El día en que exploté
Keeley protagoniza una comedia romántica, que se inicia cuando descubre el día de su boda que su novio tiene una amante. Una novela de Mary Kay Andrews
A LA VENTA DESDE EL 24 DE MAYO
El dia que exploté
Madison, Georgia, es una ciudad real y preciosa, pero ésta es una obra de ficción, y todos los personajes, anécdotas y diálogos de esta novela son producto de la imaginación de la autora. Cualquier parecido con personas reales, vivas o muertas, es pura coincidencia.
1
De no haber sido por Mookie, la prima alcohólica de mi prometido, estoy casi segura de que mi padre seguiría siendo uno de los miembros consolidados del Club de Campo Oconee Hills. Pero Mookie no puede beber alcohol de alta graduación. Puede beber ininterrumpidamente cerveza y vino sin inmutarse, pero si le ofreces un mai-tai o, Dios me libre, un margarita, estás perdido.
Era mi banquete prenupcial, cuyos anfitriones eran los Jernigan, y yo era la futura novia, así que no creo que tuviera que hacerme responsable de mantener a una mujer adulta madre de dos hijos apartada del dispensador de margaritas, aunque fuese una de las damas de honor.
Sin embargo, yo vi que Mookie cruzó como una loca la pista de baile, y fue a mí a quien le salpicó una buena dosis de margarita de fresa. Y a la pechera de mi vestido de seda natural azul turquesa, también.
—Por Dios —me espetó GiGi, mi futura suegra, que, ni que decir tiene, había esquivado hábilmente a Mookie, conservando inmaculado su vestido rosa pálido bordado con cuentas—. Te dije que no la invitases a la boda. Ya sabes cómo se pone.
—Keeley —resolló Mookie, abalanzándose sobre mí con su copa medio vacía—, lo sieeeeento mucho. Deja que te ayude a limpiarte.
Tras lo cual me empapó la espalda con la bebida restante.
—No importa —dije, apretando los dientes—. Es una mancha sin importancia.
La madre de Mookie, que está acostumbrada a este tipo de comportamientos, la agarró del brazo y la arrastró hacia la puerta para que no protagonizase otra escena, y todas las mujeres cerraron filas en torno a mí, limpiándome y atosigándome hasta que me dieron ganas de gritar.
De hecho, hacía varias semanas que deseaba gritar.
¡Basta! Basta de fiestas. Basta de regalos. Basta de almuerzos y tés, basta de sensibleras adulaciones de boda, basta de «oohs» y «aahs» por parte de familia y amigos sobre la pareja perfecta.
A. J. también había tenido suficiente. «¿Por qué no nos vamos por ahí un par de semanas para despejarnos y después volvemos a la normalidad?», me había propuesto la noche anterior al banquete prenupcial.
Había sido una semana agotadora. Tuve que aguantar el «té social», ocasión en la que toda la gente del condado se pasó por casa de mi padre para curiosear los regalos de mi boda, y el almuerzo con las damas de honor donde GiGi, todo hay que decirlo, opinó que era lamentable que mi madre no estuviese invitada a la boda. Como si yo supiera lo que ha sido de mi madre desde hace veintitantos años.
Y eso sólo había sido el principio. Esa misma noche, a A. J. y a mí nos dieron la tabarra con una barbacoa organizada por uno de sus antiguos hermanos de fraternidad.
Cuando me hizo la proposición, A. J. llevaba puesto el delantal para barbacoas «¡Que quemo!» y el guante acolchado para el horno que le había regalado su tía Norma. A decir verdad, A. J. no llevaba nada debajo del delantal. Y tampoco llevaba puesto el guante donde su tía Norma pensaba.
Tenía a A. J. arrinconado contra la pared con las pinzas de barbacoa, y una cosa condujo a la otra, y poco después estábamos revolcándonos por el suelo de su apartamento, desprendiéndome del gorro de chef y del resto de mi ropa, y acto seguido A. J. sufrió otro de sus ataques.
—¡HIP! ¡HIP! —Se le arqueó todo el cuerpo hacia atrás. Lo aparté de mí, aunque no me sorprendí. A. J. se pone así a veces, cuando está, ejem, lanzado.
