¿Se confirma lo de Luis y Cristóbal?
Rato era muy amable. Llegaba con cara de invitar a un vermú. A Aznar le contaba lo imprescindible, para que le dejara en paz
Luis de Guindos entró en el despacho del presidente como una tromba. En realidad entró como siempre, que el ministro de Economía y Competitividad —yo también quiero dos nombres, le había dicho a Rajoy, como Montoro, que lo es de Hacienda y Administraciones Públicas— acostumbra a entrar como un ciclón, que así parecía que siempre estaba muy ocupado.
—He tenido una idea extremely brilliant, presidente. That’s great. Verás…
—Guindos, que te conozco y me has metido en líos…
—But this one is exceptional, jefe. Mira, se trucan las bolas de la Lotería Nacional, para que nunca le toque a nadie. Es fácil porque nadie sabe a quién le toca, solo a Carlos Fabra, y eso ya se lo arreglamos con un enchufe a Andreíta y algo del aeropuerto. Una pasta, presidente, sacamos una pasta, que no sé cómo no se le ha ocurrido a nadie. Échale, el sorteo de Navidad, el de la Cruz Roja… ¡Toda la recaudación p’al talego…!
Y es que cuando el ministro empezaba a hablar de dinero le cambiaba hasta el lenguaje. Que pasaba de hay un cambio de giro en la evolución cíclica, que decía con cara de palo, a dame ya la panocha, tarrito de esencia, que le dijo un día a la vice, con gran escándalo de los ministros concurrentes al Consejo. Es que se le ponía la calva roja y una mirada como si fuera a hipnotizarte mientras te sacaba el billetero del bolsillo de atrás del pantalón. Que digo yo que será así, porque en realidad qué voy a saber yo de esas cosas, si no tengo cartera ni bolsillo trasero. No, pantalones, tampoco.
—Pero qué dices, insensato, cómo se te ocurre tal cosa, le contestó el presidente con cara de terror, que le temblaba hasta la barba…
—Uy, ya ves, no sé por qué te pones así. Si yo te contara las que se nos ocurrían en Lehman Brothers… Y de oro, presidente, nos hicimos de oro. Porque al final fueron todos unos estrechos, porque la cosa iba de lujo. Mira, por ejemplo, un highly leveraged management buyout, que verás, je, je, je, se trata de comprar una empresa con un crédito gigantesco, ja, ja, ja…
—¡¡¡Mañana, Luis, vuelve mañana!!!
—Ya ha estado por aquí el Windows, que flotando unos revolving y unos private equity noto… ¿Se me ha adelantado, presidente? —preguntaba ansioso Cristóbal Montoro, que siempre llegaba cinco minutos después.
—A ver, Cristóbal, olvídate de Luis y cuenta qué recortes me traes…
—No, si yo te los cuento, pero es que le dejas que se adelante y luego que si manda más a la gente le dice, y se lo va contando a los ministros finlandeses…
—¡¡¡Cristóbal!!!
—Bueno, pues venga, a lo nuestro. He pensado que vamos a subir menos de lo que se esperaba que bajáramos pero algo más del 15% que te dije la última vez, que si a Andalucía —sobre todo a Andalucía— le quito el doble y pasamos a impuestos indirectos la partida de sube y baja, ya tenemos el 8% que recortar necesitábamos. ¿Está claro?
—No, en absoluto, pero es igual. Cuéntaselo a Soraya, que lo traduzca y ya lo hablamos. Hala, venga, al despacho que seguro que tienes muchas autonomías que brear...
—Ningún problema, jefe, ningún problema, dijo Soraya mientras aparecía por una puerta secreta. Y hoy me he aprendido otros 12 artículos del Código Penal. Artículo 192. 1. A los condenados a pena de prisión por uno o más delitos comprendidos en este Título se les impondrá además la medida de libertad vigilada…
¿Cómo creen ustedes que acaba Rajoy?
