Plan de evasión
Una indagación narrativa en la felicidad y la libertad irrenunciables del ser humano por Adolfo Bioy Casares
Fragmento
Todavía no se acabó la primera tarde en estas islas y ya he visto algo tan grave que debo pedirte socorro, directamente, sin ninguna delicadeza. Intentaré explicarme con orden.
Éste es el primer párrafo de la primera carta de mi sobrino, el teniente de navío Enrique Nevers. Entre los amigos y los parientes no faltarán quienes digan que sus inauditas y pavorosas aventuras parecen justificar ese tono de alarma, pero que ellos, «los íntimos», saben que la verdadera justificación está en su carácter pusilánime. Yo encuentro en aquel párrafo la proporción de verdad y error a que pueden aspirar las mejores profecías; no creo, además, que sea justo definir a Nevers como cobarde.
Es cierto que él mismo ha reconocido que era un héroe totalmente inadecuado a las catástrofes que le ocurrían. No hay que olvidar cuáles eran sus verdaderas preocupaciones; tampoco, lo extraordinario de aquellas catástrofes.
Desde el día que partí de Saint-Martin, hasta hoy, inconteniblemente, como delirando, he pensado en Irene, dice Nevers con su habitual falta de pudor, y continúa: También he pensado en los amigos, en las noches conversadas en algún café de la rue Vauban, entre espejos oscuros y en el borde ilusorio de la metafísica. Pienso en la vida que he dejado y no sé a quién aborrecer más, a Pierre o a mí.
Pierre es mi hermano mayor; como jefe de familia, decidió el alejamiento de Enrique; recaiga sobre él la responsabilidad.
El 27 de enero de 1913 mi sobrino se embarcó en el Nicolas Baudin, rumbo a Cayena. Los mejores momentos del viaje los pasó con los libros de Julio Verne, o con un libro de medicina, Los morbos tropicales al alcance de todos, o escribiendo sus Addenda a la Monografía sobre los juicios de Oléron; los más ridículos, huyendo de conversaciones sobre política o sobre la próxima guerra, conversaciones que después lamentó no oír. En la bodega viajaban unos cuarenta deportados; según confesión propia, imaginaba de noche (primero como un cuento para olvidar el terrible destino; después, involuntariamente, con insistencia casi molesta) bajar a la bodega, amotinarlos. En la colonia no hay peligro de recaer en esas imaginaciones, declara. Confundido por el espanto de vivir en una prisión, no hacía distingos: los guardias, los presidiarios, los liberados; todo le repelía.
El 18 de febrero desembarcó en Cayena. Lo recibió el ayudante Legrain, un hombre andrajoso, una especie de peluquero de campaña, con ensortijado pelo rubio y ojos celestes. Nevers le preguntó por el gobernador.
—Está en las islas.
—Vamos a verlo.
—Está bien —dijo suavemente Legrain—. Hay tiempo de llegarnos hasta la gobernación, tomar algo y descansar. Hasta que salga el Schelcher, no puede ir.
—¿Cuándo sale?
—El 22.
Faltaban cuatro días.
Subieron a una deshecha victoria, encapotada, oscura. Trabajosamente Nevers contempló la ciudad.
Los pobladores eran negros, o blancos amarillentos, con blusas demasiado amplias y con anchos sombreros de paja; o los presos, a rayas rojas y blancas. Las casas eran unas casillas de madera, de color ocre, o rosado, o verde botella, o celeste. No había pavimento; a veces los envolvía una escasa polvareda rojiza. Nevers escribe: El modesto palacio de la gobernación debe su fama a tener piso alto y a las maderas del país, durables como la piedra, que los jesuitas emplearon en la construcción. Los insectos perforadores y la humedad empiezan a podrirlo.
Esos días que pasó en la capital del presidio le parecieron una temporada en el infierno. Cavilaba sobre su debilidad, sobre el momento en que, para evitar discusiones, había consentido en ir a Cayena, en alejarse por un año de su prometida. Temía todo: desde la enfermedad, el accidente, el incumplimiento en las funciones, que postergara o vedara el regreso, hasta una inconcebible traición de Irene. Imaginó que estaba condenado a esas calamidades por haber permitido, sin resistencia, que dispusieran de su destino. Entre presidiarios, liberados y carceleros, se consideraba un presidiario.
