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SILLÓN DE OREJAS
Columna
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A los pies de las inglesas

Después del triunfo de La Roja lo del códice ha supuesto otra inyección mediática a un Gobierno que cada día inspira menos confianza

Manuel Rodríguez Rivero
Ilustración de Max.
Ilustración de Max.

Supongo que alguien, alguna vez, me explicará por qué la recuperación del Códice Calixtino, un magnífico travelogue del siglo XII repleto de informaciones prácticas para peregrinos y viajeros, ha suscitado tamaña atención en los medios. Contando el espacio que le han dedicado los periódicos y el tiempo que le han consagrado los telediarios y programas informativos, se llega a la conclusión de que ha superado sobradamente el interés suscitado por la constatación de la existencia de la partícula de Dios. Dudo mucho que, si un ministro de Rajoy descubriera la Atlántida durante su vacacional buceo en el mar color de vino, ese hallazgo lograra tan espectacular cobertura como el del hurto y restitución compostelanos. La desmesura, la hipérbole y el despropósito han trufado de patético triunfalismo los discursos y declaraciones efectuados a propósito de la reposición del libro: hay quien ha afirmado, sin que en el acto se le licuara el cerebro, que se había rescatado “la misma fuente del europeísmo” (toma nota, Merkel). Incluso nuestro Gran Mudo ha roto a hablar, vendiendo urbi et orbi esas “buenas noticias” en un momento en que todas son malas. Como el señor de Münchausen, más conocido como barón de la Castaña, el presidente del Gobierno más de derechas desde 1978 se presentó en Santiago con toda pompa y circunstancia para vendernos la recuperación del libro como logro propio (nota: los Gobiernos de Aznar también eran finos, pero entonces ni la izquierda estaba tan ideológicamente desarmada ni la derecha gobernaba en medio de una gravísima crisis que le proporcionase coartadas para hacer y deshacer a su antojo).

Después del triunfo de La Roja (no me refiero —y ya lo siento— a Rosa Luxemburgo), lo del códice ha supuesto otra inyección mediática a un Gobierno que cada día inspira menos confianza, al menos a los más pobres, que es el colectivo que más crece (y lo que te rondaré, Fátima Báñez). De modo que ya sólo faltan unas medallitas ganadas en Londres, y a pasar el verano tranquilitos mientras los sindicatos sestean. A propósito de guías de viaje y de Londres, Ático de los Libros ha publicado una Guía literaria de Londres (edición de Joan Eloi Roca) que incluye sustanciosos textos de escritores que vivieron o trabajaron allí, desde Beda el Venerable a Chesterton, pasando por Antonio Ponz, Conrad, Henry James o Dostoievski (todos de derecho público, que así sale más baratito). Me extraña no ver incluido ningún texto del gran Leandro Fernández de Moratín (1760-1828), que en sus Apuntaciones sueltas de Inglaterra (Península, 2003), redactadas en torno a 1793, proporciona repetidas muestras de su estupenda curiosidad, como cuando constata con sincera admiración la “enorme magnitud” de los pies de las inglesas. No me resisto, improbables, pero añorados lectores, a transcribirles el párrafo en el que explica el fenómeno: “Las mujeres de este país no reciben una educación tan atada y monjuna como las nuestras; se crían con más libertad y holgura; saltan y corren, y así se forman y robustecen cuanto es necesario (…); no teniendo en su niñez aprisionados los miembros, ni angustiado el ánimo, se hacen altas, fornidas y bien dispuestas, y el pie, en su crecimiento, participa, como las demás partes del cuerpo, de los privilegios de esta libertad”. Adoro a ese Moratín decidido a acabar con el mito de la elegancia de los pies femeninos pequeños, un prejuicio que condujo a aberraciones como aquella de la hermanastra de Cenicienta, que se cortó el dedo gordo para que su pie cupiera en el “zapatito de oro” que le permitiría contraer matrimonio con el príncipe (“cuando seas reina” —le decía su madre— “no tendrás necesidad de caminar”). Afortunadamente, a Felipe de Borbón no le preocupó que su futura esposa tuviera los suyos grandes. Miren: eso sí que es diferente en España, donde ninguna princesa ha tenido que seccionarse su respetable queso (o quesito). Aquí los (constantes) cortes y recortes obedecen a otras liturgias. Y afectan, sobre todo, a los que viven lejos de Palacio.

Mujeres

Mujer, roja y pobre: lo peor de lo peor durante la última (por ahora) dictadura. El franquismo remodeló y actualizó los estereotipos patriarcales propagados por la Iglesia católica y convirtió a la mujer en un individuo moral y físicamente inferior. El “ángel del hogar”, cuyas virtudes de pureza y obediencia eran constantemente alabadas en las pastorales de los obispos totalitarios, se vio liberado del “castigo del trabajo” para que los varones pudieran repartirse el escaso curro disponible. A ellas, confinadas al papel de madres y esposas, sólo les quedaba la perspectiva de una boda redentora y, si fuera posible, que el marido no la usara de punching ball (o “pera”) para compensar sus propias frustraciones, una siniestra modalidad deportiva que aún cuenta con numerosos adictos. La mujer era mano de obra barata a la que había que reeducar: un trabajo encomendado coordinadamente a la Iglesia y a la Sección Femenina de Falange. Tras esa buscada inferiorización y sumisión al varón estaba el eterno miedo a la mujer independiente y, sobre todo, a una sexualidad amenazante si no se embridaba. La mujer cantada por el franquismo y sus turiferarios debía ser arcilla susceptible de ser moldeada por el Pigmalión franquista, verdadero protagonista de la historia. De todo ello, mezclando rigor en el análisis ideológico con anécdotas y ejemplos a la vez graciosos y terribles, habla Matilde Peinado Rodríguez en Enseñando a señoritas y sirvientas (Catarata), un breve y sustancioso recorrido por la educación y la cultura del franquismo desde la perspectiva de género (y clase).

Brevísimo

Los editores invitaron al ministro Dobleuve a su tradicional encuentro en la Menéndez y Pelayo. Wert, que sigue imponiendo a sus subordinados el Führerprinzip (aquí sólo hablo yo) a la hora de relacionarse con los medios, les aconsejó que corrieran mucho más, como la Alicia de Lewis Carroll, en la reconversión de su negocio. Los editores no consiguieron sacarle si el Gobierno va a subir el IVA de los libros, lo que sería la puntilla en la actual situación. El último informe de Comercio Interior del Gremio de Editores es demoledor, con ese apabullante descenso en tiradas y número de ejemplares vendidos. Y eso que se habían vuelto a batir los récords en cuanto al número de títulos publicados: este siempre ha sido un país surrealista, como creía André Breton. El ministro alabó el trabajo de los editores y aseguró que el libro es el “epicentro” de su departamento (que yo sepa, nadie se rio). Menos mal que, en sus alabanzas, no llegó a cometer el mismo error que Aurélie Filippetti, su colega francesa (novelista antes que ministra), que pocos días antes, y durante una intervención acerca del papel mediador de la edición, había dicho que, en la medida en que es un elemento imprescindible para que el autor se reconozca como tal (en la publicación) “el editor es el que hace la literatura”. Al parecer, los jóvenes autores que cuelgan por doquier sus textos autoeditados hacen otra cosa. A lo mejor son los ministros quienes ahora deciden qué es y qué no es literatura.

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