Menos ejemplaridad y más responsabilidad
La equidad y el igualitarismo se imponen a una engañosa virtud de consolación para tiempos de derrota
Se ha repetido mucho en los últimos tiempos, tras el episodio del desafortunado viaje del Rey a Botsuana, que sus palabras sobre la ejemplaridad, pronunciadas en el discurso televisado de la pasada Nochebuena, se le habían vuelto en contra como un bumerán. No dudo que así fuera, pero me temo que colocar el foco de la atención en esta más que presunta contradicción personal del Monarca podría tener el efecto indeseado de dejar sin pensar una categoría, la de ejemplaridad, cuya utilidad para la clarificación de ciertos asuntos quizá esté lejos de ser tan obvia o evidente como parece dar a entender su reiterado empleo. De ahí que tal vez pueda resultar procedente volver a poner por un instante el foco de atención en aquellas palabras, situándolas en el contexto en el que se pronunciaron, a fin de intentar extraer alguna conclusión acerca de la efectiva utilidad de determinados planteamientos.
La pretensión de sustituir la exigencia
Seguramente la mayor parte de ustedes recordará un detalle: el grueso de interpretaciones del discurso real enfatizó entonces la importancia de la reclamación del Monarca, dando por descontado en todo momento que iba dirigida al marido de su hija y no a las administraciones públicas que firmaron contratos oscuros (por decirlo suavemente) con la empresa de este último. No creo que fuera un olvido casual o un descuido inintencionado por parte de los intérpretes. A estas alturas de la historia de nuestra democracia —y con todo lo que ha caído a este respecto— a casi todo el mundo le hubiera sonado a mero brindis al sol, cuando no a sarcasmo, la afirmación de que tenemos sólidos motivos para esperar ejemplaridad de nuestros políticos (me abstengo de poner ejemplos, ni siquiera muy escandalosos, de casos de corrupción recientes para evitar que en el tiempo que tarde este artículo en ser publicado aparezca otro caso, aún más escandaloso, que recubra con una pátina de anacronismo el presente escrito).
Pero que nadie espere ejemplaridad de nuestros políticos en modo alguno implica que nada les pueda ser reclamado. Deberían, por lo pronto, tener la obligación de pasar cuentas periódicamente ante la ciudadanía y, en su caso, se les debería poder exigir responsabilidad por los perjuicios que su conducta hubiera causado. No resulta demasiado aventurado afirmar que alrededor de este asunto parece haber un consenso social francamente mayoritario. Hasta el punto de que lo que vale para los políticos también podría ampliarse a otros sectores de la sociedad. Estoy pensando en concreto en el justificado escándalo que provocó en su momento (a finales de 2008) la impunidad de los ejecutivos norteamericanos vinculados a las grandes entidades financieras en quiebra, ejecutivos que se fueron a sus casas con indemnizaciones millonarias blindadas, tras contribuir con su enloquecida codicia a provocar el desastre económico. Sin duda, hechos de este tipo —quiere decirse: de esta obscena impunidad— han contribuido en gran medida a que la cuestión de la responsabilidad se haya reintroducido en el debate social. Probablemente incluso quienes hasta hace poco tendían a mirarla con escasa simpatía (reprochándole el resentimiento que, según ellos, encubría, su vinculación con la judeocristiana noción de culpa y otras lindezas similares), ahora, al aplicarla a estas nuevas situaciones, parecen considerarla de una incuestionable utilidad.
Sin embargo, para no dar a entender que estamos ante uno de esos presuntos movimientos pendulares que, según algunos, se producen incesantemente en la historia, habría que plantearse por dónde pasa la especificidad del modo en el que hoy parece volver a hablarse de la responsabilidad, una de las virtudes modernas por excelencia. A este respecto, resulta poco menos que inevitable recordar que, más allá de los altibajos de las diferentes categorías en las diversas etapas del pensamiento moderno, la crisis de éste en los últimos tiempos (explicitada abiertamente a partir de la llamada posmodernidad, pero ya dibujada en sus rasgos esenciales por Adorno y Horkheimer) tiene que ver con la impugnación de las dimensiones más básicas, estructurales, del mismo, a saber, con la facultad considerada suprema, la razón, y con su principal producto, los grandes discursos globales, los cuales, cuestionada aquélla, se habrían quedado privados de su principal soporte.
Repárese en que, de ser cierta esta apresuradísima descripción, afectaría de lleno al dispositivo central de funcionamiento de la categoría de responsabilidad. Si, como es sabido, dicho dispositivo obliga a cualquier reclamante a disponer de un en nombre de qué reclamar responsabilidad, procede plantearse a qué instancias valorativas, unánimemente aceptadas, puede apelar un damnificado para exigir la reparación de un presunto daño en las nuevas condiciones de nuestro imaginario colectivo, tan descreídas y faltas de fundamento ellas. Para Iris Marion Young no había duda: dicha instancia sólo puede ser la justicia. Con el corolario que semejante afirmación implica desde la perspectiva de lo que estábamos planteando, y es que la pretensión de sustituir la exigencia de responsabilidad por la de ejemplaridad (susceptible a su vez de quedar definida como una especie de autenticidad o veracidad con efectos difusamente normativos) acaso constituya una forma de soslayar lo que importa: la expectativa de equidad —el horizonte de igualitarismo— que subyace a la reclamación de responsabilidad.
Ahora ya podemos regresar al principio del presente papel y formularnos la pregunta que, como contrapartida a lo recién dicho, resulta poco menos que inevitable, a saber, ¿a qué obliga la exigencia de ejemplaridad? O lo que viene a ser lo mismo: ¿cuál es la principal consecuencia que provoca no estar a la altura de la misma? A la vista está: apenas una decepción levemente teñida de amargura por parte de quienes esperaron en vano, no mucho más que un melancólico desencanto que, por cierto, no autoriza a nadie a reclamar nada y que, en el fondo, lo deja todo como estaba. Triste virtud esta de la ejemplaridad, digámoslo de una vez. Una engañosa virtud de consolación para tiempos de derrota. ¿La prueba? La tan manoseada falta de ejemplaridad del Monarca quedó despachada con una escueta disculpa de tres frases en los pasillos de una clínica.
Responsabilidad por la justicia. Iris Marion Young. Prólogo de Martha C. Nussbaum. Traducción de Cristina Mimiaga y Roc Filella. Ediciones Morata / Fundación Paideia. Madrid / A Coruña, 2011. 208 páginas. 19,90 euros.
Manuel Cruz es catedrático de Filosofía Contemporánea en la Universidad de Barcelona. Su libro Amo, luego existo. Los filósofos y el amor (premio Espasa de Ensayo 2010) acaba de aparecer publicado en versión italiana por Einaudi.
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