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EN PORTADA / Reportaje

La muerta viva

Las series de televisión disputan la hegemonía del arte de narrar a la novela, que ha perdido su antigua capacidad de influir en una cultura cada vez más fragmentada. ¿Crisis de estancamiento o de crecimiento? La muerte del género es todo un género

Javier Rodríguez Marcos

Ortega no es Zizek, pero La rebelión de las masas es un ensayo tan atento a las mutaciones de la sociedad moderna que, a la altura de 1930, ya incluía chistes. Como ese del hombre al que, cuando quiere confesarse, el cura le pregunta si se sabe los mandamientos. Su respuesta: “Mire usted, padre, yo los iba a aprender, pero he oído un runrún de que los iban a quitar”.

Con el propio Dios como muerto más ilustre, la cultura occidental está llena de cadáveres simbólicos, incluidos aquellos que, aparentemente, llevan siglos gozando de buena salud. Es el caso de la novela, un género literario cronológicamente muy tardío si lo comparamos con el teatro o la poesía, milenarios, pero que desde su nacimiento vive asediado por ese mismo runrún de que lo van a quitar. De ahí que esa clase de libros que todo el mundo sabe reconocer pero casi nadie se atreve a definir no deje de generar debates y, por supuesto, bibliografía, ya se trate de describir sus mecanismos, analizar su capacidad para reflejar su tiempo o calibrar su fuerza para cuestionarlo. A eso se dedican tres libros recientes como La imaginación histórica, del historiador Justo Serna; ¿Qué fue de la modernidad?, del crítico británico Gabriel Josipovici, y La escritura desatada, del catedrático de literatura José-Carlos Mainer.

Desde la perspectiva de la historia cultural, Serna trata de responder a una pregunta tan sencilla como endemoniada: ¿qué idea del pasado y el presente de un país se haría un lector que, después de un cataclismo, solo contara con un puñado de novelas por todo documento? El país, por cierto, es España y los novelistas, Eduardo Mendoza, Luis Landero, Arturo Pérez-Reverte, Antonio Muñoz Molina y Javier Cercas.

Por su parte, Josipovici, que ha enseñado literatura en Oxford y Sussex, también plantea dos preguntas. Mejor dicho, él plantea una y su editor, otra. La del autor está en la cubierta: “¿Qué fue de la modernidad?”. La del editor, según costumbre, en la contracubierta: “¿Qué tienen Kafka, Virginia Woolf y Borges que no tienen Philip Roth, Irène Némirovsky o Julian Barnes?”.

“Ha funcionado durante más de doscientos años. No tenemos por qué dudar de que lo siga haciendo”, sostiene Mainer

Si La imaginación histórica es un voto de confianza a la ficción porque sus autores han sabido “expresar lo que sus destinatarios precisan”, ¿Qué fue de la modernidad? es todo lo contrario, una denuncia contra escritores que, dice Josipovici, producen “objetos manufacturados con esmero” y “exquisitamente fabricados para que no percibamos las costuras”. ¿Su pecado? Olvidar que escribir significa hoy tener presentes la precariedad y las responsabilidades de la literatura. Recordando a Barthes, el crítico británico sostiene que “ser moderno consiste en reconocer que hay cosas que ya no se pueden hacer”. Si Paul Valéry se burlaba de la trama de las novelas aludiendo al socorrido “la marquesa salió a las cinco”, Josipovici critica a los que creen que la modernidad radica en usarse a sí mismos como personajes pero no dudan ni de la valía de lo que escriben “ni de su destreza para dar con el lenguaje que mejor se ajusta a sus necesidades”. La novela sigue siendo el espejo a lo largo del camino que quería Stendhal, pero un espejo roto. Eso no significa que no puedan seguir escribiéndose novelas sino que, tirando del hilo hegeliano de la muerte del arte, estas han “perdido su capacidad de explicar coherentemente el mundo”.