En víspera de partir a las islas, unos señores Frinziné lo invitaron a cenar. Preguntó a Legrain si podía excusarse. Legrain dijo que eran personas «muy sólidas» y que no convenía enemistarse con ellas. Agregó:
—Ya están de su lado, por lo demás. El gobernador ofendió a toda la buena sociedad de Cayena.
Es un anarquista.
Busqué una respuesta desdeñosa, brillante, escribe Nevers. Como no la encontré en seguida, tuve que agradecer el consejo, entrar en esa política felona y ser acogido a las nueve en punto por los señores Frinziné.
Mucho antes empezó a prepararse. Llevado por el temor de que lo interrogaran, o tal vez por un diabólico afán de simetrías, estudió en el Larousse el artículo sobre prisiones.
Serían las nueve menos veinte cuando bajó las escalinatas del palacio de gobierno. Cruzó la plaza de las palmeras, se detuvo a contemplar el desagradable monumento a Victor Hugues, condescendió a que un lustrabotas le diera cierto brillo y, rodeando el parque botánico, llegó frente a la casa de los Frinziné; era amplísima y de color verde, con paredes anchas, de adobe.
Una ceremoniosa portera lo guió por largos corredores, a través de la destilería clandestina y, en el pórtico de un salón purpúreamente alfombrado y con doradas incrustaciones en las paredes, gritó su nombre. Había unas veinte personas. Nevers recordaba a muy pocas: a los dueños de casa —el señor Felipe, la innominada señora y Carlota, la niña de doce o trece años— plenamente obesos, bajos, tersos, rosados; a un señor Lambert, que lo arrinconó contra una montaña de masas y le preguntó si no creía que lo más importante en el hombre era la dignidad (Nevers comprendió con alarma que esperaba una respuesta; pero intervino otro de los invitados: «Tiene razón la actitud del gobernador » Nevers se alejó. Quería descubrir el «misterio» del gobernador, pero no quería complicarse en intrigas. Repitió la frase del desconocido, repitió la frase de Lambert, se dijo «cualquier cosa es símbolo de cualquier cosa» y quedó vanamente satisfecho). Recordaba también a una señora Wernaer: los rondaba lánguidamente y él se acercó a hablarle. Inmediatamente conoció la evolución de Frinziné, rey de las minas de oro de la colonia, ayer peón de limpieza en un despacho de bebidas.
Supo también que Lambert era comandante de las islas; que Pedro Castel, el gobernador, se había establecido en las islas y que había enviado a Cayena al comandante. Esto era objetable: Cayena siempre había sido el asiento de la gobernación. Pero Castel era un subversivo, quería estar solo con los presos La señora acusó también a Castel de escribir, y de publicar en prestigiosos periódicos gremiales, pequeños poemas en prosa.
Pasaron al comedor. A la derecha de Nevers se sentó la señora Frinziné y a su izquierda la esposa del presidente del Banco de Guayana; enfrente, más allá de cuatro claveles que se arqueaban sobre un alto florero de vidrio azul, Carlota, la hija de los dueños de casa. Al principio hubo risas y gran animación.
Nevers advirtió que a su alrededor la conversación decaía pero, confiesa, cuando le hablaban no contestaba: trataba de recordar qué había preparado esa tarde en el Larousse; por fin superó esa amnesia, el júbilo se traslució en las palabras, y con horrible entusiasmo habló del urbano Bentham, autor de La Defensa de la Usura e inventor del cálculo hedónico y de las cárceles panópticas; evocó también el sistema carcelario de trabajos inútiles y el mustio, de Aubum. Creyó notar que algunas personas
aprovechaban sus silencios para cambiar de tema; mucho después se le ocurrió que hablar de prisiones tal vez no fuera oportuno en esa reunión; estuvo confundido sin oír las pocas palabras que todavía se decían, hasta que de pronto oyó en los labios de la señora Frinziné (como oímos de noche nuestro propio grito, que nos despierta) un nombre: René Ghill. Nevers «explica»: Yo, aun inconscientemente, podía recordar al poeta; que lo evocara la señora de Frinziné era inconcebible. Le preguntó con impertinencia:
—¿Usted conoció a Ghill?
