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FRAGMENTO LITERARIO

Nuestra incierta vida normal

Un libro de Luis Rojas Marcos que nos ayudará a recorrer el camino de nuestra incierta vida normal.

Capítulos 1 y 2 de Nuestra incierta vida normal

1

Mi amigo Edward

«Esta historia es sobre los humanos

que son humanos».

Carl Sagan,

El mundo endemoniado, 1996

Hace unos meses, Edward, un amigo que trabaja en una firma de inversiones en Wall Street, me llamó para invitarme a almorzar. Ya por teléfono me adelantó que llevaba un par de meses muy preocupado con la creciente intranquilidad y tensión que detectaba en él mismo y en sus colegas. Quería saber mi opinión sobre la situación y algún consejo para aliviarla.

Durante el almuerzo, días después, este hombre de 58 años me explicó en su habitual lenguaje afable y directo que por primera vez estaba notando constantes conflictos en las relaciones entre sus compañeros. Individuos de temperamento sosegado respondían con gran indignación a bromas banales o a provocaciones sin importancia, mientras que otros, normalmente de talante extravertido y jovial, se mostraban reservados, taciturnos o incluso deprimidos. Según él, veteranos inversionistas, que hasta hacía unos meses permanecían imperturbables ante los más pronunciados altibajos de las cotizaciones de Bolsa, ahora reaccionaban con evidente angustia y frustración ante la menor oscilación de un par de puntos.

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Sin tener que preguntarle directamente, Edward me confesó que tanto él como muchos de sus amigos habían notado igualmente en sus relaciones familiares más crispación, más nerviosismo, más mal humor, y un aumento considerable de las discusiones y desacuerdos entre ellos y sus parejas, y entre padres e hijos.

El estado de ánimo y los signos de estrés de mi amigo Edward, familiares y compañía son consecuencia de los sentimientos de aprensión, duda, miedo y fragilidad que hoy forman parte de nuestra «nueva vida normal».

De hecho, encuestas epidemiológicas recientes revelan que en los tres últimos años, en Europa y Estados Unidos, la proporción de hombres y mujeres afligidos por síntomas de ansiedad, irritabilidad y desconfianza en el futuro ha aumentado entre el 15 y el 30 por ciento, dependiendo del país. Sospecho que el decaimiento del ánimo colectivo que también se nota responde en parte a que esquemas mentales narcisistas y prepotentes, tan extendidos en los años ochenta y noventa, han ido perdiendo vigencia. Es normal que la caída del pedestal de la invulnerabilidad de nuestro ego produzca salpicaduras de temor y de tristeza. A medida que nos despojamos de la coraza de omnipotencia, experimentamos paralelamente sentimientos de desilusión y de baja estima.

Aunque no poseo datos sobre la incidencia de estas dolencias entre los habitantes de los pueblos de Oriente, no me sorprendería si, dados los terribles acontecimientos que están viviendo muchos de ellos, el incremento del desvelo, la zozobra y el desconsuelo sea aún más pronunciado.

Y es que cada día, nada más abrir los ojos, somos vapuleados por amenazas inquietantes y sucesos sobrecogedores que están totalmente fuera de nuestro control. Nuestra perspectiva del futuro es confusa y nebulosa. El escritor Vicente Verdú sostiene que vivimos en un presente discontinuo. La realidad, según él, «ha tomado la forma del accidente», y añade con agudeza: «El accidente se ha convertido en la circunstancia central, o bien la actualidad consiste precisamente en la expresión del accidente. Como consecuencia, la temporalidad de hace un siglo, morosa y blasonada, ha perdido su calidad familiar para convertirse en un cuerpo desnudo sacudido por cualquier percance, a cualquier hora y desde no importa qué lugar». Verdaderamente, no conozco a muchas personas razonables que se atrevan, en el presente, a pronosticar con certeza cómo será su día de mañana, o qué futuro les espera a sus seres queridos, o cuál será la suerte de sus compañeros y compañeras de vida con quienes comparten este mismo momento de la historia.