Finalmente, La escritura desatada es la reedición puesta al día de un ensayo que se convirtió en clásico en el mismo año de su aparición (2000) y que —de su tormentosa historia a su poliédrica definición pasando por sus componentes— cartografía el mundo de las novelas. Ese es el subtítulo de una obra ampliada ahora para dar cabida a aspectos decisivos en la última década: la narrativa femenina, la relación entre novela y ensayo o la llamada autoficción. El libro, no obstante, sigue abriéndose con unas páginas que recuerdan que el género nació ya rodeado de enemigos.

Un género sin pedigrí

Cuando se le pregunta a qué atribuye la cíclica muerte y resurrección de la novela, José-Carlos Mainer remite a su “falta de pedigrí”. “Continuamente la están matando porque nació sin antecedentes, o con muchos pero ninguno determinante. La novela moderna surge de un montón de formas narrativas y de la idea del diálogo, pero sin que nadie sepa cómo ha de ser. Los primeros que ven un poco claro su importancia son los románticos alemanes a principios del XIX”. Eso, sumado a que “los escritores tienen cierta tendencia apocalíptica, hace que cíclicamente se diga que la novela ha llegado a su fin”. Mainer, sin embargo, no se alarma: “Como la cosa ha funcionando durante más de doscientos años, no tenemos por qué dudar de que lo siga haciendo”.

“No es un cataclismo sino una evolución. No hay causas internas, es un cambio de hábitos sociales”, dice Luis Goytisolo

Parece, sin embargo, que la duda es el oxígeno que respira la novela (o los novelistas), de ahí que la hayan puesto en crisis desde, como reza el título de un estudio pionero, “la mañana siguiente al naturalismo”. Se diría, de hecho, que esa mañana no acaba de terminar nunca. En 1996 Jonathan Franzen, el penúltimo gran-novelista-a-la-manera-clásica, publicó ¿Para qué molestarse?, un texto hoy mítico al que todo el mundo se refiere como “el artículo del Harper’s”, en referencia a la revista que lo publicó. Franzen, que en noviembre publicará en España una recopilación de ensayos —Más afuera (Salamandra)—, se preguntaba allí “cuánto menos importan ahora las novelas a la mayoría de los norteamericanos que cuando se publicó Trampa-22”, la novela antibelicista de Joseph Heller, o sea, en 1961, según él, el último ejemplar de su especie que había influido en la cultura de su país. La imposibilidad de influir, decía, recibe el nombre de crisis.

Para responder a su propia pregunta Franzen recurrió a un estudio sobre 24 horas de la vida de la cultura estadounidense. En él encontró 21 referencias a la televisión, ocho al cine, cuatro a la radio y solo una a la narrativa (Los puentes de Madison). En su propio artículo, el novelista recordaba que la portada de la revista Time, antaño consagrada dos veces a James Joyce, había pasado a ser ocupada, entre el gremio de novelistas, por Scott Turow y Stephen King. “Los dos son escritores honorables”, aclaraba, “pero nadie duda de que merecieron las portadas por la magnitud de sus contratos”. Con el dólar como “rasero para medir la autoridad cultural”, el mismo semanario que durante décadas aspiraba a formar el gusto de sus lectores ahora servía solo para reflejarlo. Así estaban las cosas en 1996 en medio —¿ya en medio?— de “la hegemonía banal de la televisión” y —sin Twitter ni Facebook— “la fragmentación electrónica del discurso público”.

Aunque Gabriel Josipovici sugiera en su ensayo que a la novela actual le pasa lo que a la revista Time —no forma el gusto, lo refleja—, Franzen no sabía por entonces que él mismo ocuparía esa portada cuando, en 2010, publicara Libertad, pero su diagnóstico era rotundo: el siglo XIX, “cuando la novela era el medio primordial de instrucción social”, quedaba muy lejos. Para él, la autoridad de la novela había sido “un accidente de la historia” derivado del hecho de “no tener competidores”. “El novelista”, escribía, “tiene cada vez más cosas que decir a lectores que cada vez tienen menos tiempo de leer”. Cinco años después de publicar aquel ensayo, Franzen se destapó con la monumental Las correcciones —en mayo HBO renunció a convertirla en serie de televisión por su supuesta complejidad— y 14 más tarde, con la citada Libertad, dos novelones que suman más de mil páginas.