—Respira, cariño, respira. —le indiqué, arrastrándome debajo de él.
—No —logró decir entre hipidos—. No pares, Keeley. —Trató de tirar de mí—. Venga, no pasa nada. ¡Hip! ¡Hip! ¡Hip!
Su cuerpo se convulsionaba con fuerza por el hipo. Temía que se hiciese daño. Caramba, temía que me hiciese daño a mí, aparte de que no me excita demasiado el hipo descontrolado. Ni siquiera cuando el que lo padece es el amor de mi vida.
Salí gateando y corrí hasta el fregadero para llenar un vaso de agua.
—Venga, A. J. —dije, ayudándole a incorporarse—. Es mejor que te levantes. Vamos, cariño, bebe un poco de agua por Keeley.
—No, hip, quiero, hip, agua, ¡hiiip!, maldita sea —farfulló A. J., aunque al final bebió un sorbo.
—Otro —insistí, acariciándole con la mano la espalda desnuda. Me cogió la otra mano y me la colocó sobre su abdomen. Este hombre nunca se rinde—. Ahora no —dije entre risitas, apartándome. Volvió a tirar de mí, mientras yo sostenía el vaso—. No hasta que te bebas toda el agua.
Frunció el ceño pero empezó a sorber.
—Más despacio —dije—. Sabes que es el único remedio.
—Sé cuál es el remedio —dijo con esa mirada otra vez—. Vuelve aquí y abrázame.
Pero ya había recogido mi ropa y me apresuraba al dormitorio para vestirme.
—¡Eh! —me gritó—. Ése no era el trato.
Eché el seguro del pomo de la puerta del dormitorio.
—Lo sé —grité desde el otro lado—. Te he engañado.
Para cuando encontró la llave del dormitorio ya estaba subiéndome la cremallera de la falda.
—Oh, Keeley —dijo haciendo pucheros irresistiblemente—. Quiero hacerlo otra vez esta noche.
Intenté borrarle el gesto con un beso, pero no surtió efecto.
—A. J. —dije, apartándole las manos mientras él intentaba desabrocharme el botón—. En serio. Quedan unos cuantos días para la boda. Tengo una reunión a primera hora de la mañana y un montón de trabajo. No puedo quedarme aquí perdiendo el tiempo contigo toda la noche.
—Venga, cariño —susurró, bajando la cremallera de mi falda y subiéndomela hasta la cintura—. Cuando estemos casados no será tan divertido como ahora. Todo será legal y otro rollo.
Me zafé de él, dolida.
—¿Estás diciendo que el sexo conmigo va a ser aburrido? ¿Sólo porque estemos casados? Muchas gracias. Vete al cuerno.
—Ya sabes a lo que me refiero —dijo A. J., asiéndome otra vez. Le di la espalda y cogí mis zapatos y mi cartera. Mi coche estaba aparcado en la puerta. Me dispuse a salir.
A. J. se anudó el delantal a la cintura y me siguió hasta el coche. Su bonito trasero blanco resplandecía en la oscuridad de junio.
—No quiero decir que no nos divirtamos —dijo, echando un vistazo al porche por si había alguien mirando. El apartamento de A. J. estaba en las cocheras a espaldas de Los Robles, la mansión anterior a la guerra de sus padres. Yo también alcé la vista hacia la ventana iluminada de la segunda planta porque sabía que era el dormitorio de sus padres.
—Me refiero a que no será ilícito, como ahora —añadió A. J. Dirigió la mirada hacia la ventana de su madre y me apretó contra la puerta del coche. Dejó caer al suelo el delantal, quedándose como Dios lo trajo al mundo—. Venga, reconócelo, te excita la idea de que nos puedan pillar.
Desde luego, era obvio que él estaba bastante excitado.
—No —dije con firmeza—. Puede que tú seas un exhibicionista, pero yo no. Así que pórtate bien y di buenas noches.
Se volvió a apretar contra mí.
—Seré un buen chico. Un chico muy bueno. En tu coche —susurró, besándome el cuello—. Hace siglos que no lo hacemos en tu coche.
