Familiares y amigos dan su último adiós a Javier Pradera
El editor y columnista de EL PAÍS ha sido enterrado esta mañana en el tanatorio de La Paz, en Madrid
Sentado en su sillón con un bloc y un rotulador Javier Pradera esperó el pasado viernes a Joaquín Estefanía. La enfermedad, que apenas dos días después provocaría su fallecimiento, le iba restando fuerzas pero no había hecho mella en su curiosidad intelectual: quería que le explicara qué es un área monetaria óptima, probablemente para hablar de ello en una de sus siguientes columnas. Esta mañana lo recordaba el periodista que dirigió de El País entre 1988 y 1993, en el acto civil, sobrio y emocionante, celebrado en el Tanatorio de Tres Cantos.
Podrían haber subido muchos más oradores, señaló Máximo -hijo como Alejandro de Pradera y Gabriela Sánchez Ferlosio- en el saludo inicial, pero fueron tres amigos y su nieto Juan quienes hablaron desde el estrado y emocionaron a un auditorio de más de 200 personas. En los bancos se encontraba Alfredo Pérez Rubalcaba junto a Felipe González. También asistieron, entre otros, Juan Luis Cebrián, Ignacio Polanco, Javier Díez Polanco, Javier Moreno, Jesús Ceberio, Alberto Oliart, Carlos Solchaga, Felipe González o Carmen Alborch. Otros que han acudido al homenaje son el director del Museo del Prado Miguel Zugaza, la editora Beatriz de Moura, diplomáticos como Máximo Cajal, escritores como Rafael Sánchez Ferlosio y José María Guelbenzu y pintores como Andrés Rábago y Eduardo Arroyo.
Estefanía recordó las muchas tardes que pasó junto a Pradera pegados al televisor viendo partidos de fútbol, una pasión compartida que, como el periodismo y la política, afianzaron una amistad, en la que el legendario humor de Pradera jugó un papel importante. Cuando hace unos años fue a visitarle a la Clínica del Rosario, Pradera despertándose de la anestesia le recibió susurrando: "Hasta en esto estábamos equivocados, las monjitas son buenas". Habló de su generosidad que se plasmaba en los círculos concéntricos que el editor y columnista creaba entre sus amigos. Los más veteranos han ejercido de maestros por su "dignidad, ejemplo y resistencia", algunos de ellos ya desaparecidos como Antonio López Lamadrid, Jesús Polanco, Pancho Pérez González, Luis Ángel Rojo y Fernando Claudín. También recordó Estefanía al viejo camarada de Pradera, Jorge Semprún y habló del homenaje que preparó con esmero junto a su esposa Natalia Rodríguez Salmones y que se celebrará el sábado en Biriatou. Estefanía también evocó los largos paseos que dieron juntos por la playa de Gerra y recurrió a la frase que Pradera empleaba cuando en verano acechaban las nubes en la costa cantábrica, para explicar cómo creía que habría reaccionado ante los resultados de las últimas elecciones: "Mañana levantará".
Miguel Ángel Aguilar arrancó su intervención citando el tendido del 2 de Las Ventas, donde compartían abono desde hace varias décadas. "Cada uno de nosotros atesora un álbum de recuerdos con Pradera: de conversaciones esclarecedoras, de polémicas inteligentes, de lecturas contrastadas, de orientaciones valiosas, de fogonazos fulminantes, de estímulos a proyectos en estado dudoso. Con Pradera había que ir a los asuntos", afirmó. De su amigo destacó su abrumadora formación cultural, su temible dialéctica, su dominio de la sátira, su educación sentimental "a la vasca", su intolerancia con los necios, su honestidad intelectual y moral. "El respeto que infundía se lo había ganado a cuerpo limpio a base de desplegar talento y generosidad, con magnetismo para conectar con los mejores. Nunca tuvo pactos de envilecimiento con los poderosos del poder o del dinero. Sus méritos carecían de la docilidad y sumisión".
El crítico y catedrático Francisco Calvo Serraller, cuñado, vecino y colega de Pradera desde que arrancó su andadura en Alianza -el proyecto editorial en el que trabajó con José Ortega Spottorno y Jaime Salinas- recordó la primera vez que le mandó callar y cómo aquello le hizo comprender que uno debe ser responsable de cada cosa que hace y dice. Su categoría moral e intelectual, dijo, le convertían en un ser indómito. "Su distancia irónica era una visión perpendicular de las cosas, que permite ver el punto de fuga que se nos escapa a los demás".
Antes de que Máximo pusiera fin al acto con Le Chant de Partisans interpretado por Yves Montand y la Serenata para Cuerdas de Tchaikovsky -dos piezas que dijo, resumen la honestidad de su padre- Juan, su único nieto, confesó que de pequeño temía hacer el ridículo delante de su abuelo y evocó su último encuentro con él: "Comprendí que la muerte es el punto final de una historia y que sólo las grandes merecen terminar".
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