Es costumbre que los novelistas acompañen sus avisos sobre el fin de la novela con la publicación de… una novela, pero es cierto que Franzen retocó su artículo del Harper’s en 2002 para incluirlo en Cómo estar solo (Seix Barral). En el prólogo a ese libro el autor se recuerda a sí mismo como “una persona muy iracunda y teórica” y habla de su “antiguo fanatismo” después de aclarar, no sin ironía, que aquel célebre texto hablaba en realidad de “abandonar su sentido de la responsabilidad social como novelista y de aprender a escribir ficción por la pura diversión de hacerlo”.

“Lo que se publican son entretenimientos. Hoy la ‘gran novela’ no tendría lectores sino estudiosos”, afirma Eduardo Mendoza

Pero como la publicación de una novela, así tenga 700 páginas, no cambia los hábitos culturales de Occidente, Jonathan Franzen reconoció que, aunque él ofrecía su ayuda para apagarlo, se había declarado un incendio. “Sí, la tecnología seduce a muchos más jóvenes ahora que hace 20 años”, le dijo el año pasado a otro novelista, el colombiano Juan Gabriel Vásquez, en una entrevista publicada en El País Semanal, “y puede que se avecine un periodo de decadencia sostenida de la novela, pero el público es todavía muy grande. Aun si fuera pequeño, contaría con mi lealtad. Si seguimos escribiendo como si importáramos, seguiremos importando a la gente que lee novelas. La manera de conservar nuestro territorio no es darnos por vencidos y comenzar a escribir para nosotros mismos, sino tratar de escribir libros que sean relevantes”.

“Nuestro deber de entretener”

“El hecho de que sobreviva un mercado para la ficción literaria ejerce una disciplina útil sobre los escritores, al recordarnos nuestro deber de entretener”, había dicho el mismo Franzen, iracundo y teórico, en aquel artículo que le persigue. Con menos ira y teoría que los defensores de la vanguardia y menos crítico con Philip Roth, el novelista —en sus dos reencarnaciones— estaba señalando que el problema no es el autor sino el lector. Lo mismo que decían los que alertaban de la enésima mutación de la novela, un género de por sí mutante cuya consagración pasó por el nacimiento de la burguesía primero y por el triunfo de la masa después. “El escritor no puede olvidar al público que lo lee, incluso si no pretende halagarlo”, afirman los franceses Roland Bourneuf y Réal Ouellet en La novela, un ensayo de referencia que este año cumple cuatro décadas. ¿Qué sucede cuando el que se olvida es el público? ¿Cuando se multiplican los competidores de la novela? ¿Cuándo estos —el cine, la televisión, los videojuegos— son una evolución audiovisual suya?

Luis Goytisolo, que en febrero pasado reunió en un solo volumen los cuatro libros de su obra magna, Antagonía (Anagrama), y que en septiembre publicará nueva novela —El lago en las pupilas (Siruela)—, ha sido uno de los narradores que más ha analizado el futuro de su oficio. Antes incluso de indagar en el impacto de la imagen en la narrativa española contemporánea durante su discurso de ingreso en la RAE (1995), Goytisolo había hablado ya del declive de la novela. ¿La razón? Que ha ido dejando paulatinamente de ser “un medio de expresión adecuado para una sociedad en la que el libro no cesa de perder importancia frente a los audiovisuales”. Más de una década después, Goytisolo todavía recuerda, con humor, el eco de sus palabras en un tiempo en que, además, la Red estaba lejos de conocer su expansión actual y parecía ciencia ficción su alusión al papel “de la informática” a la hora de acortar los mensajes y reducir el léxico: “Me llamaron catastrofista”, rememora, “como si hablara de un cataclismo y no de una evolución. Los géneros empiezan y acaban. No pasa nada”. Pero matiza: “No son causas internas, son los hábitos sociales los que crean esta situación. Hay géneros que quedan anticuados y son sustituidos por otros. Yo me refería a la novela como se ha entendido en el siglo XIX y XX”. Los grandes autores de esos siglos, dice, serán leídos siempre, “pero no de forma masiva, ni mucho menos. No desaparecerán, pero irán a un nicho limitado. ¿El siglo XXI? Yo me pregunto cuánta gente de 20 años lee novelas. Si la gente no las lee, ¿por qué no van a dejarse de escribir?”.