—No.
—En el mío —dijo, y colocó su rodilla entre las mías.
—No, joder. —Su coche era un BMW Z-3 biplaza. La última vez que lo hicimos allí tuve que acudir a un quiropráctico para que me enderezase la columna.
Esbozó una sonrisa maliciosa.
—Ya sé. En el coche de mi madre. El asiento trasero de ese Escalade lo diseñaron para el amor.
Eso fue el colmo. O sea, hay quinquis y QUINQUIS.
Lo empujé suavemente y, dando un traspié, cayó de espaldas plantando su trasero desnudo sobre las conchas de madreperla trituradas del camino de entrada.
—Ayy —bramó.
—Buenas noches, cariño —dije. Subí al coche, cerré el seguro y me adentré en la noche azabache de Georgia.
Una semana después, tan sólo quedaba un día por delante para que acabase, de una vez por todas, la fiesta más larga de la historia de Madison. Era la víspera de la boda. Un día más y sería la señora de Andrew Jackson Jernigan. Keeley Murdock Jernigan.
—Un día más —dije entre dientes, mientras me libraba de las garras de las féminas.
—Toma —dijo mi tía Gloria, pasándome una botella de soda—. Ve al lavabo de señoras, quítate el vestido y empápalo en soda. Si no, no conseguirás quitar la mancha de fresa de la seda.
Corría apresuradamente por el pasillo del Club de Campo Oconee Hills cuando lo oí. Un sonido amortiguado. Procedente de una habitación de la derecha del pasillo. Era la sala de juntas.
Me detuve en el umbral.
—Hip.
—¡Shhh! —Y a continuación una tenue risita.
Me quedé petrificada. Se me hizo un nudo en el estómago. Sentí un mareo. Náuseas. Tenía que llegar al lavabo de señoras. Di dos pasos vacilantes.
—Keeley nunca lo hace así.
Otra risita.
Puse la mano sobre el pomo.
—¡Hip, hip, hip!
Abrí la puerta de golpe.
Andrew Jackson Jernigan, el hombre de mis sueños, vestido sólo con una camisa blanca de esmoquin, corbata y calcetines negros, estaba de pie frente a mí. Delante de él estaba Paige Plummer, mi dama de honor, con su llamativo culo encaramado en la reluciente mesa de caoba de la sala de juntas, con su llamativo vestido de gala de gasa rojo recogido en la cintura y las piernas apretadas alrededor de la cintura de mi prometido.
—Hiii. —A. J. levantó la cabeza bruscamente, cerrando la boca de golpe—. Oh, Dios. —Esta vez lo dijo de forma distinta. Se apartó de Paige y se agachó para recoger sus pantalones.
—¿Qué? —Paige miró hacia atrás. Sus llamativos labios rojos formaron una O de asombro cuando me vio allí de pie.
—Oh, Dios —dijo Paige, dando un brinco de la mesa. Paige era redactora de textos publicitarios, pero nunca había sido una creativa muy original—. Oh, Dios, Keeley.
Me iba a dar algo. Sostuve la botella de soda en la mano un instante. Al instante siguiente la lancé contra A. J.
Intentó esquivarla, pero como tenía los pantalones a medio poner, no le dio tiempo a reaccionar. Afortunadamente para él, la botella era de plástico. Desafortunadamente, estaba llena. Se estampó contra su ojo izquierdo y cayó fulminado.
—Diooos —bramó.
—¡Keeley! —gritó Paige.
No tenía más cosas que lanzarle. Pero ésa sólo fue una situación temporal.
2
Paige se precipitó hacia el extremo de la mesa en busca de su tanga. Yo lo encontré primero.
—¡Zorra! —grité—. ¿Cómo has podido? Mi mejor amiga. ¿Cómo has podido?
—Escucha, Keeley, no significa nada —dijo A. J., levantándose despacio, mientras trataba de abrocharse el cinturón con torpeza—. Es que esta noche hemos bebido demasiado..., ya sabes lo que pasa, cariño. Sabes que me pongo un poco fogoso cuando me tomo unas copas. —Tuvo la osadía de guiñarme un ojo.