No pocos nos encontramos andando inconscientemente con los dedos cruzados, tratando de mantener el delicado balance entre la esperanza que nos alienta y el miedo que nos perturba.

Pese a este estado de cosas, un hecho reconfortante es que nuestra especie no sólo ha sobrevivido a las incontables adversidades que ha sufrido a lo largo de milenios, sino que ha experimentado un impresionante desarrollo. Y es que nuestra capacidad de superación no es un mito, ni un don divino, ni un misterio, sino una habilidad humana muy real, un atributo congruente con las ganas de vivir. Nuestra aptitud para adaptarnos nos mantiene unidos a las fuerzas de sustentación de la vida, y nos impulsa a persistir con entusiasmo en avanzar nuestro proyecto evolutivo natural.

Mi objetivo en este pequeño libro, queridos lectores, es identificar los ingredientes principales que configuran nuestro estado de ánimo en estos tiempos inciertos, analizar las raíces y componentes de nuestra natural capacidad de adaptación, y describir probadas estrategias eficaces para neutralizar los sentimientos paralizantes de inseguridad y desasosiego que socavan nuestra paz interior y reducen nuestro nivel de satisfacción con la vida en general.

No os prometo total originalidad. Mi interés y preocupación por los cambios emocionales experimentados en el mundo tras los trágicos sucesos del 11 de septiembre de 2001 no es algo nuevo. Por mucho que lo intentase no podría evitar repetir anécdotas y conceptos ya mencionados en algunos de mis escritos publicados desde entonces.

Para realizar este trabajo he contado con la generosa colaboración de mi querida sobrina Patricia Martín que, a pesar de sus apretadas prácticas de endocrinología en el hospital Bellevue de Nueva York, me ha ofrecido pacientemente apoyo, tiempo y excelentes sugerencias. También quiero expresar gratitud a Ángeles Aguilera y Miryam Galaz, de Aguilar, por su calurosa ayuda, y a mi editora, Ana Rosa Semprún, por brindarme su firme confianza y su entusiasmo inagotable.

Mi profundo agradecimiento a mis amigos y amigas de la Fundación «La Caixa», en especial a Isabel Martínez, por su constante estímulo y por hacer realidad el programa La vida es cambio. El cambio es vida.

2

El nuevo equilibrio emocional

«El miedo a lo desconocido afecta

profundamente nuestras creencias,

nuestros comportamientos y nuestra

percepción del bien y el mal».

Rush W. Dozier,

El miedo mismo, 1998

Nuestro mundo ha cambiado. Desde los ataques terroristas del 11 de septiembre de 2001 vivimos en un entorno global inseguro e impredecible que moldea nuestro cotidiano sentir interior. Este nuevo equilibrio psicológico se caracteriza principalmente por la sensación generalizada de incertidumbre y la agudización de la conciencia de vulnerabilidad.

Es cierto que a lo largo de nuestra historia moderna no han faltado épocas de absoluta inseguridad plagadas de conflictos violentos, epidemias mortíferas y desastres naturales desoladores. Sin ir más lejos, en el siglo xx, muy pocos países de la Tierra se libraron de los efectos mortales de contiendas bélicas devastadoras. Sólo en la Segunda Guerra Mundial (1939-1945) se calcula que perdieron la vida cincuenta y dos millones de personas, una cifra difícil de concebir en nuestros días. Las epidemias, aún no erradicadas, de tuberculosis (1900), gripe (1918) y sida (1981), por ejemplo, han eliminado cientos de millones de habitantes del globo, y las periódicas sequías, las inundaciones y los terremotos ocurridos en décadas recientes en África, Asia y Centroamérica han arrasado pueblos enteros.

Lo que hace que nuestras circunstancias actuales sean diferentes es que en los últimos treinta años muchas de las fuerzas destructivas que durante siglos arruinaron nuestro sentido de seguridad y hacían inviables las ilusiones futuras han sido, en gran medida, minimizadas gracias al progreso de la ciencia, la evolución sociopolítica de la humanidad y la democratización de la mayor parte de las naciones. Como consecuencia de estos avances, hoy las personas esperan, y muchas hasta consideran un derecho, programar razonablemente su futuro y vivir una vida segura, satisfactoria y completa.