“Puede que deje de serla reina del mambo, pero no hay crisis. La novela del siglo XX siempre fue elitista”, según Guelbenzu

Más expeditivo aún que Goytisolo, Eduardo Mendoza es uno de los más desacomplejados notarios de la crisis de la novela. Desacomplejado y madrugador. Durante un curso de verano de 1998, el autor de La ciudad de los prodigios declaró que la “novela de sofá” había muerto. Al menos en el primer mundo. Otra cosa sería la periferia, las antiguas colonias, motor continuo de renovación para las lenguas europeas. La falta de épica —sustrato último del género—, la ausencia de un trauma colectivo y lo “relativamente previsible” de los destinos individuales no permitían ya “echar al vuelo la imaginación”. La novela en el sentido clásico, decía Mendoza, apela “a un tipo de interés que el lector actual no siente”.

¿Qué queda pues? La novela como entretenimiento, responde un autor que —en paralelo al irónico deber de entretener del propio Franzen— incendió las columnas de opinión de los periódicos. Por entonces, las redes sociales no volaban ni en la imaginación. Algunos de sus colegas añadieron matices a sus argumentos (Javier Marías, Félix de Azúa); otros trataron de desmontarlos (Vargas Llosa, Muñoz Molina, Andrés Trapiello).

Cuando se le recuerda aquel episodio que removió el plácido estanque de la literatura y que para algunos no fue más que una serpiente de verano, Eduardo Mendoza, de vacaciones, se explica por teléfono: “No me refería a la muerte de la novela, que es algo muy pretencioso, sino a un tipo determinado de novela y a lo que representó la del siglo XIX. Años después no hay nada que desmienta lo que dije. Otra cosa es que se sigan publicando libros donde el formato novela se mantiene, pero que no son la novela, son entretenimientos en forma de novela”, dice un autor que desde entonces ha publicado media docena de títulos y que hace tres meses publicó, con enorme éxito, otro de sus entretenimientos: El enredo de la bolsa y la vida (Seix Barral). ¿Ya no hay sitio para la gran novela? Antes de volver a sus vacaciones, Mendoza responde: “En estos momentos ni hay un ambiente para crearla ni, si se pudiera crear, encontraría lectores. Encontraría estudiosos. Lo que ha muerto no es la novela, sino el lector de novela del siglo XIX como ha muerto el que iba a escuchar los sermones de grandes predicadores en el siglo XVII. ¿Podría salir un predicador que atronara en la catedral de Toledo? Sí, pero estaríamos hablando de otra cosa”.

De la muerte de la novela a la muerte del lector

“Narrativos son el cine, la TV y el cómic; la novela ya no es el lugar que plantea los cambios sociales”,apunta Fernández Porta

El director de aquel ya célebre curso del 98 fue José María Guelbenzu, que certifica el cambio de actitud del lector citando a Philip Roth, esta vez para bien. Guelbenzu recuerda que el autor de La mancha humana afirmó hace ya tiempo que lo que muere no es la novela sino el lector complejo, “que es el que puede leer novela compleja”. “Por ahí, por este mundo que vive de flashes y frases cortas e ingeniosas tipo Twitter es posible que se produzca un desajuste y la exigencia sea de cosas breves, rapiditas, digestivas y ocurrentes”, dice el escritor español, que, no obstante, está convencido, de que todo “se volverá a ajustar porque la gente dispuesta a reflexionar no se echa para atrás”.