Cogí las medias y le borré de un plumazo el guiño de la cara.
—¿Con mi dama de honor?
Me di la vuelta para mirar a Paige, que tenía los zapatos en la mano y se dirigía a hurtadillas hacia la puerta.
—¡Se supone que tienes que ayudarme con el velo y sostenerme el ramo! —chillé—. No tirarte al novio, guarra impresentable.
—¡Eh! —dijo Paige con aspereza—. ¿A quién estás llamando guarra? Fuiste tú la que te lo follaste en la primera cita.
—Cállate. —Le solté un bofetón, justo allí, en la sala de juntas del Club de Campo Oconee Hills, ante la presencia de los retratos al óleo de antiguos cuarentones presidentes del club, incluyendo a Chub Jernigan, abuelo de A. J.
—Aaaaay —chilló Paige, mientras se frotaba la mejilla. Me percaté con satisfacción de que se le había quedado la marca de la mano en el carrillo, y de que tenía en mi palma restos del maquillaje CoverGirl de Paige.
Instantes después, Paige se abalanzó sobre mí. Con mi metro ochenta, le saco por lo menos quince centímetros de altura, pero Paige había jugado como delantera en el equipo estatal de voleivol de segunda división del instituto del condado de Morgan. Era pequeña, pero yo había olvidado sus dotes deportivas y, sobre todo, que procedía de una larga tradición de lo que en Madison conocemos como «gentuza de caravana».
—¡Zorra! —gritó. Me clavó sus largas uñas rojas en la cara y, con las medias puestas, comenzó a darme patadas con los pies del número treinta y nueve en las espinillas y rodillas con tal ímpetu que me pilló por sorpresa.
Estaba intentando defenderme cuando A. J. se abrió paso entre nosotras y me asió con firmeza del antebrazo derecho. A Paige la agarró fuertemente del hombro.
—¡Chicas! —dijo—. Venga, ya basta. Calmaos las dos.
Me zafé de él.
—¿Que ya basta? ¿Que nos calmemos? Te metes aquí con ella a hurtadillas y la empujas contra la mesa de juntas en el banquete prenupcial? Con toda mi familia, mi párroco y yo presentes en el mismo edificio, ¿y pretendes que me calme?
Se le relajó la expresión. Casi dejó escapar una lágrima.
—Oh, Keeley. Lo siento. No quise hacerte daño, cariño. Sabes que te quiero más que a nada. Paige y yo estábamos haciendo el tonto, eso es todo. ¿Verdad, Paige? —Miró a mi ex mejor amiga para corroborarlo—. Díselo, Paige. Estábamos un poco borrachos, ¿no es cierto?
Los ojos azul oscuro de Paige brillaron con malicia.
—Bueno, A. J., borrachos y aburridos. Te aburres como una ostra con Keeley. Por eso pasaste a por mí en el Escalade de tu madre la semana pasada. Y la anterior, cuando lo hicimos en tu despacho, en el banco. —Me esbozó una sonrisa afectada. Keeley, cielo, tú siempre tan preocupada por el qué dirán: «Eso es de mal gusto, Paige. No seas tan vulgar, Paige». Pero es lo que siempre dice mi madre: si no lo tienen en casa, lo van a buscar a otra parte. Y yo soy la otra parte.
—¡Paige! —exclamó A. J.—. Eso es mentira. Dile que es mentira. Yo nunca
No tuvo oportunidad de terminar. Me di la vuelta y agarré un trofeo de golf de la adornada vitrina de trofeos situada junto a la puerta. Pero no era un trofeo cualquiera, sino la copa en honor de A. J. Jernigan, Chub, una enorme pieza de plata de ley con forma de orinal, una elegante inscripción en cursiva y un bajorrelieve con un busto del abuelo Chub en la parte delantera.
—¡Cabrón! —grité, lanzándole el trofeo a la cabeza. No acerté de milagro, pero derribé a dos presidentes del club de la pared del fondo. Me di la vuelta y salí con paso airado de la habitación.
Y me di de bruces con mi suegra.
—¡Keeley! —exclamó GiGi—. ¿Qué demonios pasa aquí? Todo el club está oyendo tus voces. ¿Has perdido el juicio?
