Las Fantásticas bailan 'trance'
La visión femenina de la intimidad de la cúpula del narcotráfico colombiano. Más la novela sobre una 'narcomantenida' estadounidense
Y ELLAS SON...
Ya conocerán el reportaje de Lola Huete Machado publicado en EL PAÍS el 18 de julio sobre las mujeres de los grandes narcotraficantes. Parte del libro Las Fantásticas, éxito grande en Colombia y recién publicado en España como Las muñecas de los narcos.
Se llaman Brenda, Violeta, Noelia, Pamela, Renata y Frida. Fueron novias oficiales de traquetos de Cartago y Cali. No confundir, atención, con las mujeres oficiales, las mozas, las recontramozas, las noviecitas, las amantes, las putas y las prepago (prostitutas de lujo, contratadas para una noche o un fin de semana). Toda una gama de opciones...y no se privaban.
Hay algo en común entre las seis protagonistas: eran menores de edad cuando intimaron con los narcudos. Un enigma: ellos tienen todo tipo de mujeres disponibles pero establecen relaciones estables con jóvenes hermosas pero virginales. ¿Se trata de un anhelo de inocencia o de necesitar, como sugiere Brenda Corrales, "la energía, la vida de las niñas"?
CUIDANDO LA IMAGEN
De cualquier manera, la mayoría de esas adolescentes pasa por el taller de chapado: el tratamiento TLC (tetas, lipo, culo). Pásmense: los capos tienen acuerdos con cirujanos estéticos y les basta con extender un vale para garantizar que estos especialistas se esmeren con pechos, morros y nalgas. Luego, la cuenta abierta en boutiques para que se vistan de acuerdo con su papel. Ellas, por su parte, se esmeran en adecentar el look de sus hombres. Se les nota el pelo de la dehesa: "pantalón apretado, unas botas tejanas de escamas de pescado azules, una camisa hawaiana de palmeras y flores, y un sombrero costeño. Parecía un circo".
El clown es Arcángel Henao, alias El Mocho. Ella es Frida Corrales, hija de un narco clasemediero: "No es por justificarlo ni mucho menos, pero aparte de que su familia era muy humilde, a él lo vestían las empleadas. Usaba marcas todo alborotadas: Moschino, Cavalli, Armani Exchange, lo más estridente y exagerado en ropas y accesorios. Qué pesar. Él salía como un loco siempre. Pero eso cambió cuando yo estaba con él. Yo lo mantenía elegante y coordinado en sus colores y prendas de vestir, y más discreto y con estilo".
VAMOS DE RUMBA
Naturalmente, en Las muñecas de los narcos he ido rastreando las referencias musicales (no las hay literarias, cinematográficas y ni siquiera políticas). Por lo que leemos, los rumbones de los grandes capos solían ser animados por El Binomio de Oro de América, celebrado dúo de vallenatos que resiste a pesar de que su fundador fuera asesinado en 1992. Pero también desfilaban los cantantes del despecho, cómo El Charrito Negro. Brenda rememora una gran fiesta donde "estaban todos los degenerados, todos los bandidos, todos los vagabundos, todos los traquetos. Hasta las putas. Fue algo grande, estuvo hasta Víctor Manuel".
¡Quieto parado! Juraría que no se refiere al cantautor asturiano sino al salsero puertorriqueño Víctor Manuelle. Las muñecas de los narcos no ha pasado por un corrector concienzudo: en un momento, comentando un viaje a Estados Unidos, se menciona "el estado de Atlanta" (sic). De todas formas, aquí sabemos que fueron muchos los cantantes españoles que actuaron en exclusiva para los narcos, especialmente en los tiempos exuberantes de Pablo Escobar. ¿Nombres? Los que quieras, desde el melódico Dyango a los gamberros Toreros Muertos. Y muy destacadamente, Rocío Dúrcal, por su glorioso repertorio de mariachi.
Los traquetos colombianos mantienen negocios con sus equivalentes mexicanos y manifiestan pasión por la música de sus socios: Noelia menciona el impacto emocional de una canción de Vicente Fernández. En Cali, ciudad salsera, existía hasta un bar de rancheras con el paradójico nombre de La Cárcel Sinsín. Y funcionan conjuntos colombianos dedicados a remedar los narcocorridos de la frontera.
Aunque las últimas muñecas han metido a sus hombres en otros mundos sonoros. La citada Brenda acostumbra a visitar discotecas donde baila trance; de hecho, cuando la permiten pasar una noche en la prisión con su enamorado, Rasguño, se lleva un reproductor con música trance para entonarse. Claro que Brenda es una moderna: la pareja toma popper y pepas (pastillas).
¡Y NO SE MANCHABAN!