—Lo conozco mucho. No sabe las veces que me tuvo en sus rodillas, en el café de mi padre, en Marsella. Yo era una niña una señorita, entonces.
Con súbita veneración, Nevers le preguntó qué recordaba del poeta de la armonía.
—Yo no recuerdo nada, pero mi hija puede recitarnos un verso precioso.
Había que obrar, y Nevers habló inmediatamente de los Juicios de Oléron, ese gran coutumier que fijó los derechos del océano. Trató de inflamar a los comensales contra los renegados o extranjeros que pretendían que Ricardo Corazón de León era el autor de los Juicios; también los previno contra la candidatura, más romántica pero tan falaz, de Eleonora de Guyena. No —les dijo—, esas joyas (como los inmortales poemas del bardo ciego) no eran la obra de un solo genio; eran el producto de los ciudadanos de nuestras islas, distintos y eficaces como cada partícula de un aluvión. Recordó por fin
al liviano Pardessus y encareció a los presentes que no se dejaran arrastrar por su herejía, brillante y perversa. Una vez más tuve que suponer que mis temas interesaban a otras minorías, confiesa, pero sintió compasión por las personas que lo escuchaban y preguntó:
—¿El gobernador querrá ayudarme en mis investigaciones sobre los Juicios?
La pregunta era absurda; pero aspiraba a darles el pan y el circo, la palabra «gobernador», para que fueran felices. Discutieron sobre la cultura de Castel; convinieron sobre su «encanto personal»; Lambert intentó compararlo con el sabio de un libro que había leído: un anciano debilísimo, con planes para volar la Ópera Cómica. La conversación se desvió sobre el costo de la Ópera Cómica y sobre cuáles teatros eran más grandes, los de Europa o los de América. La señora Frinziné dijo que los pobres guardias pasaban hambre a causa del jardín zoológico del gobernador.
—Si no tuvieran sus gallineros privados —insistió, gritando para que la oyeran.
A través de los claveles, miraba a Carlota; seguía callada, con los ojos recatadamente posados en el plato.
A medianoche salió a la terraza. Apoyado en la balaustrada, contemplando vagamente los árboles del parque botánico, oscuros y mercuriales en el resplandor de la luna, recitó poemas de Ghill. Se interrumpió; creyó percibir un leve rumor; se dijo: es el rumor de la selva americana; parecía, más bien, un rumor de ardillas o de monos; entonces vio a una mujer que le hacía señas desde el parque; trató de contemplar los árboles y de recitar los poemas de Ghill; oyó la risa de la mujer. Antes de salir vio otra vez a Carlota. Estaba en el cuarto donde se amontonaban los sombreros de los invitados. Carlota extendió un brazo corto, con la mano cerrada; la abrió; Nevers, confusamente, vio un resplandor;
después, una sirena de oro.
—Te la doy —dijo la niña, con simplicidad.
En ese momento entraron unos señores. Carlota cerró la mano.
No durmió esa noche; pensaba en Irene y se le aparecía Carlota, obscena y fatídica; tuvo que prometerse que nunca iría a las islas de la Salvación; que en el primer barco volvería a Re.
El 22 se embarcó en el ferruginoso Schelcher. Entre señoras negras, pálidas, mareadas, y grandes jaulas de pollos, todavía enfermo por la cena de la víspera, hizo el viaje a las islas. Preguntó a un marinero si no había otro medio de comunicación entre las islas y Cayena.
—Un domingo el Schelcher, otro el Rimbaud. Pero los de la administración no pueden quejarse, con su lancha
Todo fue ominoso desde que salí de Re, escribe, pero al ver las islas tuve un repentino desconsuelo. Muchas veces había imaginado la llegada; al llegar sintió que se perdían todas las esperanzas: ya no habría milagro, ya no habría calamidad que le impidiera ocupar su puesto en la prisión. Después reconoce que el aspecto de las islas no es desagradable. Más aún: con las palmeras altas y las rocas, eran la imagen de las islas que siempre había soñado con Irene; sin embargo, irresistiblemente, lo repelían, y nuestro miserable caserío de Saint-Martin estaba como bien iluminado en su recuerdo.
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