Maestro implacable con la tontería
En su último artículo, Javier Pradera recordó "la capacidad del mundo de avanzar hacia el abismo y de sumergirse en sus honduras". Él lo sabía bien porque pasó toda su vida luchando contra esa disposición suicida, analizando, buscando y ofreciéndonos a todos, durante décadas, los argumentos, los principios morales, las bases jurídicas, la sabiduría política para no dejarnos arrastrar, los cabos de los que agarrarnos y de los que empujar "al borde del abismo", pero siempre en dirección contraria. Pradera fue una de esas personas a las que sociedades heridas deberían estar siempre agradecidas por su sabiduría, su generosidad y por su empeño en hacerla avanzar unida, menos vengativa y menos cruel. Más culta.
Nos asombraba que alguien como él nos llamara y escuchara, insaciablemente curioso
Lo hizo a lo largo de muchos años en sus editoriales en EL PAÍS, que marcaron un momento decisivo, especialmente difícil, ayudando a la construcción de una democracia que necesitaba permanentemente de razonamientos, exigencia y seriedad, pero también de tolerancia y capacidad de diálogo. Rodeado de jóvenes redactores, pletóricos de buenas intenciones pero faltos de conocimiento y de formación, los editoriales y sus columnas firmadas fueron la escuela en la que muchos aprendimos a valorar la política, a mirarla con otros ojos, a comprender y creer en su capacidad para crear mayorías y respetar minorías. Para aquel grupo de jóvenes periodistas, convocados por Juan Luis Cebrián, EL PAÍS de la Transición no fue solo nuestro mejor trabajo sino, sobre todo, nuestra mejor escuela, de periodismo y de ciudadanía. (Cómo no recordar hoy a Manuel Azcárate, infinitamente paciente, él también, con nuestras fantasías sobre política internacional).
Cuando nació EL PAÍS, Javier Pradera solo tenía 42 años, pero para aquel grupo de redactores que andaba entre los 25 y los 30 era casi un mito: por su historia personal y porque sabíamos que era el editor y creador de aquellos libros baratos de Alianza que comprábamos a la puerta de las facultades y con los que intentábamos aprender algo más que lo que nos proponían los chatos libros de texto. Pradera se nos apareció inmediatamente como un claro referente intelectual. Le veíamos mayor de lo que era porque trabajaba en otra planta, junto al director, y le atisbábamos en los pasillos, serio, altísimo, desgarbado y despeinado, con chaquetas de tweed grises y jerséis de pico, pero la verdad era que Pradera había alcanzado muy joven su formidable reputación y que lo que nos separaba no era tanto la edad como el conocimiento.
Nos asombraba que alguien como él nos pudiera llamar para preguntar algo sobre una información que estábamos cubriendo y que nos escuchara con atención, insaciablemente curioso, incluso de nuestra opinión. Fue siempre un maestro a la vez delicado y severo, seco e implacable con la tontería, pero acogedor para los ignorantes con buena disposición a aprender. Y poco a poco descubrimos que era un amigo irónico y cariñoso, dispuesto a subirte el ánimo en los peores momentos y a no dejarte que se te subiera demasiado en los mejores. Un día en que salía furiosa de un despacho, muchos años después de conocerle, me contó una anécdota de mi padre, con quien se había relacionado siendo él muy joven, en su primer intento de reorganizar a un grupo de científicos e intelectuales en torno al Partido Comunista. Para no llamar la atención quedaron en el parque del Retiro: aquel día llovió a mares y dos hombres muy altos, protegidos por un pequeño paraguas, se encontraron paseando, en completa soledad, por el estanque de los patos. "Eso sí fue una ducha de realidad, amiga mía".
Pradera fue un estupendo polemista y un intelectual serio, un hombre que tiró siempre en dirección contraria a la catástrofe. Le gustó y supo mucho de historia: "Hace un siglo, el mundo decidió marchar en contra de sus posibilidades racionales y avanzar hacia el abismo", nos dejó escrito. Se fue en un momento horrible para la Europa civilizada y culta que él tanto defendió y que tan bien representó, pero nos ha dejado sus artículos y su pensamiento, los instrumentos que nos fue dando a lo largo de su vida para que no nos dejemos sumergir en las simas que él combatió.
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