Las muñecas de los narcos es un libro moralista, empeñado en transmitir el mensaje de que las jovencitas deben ir a la universidad o, en todo caso, aprender un oficio y olvidarse de los atajos hacia el paraíso de las riquezas. Las seis entrevistadas parecen asentir pero hay disonancias.
Todas justifican a sus hombres, aunque fueran infieles, machistas, maltratadores. Y celosos: expertos en poner cachos (cuernos), pierden el control si las muñecas se mueven solas, se ponen ropa sexy o hablan con los subordinados. Fuera del ámbito doméstico, ellas alegan (obvio) no saber nada de sus bisnes, sus venganzas, sus puñaladas a la competencia, sus enfrentamientos con las autoridades. De hecho, generalmente no toleran que ellos consuman el perico que es la base de su prosperidad. Bastantes optan por la sobriedad, aunque alguna fantástica tiene mal beber.
El amor lo supera todo: las mechoneadas con competidoras, los descensos a la ruina, las insidias de los familiares, el hecho de terminar fichadas, las humillantes visitas a prisiones estadounidenses, el exilio en Miami.
Sus biografías son asombrosas: después de leer Las muñecas de los narcos, uno sospecha que los argumentos de los culebrones pueden ser hasta realistas. El gran acierto del libro consiste en dejarlas hablar, con un lenguaje rebosante de expresiones locales: bajar plata, los culicagados, la gritadera, el estripteseadero, los patos, las puchecas, la viajadera, la moteleada...
¿Y QUÉ HACE MARADONA?
Hernando Gómez Bustamante, más conocido como Rasguño, es atrapado en el aeropuerto de La Habana con un pasaporte falso. Cuando los cubanos se enteran de que es un potente narco colombiano, por cuya cabeza la DEA paga millones de dólares, le encierran en Villa Marista, el siniestro centro de la policía política. No saben qué beneficio sacar de su persona pero le aplican idénticos métodos que a los disidentes: "la estrategia era acabar moralmente al detenido, hacerlo sentir un guiñapo frente al Estado omnipotente".
Al ver el deterioro de Rasguño, Brenda intenta que interceda un amigo de Fidel, Diego Armando Maradona. Se pone bien verraquita cuando lo recuerda: "estuvo paseando por Medellín con unas chimbas (mujeres) que le conseguimos. Se emparrandó ese hijoeputa vago, tomatragos y periquero; le dimos 50.000 dólares y al final nos salió con un chorro de babas. Nosotros no pedíamos que estuviera afuera, simplemente necesitábamos que él tuviera los mismos derechos de los otros presos. Poder caminar, ver el sol, salir de la celda, pero eso no pasó nunca."
En realidad, antes incluso de que Rasguño enferme, sus captores muestran cierta humanidad. Permiten que, aunque en presencia de dos vigilantes, Brenda y su hombre disfruten de, ah, encuentros íntimos, tapados por una manta. En La Habana, la desesperada Brenda recurre a una colombianada (un soborno) pero nadie pica. Imposibilitado para negociar con la DEA, el gobierno de Fidel termina por devolver la patata caliente a Colombia. Allí, en un penal de alta seguridad, Rasguño espera la extradición a EEUU. A diferencia de Escobar y compañía, prefiere la cárcel en Estados Unidos a la tumba en Colombia: sabe que, en su patria, los colegas quieren saldar cuentas y que su vida vale poco.
Y AHORA, LA FICCIÓN
Una vez terminado Las muñecas de los narcos, intento localizar otro libro citado por Lola Huete, las memorias de una fantástica de la vieja escuela: Amando a Pablo, odiando a Escobar, de Virginia Vallejo. No lo encuentro, pero me sale al paso una novela apropiada, El ángel de la muerte, de Linda Howard. Me la llevo.
Es la crónica de la venganza de Drea Rousseau, la mantenida anglo de Rafael Salinas, un narco posiblemente chicano que trabaja en Nueva York. Descubro demasiado tarde que pertenece a ese híbrido de thriller y nueva novela romántica que prospera en Estados Unidos. Es decir, un relato que comienza con un morboso polvo de ¡cuatro horas! entre Drea y un misterioso profesional del asesinato. Ella se enamora y él queda tocado. El encuentro desencadena un robo cibernético, una persecución... y Drea se mata al derrapar su coche.
Esperen, que todavía falta la mitad del libro. El alma de Drea llega a una especie de intercambiador donde se decide si la difunta debe encaminarse al cielo o al infierno. Interviene el hijo muerto (no pregunten) de Drea y esta consigue otra oportunidad. Resucita, asombrando a los médicos. Además, ha adquirido poderes de vidente, que usa para advertir a la gente sobre las consecuencias de sus pecados. Con el tiempo, la arrepentida Drea decide donar el dinero robado a un hospital infantil y librar al mundo de la malévola presencia de Rafael Salinas. ¿Hace falta que diga más? No hagan como yo. No se gasten su dinero en El ángel de la muerte.
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