El propio Guelbenzu ha recorrido él solo casi todos los caminos de la narrativa española reciente: de El mercurio —un hito del experimentalismo publicado en, otro hito, 1968— a la novela negra —en septiembre aparecerá un nuevo título de su serie policiaca, Muerte en primera clase (Destino)—. Todo ello sin abandonar la novela que él llama “de gama alta”, que ya no experimenta con el lenguaje sino con la estructura —acaba de aparecer una edición académica de El río de la luna (Cátedra), premio de la Crítica en 1981—.

Novelista en español, crítico de literatura extranjera y antiguo editor de ambas cosas, Guelbenzu no contempla la palabra maldita: “Ninguna crisis”, dice. Y se explica: “La que está más fuerte que nunca es la novela tradicional, que es a la que están apelando todos los best sellers y todos los que quieren serlo, los que escriben con exposición, nudo y desenlace con toda tranquilidad. De eso se escribe más y cada vez se lee más. Por otro lado, la novela de calidad ha sido siempre elitista. Otra cosa es que, con el tiempo, Anna Karenina se haya convertido en lectura obligada. Salvo la novela del XIX, que es popular y sienta el canon del género, la del siglo XX es claramente elitista, y no creo que haya muerto. Tiene el público que tenía, que es un público cultivado”.

Ganar la batalla, perder la guerra

En el futuro no publicará ningún escritor con menos de 5.000 amigos en Facebook, dice la última broma editorial

Respecto a la posible competencia del cine, la televisión e Internet en el campo de la narrativa, Guelbenzu augura una buena convivencia. Distinto es saber quién marca eso que los políticos llaman agenda y Franzen capacidad de influir: “Puede que lo audiovisual se imponga y se haga masivamente cargo del acto de contar historia, pero no quiere decir que la novela se acaba. Seguirá su camino. Lo que ocurre es que la novela ha sido la reina del mambo durante un par de siglos y puede que deje de serlo, sin dejar de tener la misma calidad de siempre”. Quedan lejos, en efecto, los tiempos en que la popularidad de la novela de Victor Hugo consiguió que Notre Dame se restaurara según lo inventado por el escritor en lugar de atendiendo a la traza original. ¿Tiene nombre la nueva reina? Guelbenzu no lo ve claro, pero lo entrevé: “Quien está tomando con firmeza el relato de las historias, quien ahora es capaz de contarlas con hondura y potencia expresiva son las series de televisión. Más que el cine, que está infantilizado entre superhéroes y efectos especiales”.

La crisis de la literatura es un género literario en sí mismo. Lo dice Eloy Fernández Porta, que recuerda a John Barth señalando, ironías posmodernas, el primer testimonio de ese género en un papiro egipcio. Barcelonés de 1974, es decir, 30 años menor que José María Guelbenzu, Fernández Porta había publicado dos libros de relatos antes de embarcarse en ensayos sobre la literatura en tiempos de sincretismo entre la élite y la masa, la televisión y el cine, la Red, la música y el arte contemporáneo. El resultado son títulos como Afterpop. La literatura de la implosión mediática (Berenice, 2007; Anagrama, 2010) o Emociónese así. Anatomía de la alegría (con publicidad encubierta), que publicará, también en Anagrama, en octubre próximo.

Según Fernández Porta, la novela ha ganado la batalla. La afirmación es tan rotunda que desconcierta a su interlocutor. Pero, ahí llegan los matices, no lo ha hecho en la guerra tradicional. En su opinión, el género ha sobrevivido por tres vías. Una: “novelizando” las series de televisión. Dos: reconfigurando los grandes productos de Hollywood en sagas, “un tipo de organización tomado de la literatura”. Tres: consiguiendo que la novela gráfica haya relegado al álbum como género fundamental del cómic. Una victoria que lleva dentro su propia derrota: “La narratividad ha ganado la partida, pero la novela ya no es el lugar en el que se plantean las transformaciones sociales. Por no hablar de que el libro ya no puede arrogarse el monopolio de la literatura”.

