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Viaje a la URSS de Capa y Steinbeck

Dos grandes mitos del XX retrataron la vida cotidiana de la Rusia estalinista

Guillermo Altares
El escritor John Steinbeck, retratado por Capa.
El escritor John Steinbeck, retratado por Capa.

Robert Capa era un tipo que robaba sin piedad los libros que se cruzaban en su camino, capaz de pasarse horas en el cuarto de baño, incluso cuando compartía habitación, y que se ponía muy nervioso, a pesar de su experiencia, con todo lo relacionado con su material de trabajo. Además, era un políglota autodidacta y experimental. “Capa habla todos los idiomas menos el ruso. Habla cada idioma con acento que corresponde a otro. Habla español con acento húngaro, francés con acento español, alemán con acento francés e inglés con un acento que nunca ha sido identificado. Después de un mes aprendió algunas palabras de ruso con un acento que, en general, se podía considerar uzbeko”. Así describe John Steinbeck a su compañero de viajes, con el que formó una de las parejas más extraordinarias de la literatura y la fotografía, capaz de saquear toda la bebida del cuerpo de prensa extranjero en el Moscú de la posguerra pero también de resumir el siglo XX en una niña que se mueve entre escombros en las piedras de Stalingrado.

En 1948, cuando el Telón de Acero ya había caído sobre Europa —Churchill pronunció su famoso discurso que marca el comienzo de la Guerra Fría el 5 de marzo de 1946 en Misuri—, Steinbeck y Capa decidieron visitar la URSS todavía devastada por las consecuencias de la Gran Guerra Patria y en plena dictadura estalinista.

Capa era ya un mito de la fotografía bélica. Sus imágenes de la Guerra Civil española y del conflicto mundial le habían convertido en uno de los reporteros más famosos de su tiempo. Apátrida, herido profundamente desde la muerte de Gerda Taro en Brunete en 1937, Capa siempre buscaba el movimiento, un nuevo viaje. John Steinbeck era ya uno de los escritores más importantes de EE UU, aunque no ganaría el Nobel hasta 1962. Obras como De ratones y hombres y Las uvas de la ira —con la que recibió el Pulitzer en 1940— le habían convertido en el narrador fundamental de la Gran Depresión que arrancó en 1929, aunque también le habían granjeado acusaciones de izquierdismo de la derecha estadounidense.

Durante la Segunda Guerra Mundial, escribió filmes de propaganda y fue enviado especial del New York Herald Tribune, al que convenció para que le mandasen a retratar la URSS. El resultado, que Capitán Swing acaba de publicar en castellano en una cuidada traducción de María Pérez Martín, es un libro magnífico, como relato de viajes, como disquisición sobre el periodismo, por su humor y la inteligencia de las descripciones, que combinan la prosa de Steinbeck con la mirada única de Capa —aunque es una pena que la impresión de las fotos deje mucho que desear—. En sus tiempos fue acusado de tener una visión demasiado clemente de la Unión Soviética y es cierto que el libro ofrece un vacío fundamental: la ausencia en sus páginas de la represión estalinista, del terror, aunque en un viaje tan controlado por las autoridades era casi imposible que viesen o intuyesen lo que estaba ocurriendo. Sin embargo, la vida cotidiana de los ciudadanos corrientes emerge de sus páginas magistralmente.

En solo unos párrafos y apenas una imagen, Steinbeck y Capa resumen la Segunda Guerra Mundial, cuando describen a una niña descalza y sucia que se movía en busca de basuras entre las ruinas de Stalingrado —la batalla decisiva del conflicto, el punto de inflexión para la derrota de los nazis, que arrasó la ciudad tras meses de combates—. “Cuando levantó su cara, vi uno de los rostros más bellos que he visto en mi vida. En alguna parte del terror del combate, algo se había quebrado y ella se había retirado al confort del olvido. (…) Nos preguntamos cuántos podría haber como ella, mentes que ya no podían tolerar seguir viviendo en el siglo XX, que se habían retirado a las antiguas colinas del pasado humano, a la vieja selva del placer y del dolor y de la supervivencia. Era un rostro con el que soñar durante mucho tiempo”, escribe el novelista.

Stalingrado es una de las paradas de un periplo que empieza en Moscú y que también les lleva a Ucrania y a Georgia, a aeropuertos en los que pasan horas, a granjas colectivas, a celebraciones de campesinos, todo ello relatado con un humor delicioso: “Pero apareció un griego. En tiempos de tensión siempre aparece un griego, en cualquier parte del mundo”; “Habíamos comprado una navaja en Francia que tenía una hoja para todas las situaciones físicas del mundo y para algunas de las espirituales. Con ella se podía reparar el reloj o el canal de Panamá”. Sin embargo, al igual que su principal defecto es su ignorancia de la represión, la principal virtud del libro es lo que convierte a Capa y Steinbeck en dos de los creadores más humanos del siglo XX: su capacidad para describir a las personas, para contar cómo la historia se construye con seres humanos corrientes, como la niña de los escombros en Stalingrado.

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Sobre la firma

Guillermo Altares
Es redactor jefe de Cultura en EL PAÍS. Ha pasado por las secciones de Internacional, Reportajes e Ideas, viajado como enviado especial a numerosos países –entre ellos Afganistán, Irak y Líbano– y formado parte del equipo de editorialistas. Es autor de ‘Una lección olvidada’, que recibió el premio al mejor ensayo de las librerías de Madrid.

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