la melancólica guitarra de los campesinos, la onda mirada de los indios, la belleza acechante de sus mujeres, la luminosa ebriedad de su tequila. Oírla hablar de aquellos años de la primera mitad del siglo XX era escuchar la historia de una fiesta donde no faltaban las serenatas a dúo con José Alfredo, las noches interminables del Tenampa, en Garibaldi, las fiestas libérrimas en la casa azul de Diego y Frida, en Coyoacán; escuchar aquellas narraciones a principios del siglo XXI era habitar un sueño, una película en blanco y negro. En voz de Chavela Vargas aquellos años fecundos, apasionados, que definirían en parte el rostro mítico de México, se revelaban íntimos y ciertos.
Cuando se extinguieron aquellos tiempos, cuando la dejaron sus amigos entrañables para encontrarse con la muerte, Chavela se fue a un exilio interior a los pies de la montaña sagrada del Tepozteco; primero la acompañó una botella fiel de tequila, después ni aquella, y se quedó definitivamente sola con su recuerdos. En esos años de exorcismo y soledad Chavela murió por primera vez para el mundo y junto con sus hermanos de la noche mexicana se convirtió en un mito.
Renació a mediados de los años noventa en España, donde la llevó su amigo Fernando Arroyo. Yo la vi por primera vez en mi vida, a principios de los años noventa, mientras desayunaba una mañana en la Residencia de Estudiantes de Madrid, porque escucharla, ya la había escuchado hace muchos años en un elepé que mi madre atesoraba (mi madre, Mary Martín, española de Salamanca pero pintora de México). Ahí comenzó la segunda era de Chavela Vargas, cuando los españoles -que como los mexicanos aman y sufren los rigores de la melancolía- la hicieron suya y la devolvieron a los escenarios y le dieron otra tierra que amar. De aquellos tiempos españoles surge el amor de Chavela por Federico García Lorca; si en la primera era de su vida Chavela amó a un poeta vivo, el mexicano José Alfredo, en la segunda su alma se encontraría con un poeta muerto: el granadino García Lorca.
Desde los escenarios de España, Chavela nos recordó a todos que la canción mexicana de la primera mitad del siglo XX, cuya fuerza poética había conmovido al mundo, seguía viva gracias a su presencia, y España y México se dieron la oportunidad de volver a esa música que tanto habían amado y que creían extinta. Tras el abrazo de España de la mano de Pedro Almodóvar y Joaquín Sabina, entre otros, México la trajo de regreso; así la conoció una nueva generación que vio en vivo lo que creía historia, que sintió propio lo que hasta ese momento era de sus abuelos o sus padres. Así la voz de Chavela, en su regreso, se unió a la de Eugenia León, y su presencia alentó a Lila Downs y conmovió a Julieta Venegas, entre otros artistas nóveles. Chavela amaba a los jóvenes, y en un concierto en el Zócalo de la ciudad de México, ante una plaza llena de muchachos y a un lado del Templo Mayor de Tenochtitlan, Chavela Vargas repartió una parte fundamental de su herencia: “a ustedes, jóvenes de México, les dejo lo que más quiero, les heredo mi libertad”.
En la última década de vida Chavela se encontró a una compañera inseparable, leal y luminosa como un sol: fue la periodista María Cortina la gran amistad de la cantante del 2000 en adelante; a su lado y gracias también a Mary Farquharson y Eduardo Llerenas, del sello discográfico Discos Corasón, Chavela pudo realizar sus últimas hazañas musicales, entre ellas su homenaje a Federico, donde a sus noventa y tres años le cantó al poeta y a sus versos.
Dice María Cortina que lo último que dijo Chavela antes de morir fue “Muerte, muerte, muerte”. ¿La saludaba, la reconocía, se estaba ya abrazando a la Llorona? Es posible, pero no soltó la mano de María: la autora de la Macorina abrazó a la muerte enamorada eternamente de la vida.
Eduardo Vázquez Martín es poeta
Babelia
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