La guerra del arte robado no tiene fin
Dos poderosas familias se enfrentan por un ‘monet’ robado por los nazis en Francia en 1941 Los alemanes se apropiaron de 140.000 obras en tres países
Es posible que perder un monet en 1941 en Francia fuese algo secundario. Los Heilbronn perdieron uno —Torrent de la Creuse— guardado en una cámara de seguridad bancaria junto a otras obras, robadas por la Gestapo. Max Heilbronn, miembro de la Resistencia y expulsado de su negocio en las Galerías Lafayette, fue enviado al campo de concentración de Buchenwald. El monet, una de las 100.000 obras expoliadas por los nazis en Francia, debió de ser la menor de sus preocupaciones.
Acabada la guerra, sus descendientes recuperaron dos cuadros que alegraban la casa del creador de la Gestapo, Hermann Goering, en Berlín, y un renoir que salió a la luz en 2004 en una subasta. Y, siete décadas después del asalto, Ginette Heilbronn Moulin, hija de Max y responsable de la cadena de tiendas de las Galerías Lafayette, cree haber encontrado un hilo que conduce hasta el monet desaparecido, aunque ello signifique enfrentarse en los tribunales con otra todopoderosa estirpe: los Wildenstein, una saga de marchantes de arte que inició su actividad en Francia en el XIX.
No la empuja la codicia. "No se trata del valor de la pintura, se trata de la victoria contra los alemanes. Esta obra representa parte de la historia de mi familia", declaró Heilbronn, de 85 años, a The New York Times.
Los Heilbronn encontraron referencias a la obra en los catálogos razonados de Monet, elaborados por Daniel Wildenstein (en 1979 y 1996) y considerados el inventario esencial para verificar la autenticidad de los monet. En ellos señalaba que pertenecían a un coleccionista privado no identificado de Estados Unidos, principal país destinatario de las sustracciones nazis. Las sospechas se agigantaron en 2011, cuando la policía encontró más de 30 piezas de arte, perdidas o robadas a familias judías saqueadas por los nazis, en el Instituto Wildenstein, un organismo de la familia dedicado a investigar y publicar obras. Los Wildenstein, multimillonarios y reputados marchantes con negocios en América, Asia y Europa, estaban en la picota.
Los Wildenstein huyeron a Nueva York y dirigían desde allí el negocio
Puede que el signo de la todopoderosa familia Wildenstein comenzase a declinar cuando un periodista, tozudo y clarividente, se empeñó en rastrear archivos y sacó a la luz la enésima miseria del nazismo en la que se había reparado poco: el planificado saqueo de arte de sus víctimas por orden de Hitler. El periodista Héctor Feliciano publicó un libro que sigue siendo el canon de la materia: El museo desaparecido (Destino, en España), donde demostraba el expolio sistemático cometido por los nazis en los países que invadían, amén del suyo. En Francia, Bélgica y Holanda, tres países ocupados, confiscaron 140.000 obras, a las que se suman decenas de miles de libros, manuscritos y muebles. Los aliados recuperaron y restituyeron parte de lo sustraído al final de la guerra. Goering, el principal coleccionista junto a Hitler, había ocultado en una cueva de los Alpes bávaros numerosas piezas. Feliciano subraya que Francia, el país más expoliado (afectó a 203 colecciones privadas, un tercio del total), recuperó el 60% de lo perdido, pero decenas de miles de piezas de gran valor siguen ocultas. En una esquina del libro estaban los Wildenstein. Eran casi personajes secundarios, pero estaban, y no de una manera elegante para unos adinerados marchantes judíos. ¿Cómo es posible que siguieran enriqueciéndose durante la Segunda Guerra Mundial siendo judíos huidos de la Francia ocupada por los nazis?
Porque algunos millonarios como los Rostchild no se libraron de aquel igualitario sistema de exterminio diseñado por los alemanes. Y otros históricos marchantes, como el amigo de Picasso, Paul Rosenberg, perdieron sus tesoros artísticos. Sin embargo, los Wildenstein huyeron de Francia a Nueva York, y traspasaron a su ayudante francés la gestión de su galería. En la práctica seguían enviándole instrucciones por correo, aunque las leyes de los invasores habían forzado una aparente arianización del negocio. Como tantas veces, el periodista calló más de lo que sabía. Pero a los Wildenstein no les gustó lo que traslucía. “Los menciono casi de paso, pero me demandan anticipándose para futuros pleitos, creyendo que matando al mensajero matan el mensaje. Lo hacen con la idea de que si atacan al perito van a anular todas las demandas que puedan sucederle”, recuerda ahora el periodista.
Querella en Francia
Los marchantes se querellaron contra Feliciano en 1998 en Francia. Aducían que su negocio había perdido clientela debido a los vínculos entre George Wildenstein y los nazis recogidos en el libro, pedían un millón de dólares en daños y perjuicios y la censura previa del trabajo de Feliciano. El pleito duró cinco años y pasó por tres tribunales, incluida la Corte Suprema de Francia, que fallaron siempre a favor del periodista. Defender la verdad le costó 150.000 dólares que no recuperó y afrontar un duro proceso personal. Los Wildenstein llegaron a contratar a un detective para investigarle. No muy ducho, todo hay que decirlo: confundió al periodista con su portero. "Acabé entendiendo cómo funcionan. Los Wildenstein nunca se han sentado en una sala de aeropuerto porque tienen un jet privado, tienen abogados que cobran sus nóminas mensuales, viven rodeados de gente que nunca les dice no", señala Feliciano.
Desde entonces, la imagen de los marchantes se ha deteriorado abruptamente. La Academia de Bellas Artes de Francia demandó a la familia por la desaparición de un cuadro de Morisot. En 2005 los tribunales dieron la razón a la viuda de Daniel Wildenstein, que demandó a sus hijastros Guy y Alec que la habían convencido de que su marido había muerto en la ruina. Y agentes antifraude han registrado en varias ocasiones en los últimos años la sede del Instituto Wildenstein, un lugar repleto de fantasmas del pasado.
¿Se irá el 'pissarro'?
A día de hoy en España se cuestiona la propiedad de un óleo pintado por Pissarro desde una ventana de París, que pertenece al Museo Thyssen-Bornemisza. Stuart Dunwoody, abogado de los reclamantes, confirmó que la demanda está presentada en un juzgado de EE UU. En 1939, forzada, Lily Neubauer vendió la obra en Berlín, pero fue compensada por ello en 1958. El barón Thyssen la compró en 1976.
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