Aunque no se puede negar la persistencia de serios problemas sociales y de salud pública en muchos lugares del mundo, la realidad es que las expectativas de una existencia predecible, larga y saludable no son meras fantasías sino que se apoyan en datos reales. Como resultado del progreso espectacular de la medicina, del mejoramiento de la nutrición y la vivienda, y de la expansión de la educación, en los países de Occidente el 80 por ciento de la población mayor de 70 años goza de buenas condiciones físicas y mentales, y lleva una vida activa y autosuficiente. La proporción de personas con más de 85 años está aumentando a una velocidad mucho más alta que la del resto de la población, y vivir un siglo ya no se considera noticia, ni una gracia excepcional de la divinidad o de la naturaleza.

Por cierto, la esperanza de vida de los españoles, que en la actualidad alcanza los 80 años de promedio, se encuentra entre las cinco más dilatadas del planeta —en el caso de las mujeres españolas es la segunda, después de la de las japonesas—. Pienso que la longevidad es quizá la mejor medida de la calidad de la vida. Después de todo, si estamos muertos, no podemos hacer nada para ser felices.

Pese a este triunfo de la supervivencia, por muchas razones, tanto tangibles como simbólicas, pocos expertos niegan que los terribles, espectaculares y, para muchos, increíbles sucesos del 11-S marcaron un antes y un después en la vida de millones de personas. Como dice mi buen amigo y colega Manuel Trujillo en su libro sobre el estrés postraumático, «al menos la primera década del siglo xxi será conocida con el nombre de Era de la vulnerabilidad».

Es difícil no estremecerse al pensar que tras años de discusiones sobre cómo salvaguardar el plutonio y otros materiales radioactivos para evitar que caigan en malas manos y su uso maligno en la construcción pirata de armas nucleares, o de polémicas sobre las ventajas de invertir billones en erigir en las fronteras escudos antimisiles impenetrables para protegerse de pueblos enemigos, el 11-S bastaron cuatro aviones de pasajeros, gobernados por diecinueve hombres armados con simples navajas, para acabar en poco más de hora y media con tres mil vidas, dejar a cuatro mil familias sin hogar, eliminar 132.000 puestos de trabajo, aterrorizar a millones de testigos presenciales o telespectadores a distancia, y amedrentar al mundo.

Es también razonable suponer que los sentimientos de inseguridad y desconfianza que invadieron a gran parte de la población aquel fatídico día se agravaron y extendieron significativamente como resultado de la cadena interminable de brutales ajustes de cuentas posteriores. La respuesta primitiva de matar al adversario violento que nos ha agraviado todavía es considerada por muchos el acto supremo de justicia. Resulta irónico observar que sociedades que rechazan con vehemencia la pena de muerte por inmoral, cruel, racista e ineficaz no pestañean a la hora de dar licencia legal a jóvenes reclutas para matar al enemigo sin preguntar.

Aparte de las mortíferas y controvertidas guerras en Afganistán y en Irak, desde el 11-S se han producido dramáticos aumentos en la frecuencia, la mortalidad y la distribución geográfica de los atentados terroristas. En menos de veinte meses, y sin contar las atrocidades en sesión continua que sacuden Palestina e Israel, cientos de almas inocentes han desaparecido violentamente en Moscú, Bali, Casablanca, Estambul, Riad, Bagdad y otras capitales del mundo a consecuencia de fatales coches bomba que fueron detonados sin piedad en lugares concurridos. Y justo dos años y medio después del 11-S, la mañana del jueves 11 de marzo de 2004, un grupo de jóvenes fanáticos producía una sangrienta masacre en Madrid al hacer estallar mochilas llenas de explosivos que previamente habían escondido en cuatro trenes de cercanías repletos de confiados pasajeros que se dirigían a sus ocupaciones cotidianas.

No cabe duda de que, hoy, la inseguridad, la incertidumbre y la vulnerabilidad forman parte de la definición de quiénes somos.

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