En los años cuarenta, el estudioso francés Jean Suberville llegó a enumerar hasta 30 tipos de novela haciendo uso de facultades clasificatorias casi borgianas —deportiva, de capa y espada, de animales…— . Eso teniendo en cuenta que algunas, como la cortesana y la pastoril, antaño triunfantes, habían pasado, literalmente, a la historia. Hoy la novela negra, la histórica y, últimamente, la erótica han tomado el relevo. ¿Cómo hablar de crisis ante el florecimiento editorial de formatos tan identificables? Eloy Fernández Porta lo explica con una palabra: reacción. “La apelación a la narrativa tradicional no es más que una reacción ante algo que se acaba. Justo cuando se entrevén grandes transformaciones en la lectura, la literatura se vuelve regresiva y trata de apostar por formas muy codificadas”.

También Luis Goytisolo considera que la llamada al orden es una forma de defensa. “Los novelistas suelen resistirse a aceptar que cultivan un género progresivamente anacrónico —algo que los poetas tienen más que asumido—, y ello tanto más cuanto mayor sea la tentación de probar suerte subiéndose al carro del best seller”. Goytisolo lo dijo con estas palabras en un artículo, publicado en 2004 en este periódico, que trataba de responder a una idea casi tan recurrente como la muerte de la novela: nunca se ha leído tanto. Las buenas historias que promueve el mercado, decía, “responden a un intento de contrarrestar el creciente desinterés del público hacia la creación literaria”.

Como toda crisis es a la vez una catástrofe y una oportunidad, aquellos que ven la novela en situación crítica consideran que la rotura del espejo de Stendhal produce muchos espejos pequeños. “Dado que el mainstream es ya novelístico”, dice Fernández Porta, “es posible que los textos literarios que se publiquen sean más antinarrativos, experimentales y originales. En España el patrón es el realismo; en Argentina, por ejemplo, no. Pensemos en César Aira”.

Tradicionalmente la narrativa ha reaccionado de dos formas al empuje de los medios audiovisuales, hoy rampantes: asumiendo sus técnicas —la elipsis, por ejemplo— o separándose de ellas y privilegiando su propia herramienta, el lenguaje. Nada nuevo por el lado de la estética. Los novelistas seguirán ahí: mientras exista un ser humano, existirá alguien que cuente su historia. O que se la invente. “Las crisis de la novela no son de estancamiento sino de crecimiento”, dice Mainer. La sociología ya es otra cosa. Si crisis, según Franzen, es la imposibilidad de influir en la cultura, la dispersión de la era digital hará que la influencia cultural de la novela también sea dispersa, es decir, más débil. La proliferación de editoriales pequeñas es buena muestra. Por si fuera poco, otra crisis, la económica, amenaza con eliminar cualquier riesgo, el artístico incluido. Doris Lessing tuvo que ver cómo, meses antes de recibir el Nobel en 2007, su editorial británica le rechazaba un libro porque no vendía y algunos editores españoles cuentan ya un chiste, otro, oído a sus colegas neoyorquinos: en el futuro no se publicará a ningún escritor con menos de 5.000 amigos en Facebook. Citando a Juan Ramón Jiménez, el poeta Francisco Brines suele decir que la poesía no tiene público sino lectores. ¿En cuál de las dos pistas bailará en el futuro la anciana reina del mambo?

La escritura desatada. El mundo de las novelas. José-Carlos Mainer. Menoscuarto. Palencia, 2012. 380 páginas. 22 euros.

¿Qué fue de la modernidad? Gabriel Josipovici. Traducción de Gregorio Cantera. Turner. Madrid, 2012. 264 páginas. 18 euros.

La imaginación histórica. Ensayo sobre novelistas españoles contemporáneos. Justo Serna. Fundación José Manuel Lara. Sevilla, 2012. 260 paginas. 20 euros.

