El viaje fantástico de Melody Gardot
La cantante estadounidense encandila al público del Heineken Jazzaldia con una mezcla de referencias latinas
Melody Gardot (Nueva Jersey, 1985) sale al escenario entre pitos y abucheos por presentarse a su cita en la Plaza de la Trinidad casi media hora tarde. Lleva un vestido color salmón, turbante negro, gafas oscuras y camina apoyada en un bastón. Son las secuelas de un grave accidente de circulación que le cambió la vida para siempre cuando tenía 19 años. Se planta en el centro del escenario y sin mediar palabra comienza a cantar el espiritual No more my Lord a capella siguiendo el ritmo con un tacón altísimo y el tintineo de unas pulseras en su mano derecha. Entonces, se hace el silencio en la mítica plaza de la parte vieja donostiarra. Dice la Gardot que es algo que hace a menudo, aunque advierte de que no es una regla escrita. Asegura que comienza así sus conciertos para pulsar el ánimo del público, del recinto y de sí misma, aunque da la impresión de que supiera que con esa presentación, con su espectacular voz, quisiera dejar claro que tendrá ganado al público durante la próxima hora y media. Es dar la última nota y la abarrotada plaza ya no tiene nada que reprochar. Todo lo contrario.
Gardot vino a presentar en el Heineken Jazzaldia su último trabajo The Absence, una colección de canciones construida durante sus viajes a Lisboa, Brasil, Buenos Aires y Marruecos. "Un buen día me desperté y decidí que me enamoraría de la música Latinoamericana", aseguró la cantante en una reciente entrevista con este periódico. En su actuación de este viernes lo demostró y también que posee un talento extraordinario para asimilar la parte más amable y asequible del folclore y la música popular de los países que visita.
Así fue su actuación: un viaje por ritmos y estilos siempre con una factura impecable y comercial acompañada por una banda soberbia y con una voz tan magnífica que ya ha dado mucho que hablar.
El principio de ese periplo lo comenzó ayer llevándose al público a Argentina. Primero con influencias más de tango porteño con Goodbye y a continuación en Impossible Love proponiendo un recorrido que parte de la pampa en una canción misteriosa donde los ecos de ritmos de bombo legüero y chasquidos de boleadoras dejan paso a sonidos importados del norte de África.
Es con Mira, el tema que abre su último disco, cuando se traslada a Brasil, mezclando en ella las palabras tristeza y alegría y asegurando que "encontró la felicidad en el blues", ese "regalo divino". Cierra la canción con una conveniente batucada. En So long se pasa a la bossa nova y enseña cómo deben de cantarse las canciones tristes.
Para que quede clarito el asunto del viaje, presenta a su saxofonista como si fuera una azafata anunciando un vuelo a punto de partir: "No tengan miedo y abróchense los cinturones", dice antes de abandonar el escenario. Regresa con nuevo vestuario, esta vez todo en negro, como demanda su siguiente tema, Les Etoiles, cantado en francés.
So we meet again my heartache es otro de los mejores momentos del concierto. La interpreta cubriéndose con un mantón de Manila y dándole a su voz ese tono de tristísimo lamento que hay en los fados de Amalia Rodrigues acompañada por una guitarra española y un saxo. Pero, de pronto, entra la orquesta y ese llanto se convierte casi en reproche. Allí están Portugal y el fado, pero también termina por meterle palmas pseudoflamencas y un batiburrillo de referencias mediterráneas que van desde Grecia hasta el Magreb.
Gardot prácticamente solo se detuvo en su país al final del concierto con el ronroneo de Baby I’m a fool y Who will confort me, canción con la que pone al público a dar palmas como si estuviera en un garito de Nueva Orleans. De propina, Fever y Summertime. En resumen, un concierto diseñado para todos los públicos interpretado por una joven mujer llena de sensibilidad y talento capaz de engatusar a una enorme masa crítica. Es decir, si pasa por su ciudad, no se la pierda, es más que probable que no le decepcione.
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