La crisis: la novela
Una esperanza que guardábamos en reserva los espectadores es que el argumento de la Gran Crisis dejara un día de interesar y la audiencia, ya a estas alturas, estuviera disolviéndose como un tostón de la televisión. Porque, ¿cómo esperar que un relato basado en la reiteración de sus secuencias, las cumbres y sus fracasos, la maldad de las agencias, la crueldad de los recortes, la insidia de los mercados y el satanismo de la señora Merkel no terminaran hartando al receptor?
¿Cómo, en fin, esa posible saciedad, no ha terminado produciendo vómitos en lugar de una impaciente avidez? ¿Una guerra? Las noticias de una Gran Guerra no aburren casi nunca porque el progresivo aumento de víctimas y de destrozos o la incertidumbre del resultado contribuyen al interés sobre la querella. ¿Se trata, por tanto, de ese modelo?
Nada se le parece más. Esta Gran Crisis es como la gemela edición de una Gran Guerra. La masiva y creciente producción de víctimas civiles, desahuciados, suicidados, marginados, deprimidos y arruinados, refresca el interés por una sevicia aún mayor. ¿Un Diluvio Universal?
Todos las amenazas relativas a encontrarnos “al borde del abismo” a “un paso del precipicio”, en las inminencias del “colapso”, “en vísperas del Apocalipsis” han cebado esta literatura de la catástrofe, a cuyo lado hoy todo la literatura es ya un cuento trivial.
Seríamos, en fin, devastados a sangre y fuego si la Gran Crisis avanza y da un paso más. Y se desencadenaría, al cabo, un panorama tan mortífero que nadie sería capaz de determinar. Y he aquí, en “la indeterminación” activa, uno de los factores clave para la sostenibilidad del Gran Relato y su complicidad con la Crisis real. Uno y otra se necesitan en la promoción. Al destrozo de hoy seguirá un superior destrozo días después; a los adjetivos de ayer seguirán los superlativos de hoy.
Esto es bien sabido por los economistas estrella y los media con marketing eficaz. La atracción del público radica, desde hace meses, en la presentación de un caos previo al Gran Final. ¿La ruina de todos los PIGS, la pauperización de Europa, la descomposición del euro, el parón de las economías emergentes, la implosión del planeta en general?
Si queda algo por vivir en esta fila de calamidades ya vividas es sólo la experiencia de la Gran Calamidad. La bomba atómica en la Segunda Guerra Mundial cargó de sentido al guion de los seis años de guerra. Y, efectivamente, la bomba atómica fue decisiva para otorgar un fin extraordinario y grandioso a la vulgar novela de la batalla. Tan importante como la destrucción del enemigo fue su agrandamiento salvaje y, enseguida, su “radiante” aniquilación.
La Gran Crisis hace hoy las veces de este formidable enemigo poblado de personajes infames y ante los cuales crece la maldición. Los mercados, la prima de riesgo, el Ibex, los bancos, se han alzado como esos personajes que cuando se les trata de debilitar se fortalecen y cuando se les busca complacer se les irrita aún más.
Tratamos así con una cohorte de malvados cuya conducta inhumana nos mantiene en ascuas. Quemándonos materialmente e inmolándonos espiritualmente en su hoguera infernal.
Y he aquí, precisamente, el punto decisivo para el sostén periodístico de la Gran Crisis. El cuerpo de esta crisis habría muerto, arrugado y obsoleto a fuerza de su repetición. Si permanece en pie es a causa de haberse convertido, simbólicamente, en el preludio del Infierno.
Y no de un infierno más —ni siquiera del infierno vacilante del Apocalipsis de San Juan— sino en el Infierno Infinito del fin de los tiempos desnudos de temporalidad. Una sensación aún por vivir y acaso equivalente a la total carbonización sin luto. A la extinción de la especie sin ningún espectador vivo para poder llorar.
Babelia
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