La imagen y la imaginación

Nos parece más antiguo un coche de hace 10 años que una locomotora de hace 20. Lo dice Ortega en el mismo capítulo de La rebelión de las masas en que cuenta el chiste del hombre que se va a confesar. La idea de progreso casa mal con las artes, pero parece inevitable preguntarse qué hay de nuevo. Así, José María Guelbenzu, que no cree en la crisis del género, no deja de apreciar un “estancamiento” en lo que él llama la novela de calidad, “la que tiene que seguir hacia adelante con nuevas formas expresivas”. De las propuestas de los últimos años, la única que le convence es “el camino que marcaba Sebald, que no sé si está agotado: ese que en la tensión entre verdadero y verosímil decide incluir las dos cosas y mezclarlas. Nada de lo que se vende aparatosamente como nuevo va más allá que las vanguardias del siglo XX”.

Superados los prejuicios morales contra la invención —“hoy parece más bien que estamos muy a favor de la imaginación”—, José-Carlos Mainer descree del carácter utilitario de la novela. “Las costumbres de las ballenas se reflejan mejor en un tratado de zoología que en Moby Dick”, afirma en La escritura desatada. Otra cosa son las posibilidades expresivas del “camino de Sebald”, la autoficción, que Mainer considera “una variante de la novela histórica relacionada con la nueva crónica periodística” y en la que hay “una elaboración y una presencia del autor que no es una simple objetivación en el sentido tradicional”.

Si los premios son síntoma de algo, ahí están los últimos nacionales de Narrativa, concedidos a dos libros que transitan por caminos difícilmente asimilables a la novela: Tiempo de vida, de Marcos Giralt Torrente, y Anatomía de un instante, de Javier Cercas. “Es un género plenamente legítimo que, fijémonos, se ha producido junto a la producción de novelas históricas en serie que se da actualmente”, prosigue Mainer, “ese que se ha convertido en el centro de interés de los lectores de novela popular, que siempre han existido”.

Como género abierto en el que todo cabe —la escritura desatada de la que habla el Quijote—, la novela entra y sale del resto de los géneros tomando cualquier recurso que le pueda ser útil, pertenezca a la Historia, a la poesía, el teatro o el cine. Su relación con este último es, además, de doble dirección. Sin embargo, por más que su estructura narrativa, como la de las series televisivas y muchos videojuegos, esté tomada de la novela, la competencia tiene un límite. “Es la disputa entre leer y ver”, dice José-Carlos Mainer cuando se le pregunta por una hipotética pérdida de hegemonía de la novela. “La lucha es difícil porque leer es arduo, es mucho más complicado que darle a un botón y esperar que pase algo. Afecta en los dos sentidos, y eso es lo preocupante: no solo el cine expone con mayor verosimilitud y atractivo la parte más imaginativa de las novelas sino que compite muy claramente en el realismo. La clave está en que la gente se incline por lo más fácil o por leer, que es una operación no puramente receptiva y que exige entender rectamente lo que se dice, poner en marcha la imaginación y prolongar la literatura en la lectura”. Con todo, si el espacio del costumbrismo está ocupado —“y a veces muy bien ocupado”— por las series de televisión, la novela tiene su “mayor potestad”, según Mainer en las imaginaciones complejas y en las referencias cultas. “No las simples que se aprecian de una sola vez sino esas que apelan a hechos, sentimientos o ideas que tienen detrás un sustrato y que en la literatura están absolutamente vigentes. En una novela de Coetzee es donde no hay competencia posible”.

 

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Sobre la firma

Javier Rodríguez Marcos
Es subdirector de Opinión. Fue jefe de sección de 'Babelia', suplemento cultural de EL PAÍS. Antes trabajó en 'ABC'. Licenciado en Filología, es autor de la crónica 'Un torpe en un terremoto' y premio Ojo Crítico de Poesía por el libro 'Frágil'. También comisarió para el Museo Reina Sofía la exposición 'Minimalismos: un signo de los tiempos'.

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