Esto de los ministros de las cuentas ha sido siempre un lío. Es verdad que Felipe disfrutaba con Boyer, primero, y con Solchaga, después. Pero era solo por ver cómo los odiaba Alfonso Guerra, que a Felipe se le notaba el cachondeo cada vez que el vicepresidente iba a verle y le interrumpía: “Rapidito, Alfonso, que tengo que ver a Miguel —o a Carlos—, que vamos a decidir cosas muy importantes. Ya te las cuento luego”. Dejaba la puerta abierta Felipe y se quedaba con la oreja así, enchufada, hasta que oía a Alfonso rezongar aquello de esos señoritos socialdemócratas. Que el vice nunca supo cuál de los dos era peor, si Miguel, que ni le hablaba, ser inferior para él el perito industrial, o Solchaga, el de Tafalla, que no le pasaba nada, solo eso, que era de Tafalla. Como si fuera poco.
Rodrigo Rato era muy amable. Yo le veía que llegaba por allí con cara de invitar a un vermú. Porque esas camisas con esos cuellos solo eres capaz de ponértelas si le pegas al Martini. A Aznar le contaba lo imprescindible, para que le dejara en paz. El milagro eres tú, José Mari, le decía, que yo sé que era de cachondeo, que menuda juerga se traía Rodrigo. José Mari, luego, lo contaba por ahí. Y todos tan contentos. Es que los dos se conocían de largo. Y como el viento soplaba a favor y solo había que situarse al rebufo, vender las joyas de la corona, las empresas estatales más rentables, en un equitativo reparto a amigos y amiguísimos, tampoco había de qué preocuparse. La cosa entre ellos dos empeoró con el tiempo, con otros amigos del colegio metiendo la zarpa por aquí y por allá, que hasta entonces Rodrigo hacía mangas y capirotes. Que si hay un cargo para ti y otro para aquel. Eso me lo pasas a mí, presidente, que te lo dejo niquelado. También estuvo lo de la guerra de Irak, claro, pero esa es otra, que hablábamos de cuentas y dineros. Y hoy, ya lo ves, con Bankia colgada al cuello.
Aquellos chalés de Rato se convirtieron finalmente en un suplicio, el cielo se tiñó de negro y llovieron piedras. Pero antes, durante cuatro años más, lució el sol. Y de qué manera. Decía ufano Zapatero:
—Hay que ver, Pedro, hay que ver, que nos sale el dinero por las orejas. Es que no sé qué hacer con tantos millones. ¿Y si le damos un incentivo a los jóvenes por…?
—¡¡¡No, otro incentivo más, no!!!, gemía Solbes.
Pero aquellos años eran de ríos de leche y miel, todo el mundo es bueno y la vida sonreía. Y venga a construir casas, y venga a construir chalés, y venga a hacer palacios de convenciones y ciudades del sonido, y de la luz, y de todos los sentidos… Y el mío más caro que el tuyo, que Calatrava no daba abasto.
—Fíjate, Leandro —me decía al final de sus días Zapatero, hundido ante los gritos de la Merkel— quién nos iba a decir a nosotros, con esa primera legislatura que tuvimos de lujo, que nos sobraban euros hasta para empapelar la Cibeles…
Y luego vino Elena Salgado. Paseaba sola por los pasillos, animándose con aquello de ya veo brotes verdes, que fue de mucho reír. Y eso que ella era poco de jiji, jaja, y más bien gustaba de dar lecciones.
—He pensado, presidente, que si cambiamos todas las ventanas de todas las casas de todas las calles de todas las ciudades de todas las autonomías, las fuentes de los dineros manarían millones y millones con los que enjugar nuestros pesares…
—¿Tú crees, Elena?
A mí es que me mataba ver a Zapatero en ese estado de postración en aquel triste y largo final, con lo que él había sido. Y es que ya no le ponía ni Supertramp. ¡Con el gusto que daba verle cuando llegó a La Moncloa, allá en el lejano 2004, que iba mirando por los despachos a ver si había una bandera americana! Para escupirla. Es que él entonces era así. Un joven airado al que solo le gustaba jugar a baloncesto con sus amigos. El resto, decía, vendrá solo, que a ver si te das cuenta que tengo baraka, le decía entonces a Pedro Solbes, un señor mayor, siempre cariacontecido y que vivía permanentemente al borde del infarto. Yo creo, incluso, que los dos últimos años vicepresidía desde la Unidad Coronaria.
—¡¡¡Una prima para cambiar de lavadora, no, por favor!!!
Mañana, siguiente capítulo: Jorge, Alberto y el santo rosario.
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