—Mamá —dijo A. J., apresurándose hacia ella—, hemos tenido una pequeña discusión, pero eso es todo. Habla con ella. Dile que está exagerando las cosas.
—Keeley —dijo GiGi con voz severa—, cariño, no montes una escena la noche antes de la boda. Estropearás la fiesta.
Miré por encima del hombro de GiGi. Los invitados la habían seguido hasta el pasillo y estaban todos allí, apretujados, murmurando, cuchicheando y observándome con atención.
—¡Estaba tirándose a Paige! —grité—. En la sala de juntas.
—Keeley —susurró GiGi, cogiéndome del brazo—, los hombres son como niños. Anda, cálmate. Estás dando un espectáculo.
—¡No es ningún niño! —dije—. Tiene treinta y cuatro años, y está comprometido conmigo.
—Shhh —dijo, dándome ligeros golpecitos—. Confía en mí, esa chica no significa nada para él.
—Pero sí para mí —dije. Sentía cómo la ira crecía y se apoderaba de mí, fuera de control.
—No hay boda —grité—. Todo el mundo a casa.
Los susurros y murmullos se acentuaron.
—Lo digo en serio —bramé, apartando a GiGi, a Mookie, a mi tía Gloria y a todos los demás—. ¡Marchaos a casa! —Me abrí paso hasta el salón donde estaba tocando la banda, y encontré a mi padre sentado a una mesa con sus colegas de golf.
—Se acabó, papá —balbuceé—. No hay boda. Quiero irme a casa.
Mi padre se levantó, y en su rostro curtido y arrugado se dibujó una expresión de alarma. Los colegas de póquer se esfumaron de la mesa. Se había desabrochado la camisa blanca almidonada, y la corbata negra estaba enrollada sobre la mesa junto a su whisky con hielo.
—¿Que se acabó? ¿Qué quieres decir, Keeley? ¿Es una broma o qué?
—Bueno, Wade —oí decir a GiGi. Se había acercado a nosotros. Estaba impecable, totalmente radiante, sin un pelo fuera de su sitio—. Keeley sólo está un poco disgustada. Primero Mookie le estropea el vestido, y después A. J. estaba tonteando por ahí, y ella le ha dado demasiada importancia. Wade, creo que deberías llevarla a casa para que descanse bien esta noche, antes del gran día.
—Mañana no va a ser un gran día —exclamé—. No me casaría con ese traidor embustero hijo de puta ni por todo el oro del mundo.
—Cielo... —empezó mi padre.
—Lo digo en serio —dije con voz temblorosa—. No me casaría con A. J. Jernigan aunque fuese el único hombre sobre la tierra.
—Keeley, cariño. —Tenía junto a mí al propio A. J.
Entonces exploté. Vaya que si lo hice. Tal vez fuese algo químico, tal vez hormonal. No sabría decirlo.
El caso es que exploté de verdad.
Sí. Y después de eso, nada volvió a ser lo mismo.
En ese instante estaba de pie en el salón del Club de Campo Oconee Hills. Estaba sobria y era una respetable profesional de diseño interior de treinta y dos años con una trayectoria de éxito y el respeto de mi comunidad.
Al instante siguiente era una catástrofe de la naturaleza. La cabal Keeley Rae Murdock, la que distinguía el bien del mal, estaba perturbada y consternada. Pero era incapaz de contenerme.
Nuestro párroco, el padre Richard Wittish, pastor de la iglesia metodista de Madison, se apresuró a reconfortarme.
—Keeley —susurró, y su rostro amable se sonrojó, incómodo—. Tranquilízate. Vamos a otra habitación, donde estaremos tranquilos y rezaremos por la serenidad.
Pero lo que hice fue sostener el tanga rojo de Paige delante de su cara. La misma cara que me había observado desde el púlpito durante toda mi vida.
—No quiero serenidad, padre Wittish —sollocé—. Quiero matar a los cabrones de Paige Plummer y A. J. Jernigan.
—¡Keeley! —dijo GiGi, boquiabierta—. Contrólate.
Agarré la copa de mi padre y la estampé contra la pared.
—No, GiGi, contrólate tú. Y, ya que estás, controla también al traidor embustero hijo de puta de tu hijo.
Entonces entró en escena el padre de A. J., Big Drew. Era alto y de aspecto inconfundible, con cabello espeso y plateado y rostro rubicundo de comilón y bebedor. Había desaparecido poco después de que los camareros sirvieran el aperitivo; probablemente estaba fuera fumando un puro. GiGi no le dejaba fumar en casa.
—Vale ya, señorita —dijo elevando el tono de voz en el silencio del salón—. No hay necesidad de dar un espectáculo.
—¿Qué te parece este tipo de espectáculo? —pregunté, buscando a mi alrededor algo más para tirar. Y entonces lo vi. GiGi había colocado un pequeño detalle para los invitados en todas las mesas redondas de la sala. A cada uno le había dejado una caja de rapé de Limoges pintada a mano con la inscripción «Keeley y A. J.» sobre la tapa, bañada en oro de catorce quilates.
Arrastré la mano desde el centro de la mesa de mi padre, arrojando al suelo las copas de vino y la porcelana, y cogiendo seis cajas de rapé.
—¡Toma! —grité, estampando la primera caja contra el roble pulido del suelo del salón—. He aquí un espectáculo. Y aquí va otro.
Dirigí la mirada alrededor del salón buscando aprobación. Todos se habían quedado helados. Mi tía Gloria permanecía junto a la puerta, apretándose la garganta con la mano en un gesto de espanto que jamás olvidaré.
Pero no podía contenerme. Cogí las demás cajas de rapé y las lancé contra las paredes, contra las ventanas. Le arrojé una a A. J. y, cuando su madre vaciló, le arrojé otra a ella. Entonces comenzó el movimiento en la sala. Los miembros de la banda empezaron a empaquetar sus instrumentos. Los hombres fueron en busca de sus esposas, y éstas en busca de sus carteras, al parecer temiendo ser objeto del siguiente blanco, mientras los camareros recogían la cristalería y la vajilla, para salvarlas de la catástrofe.
Al final mi padre puso fin a mi furia. Se incorporó, me rodeó con sus brazos de oso y me apretó contra él.
—Keeley —susurró, acariciándome el pelo—. Ya basta, cielo. Venga. Ya pasó. No tienes por qué casarte con A. J. No tienes por qué casarte con nadie si no quieres.
La expresión de su cara casi me fulminó: preocupación. Miedo. Dolor. Pensaba que me había vuelto loca. Y así era.
—Lo siento, papá —susurré. Salí corriendo del salón, dejando atrás a los invitados que huían, a los aterrados camareros, a mi prometido y a mi ex mejor amiga.
Bajé apresuradamente las escaleras de la entrada del club de campo, pasando por delante de los aparcacoches adolescentes, que estaban arremolinados compartiendo una botella de cerveza robada. Hasta que no llegué al aparcamiento no caí en la cuenta de que no sabía adónde dirigirme.
Volví la mirada atrás. La gente salía apresurada del club de campo. Necesitaba escapar en seguida de allí, ¿pero cómo? Había ido al club con A. J. Su Z-3 rojo era fácil de localizar. Lo había aparcado en la calle delantera del recinto con la capota plegada. Me acerqué y miré el interior de cuero negro. En ese momento me di cuenta de que aún llevaba el tanga de Paige en la mano. Lo até al volante. Las llaves se balancearon con el arranque. Típico de A. J.
¿Qué hacía? ¿Me llevaba el coche? ¿Adónde? ¿Y para qué?
Tuve una idea mejor. Cogí las llaves y observé la amplia superficie de pintura roja recién encerada.
Los chicos del aparcamiento se dirigían al mismo para comenzar a retirar los coches. Tenía que actuar con rapidez. La letra me salió grande, simple y amenazante. Parecía la de un asesino en serie. Excelente. Quería que inspirase temor.
—¡Cabrón! —susurré triunfalmente, mientras leía lo que acababa de escribir con letras de diez centímetros. Me deshice del anillo de compromiso que llevaba en el dedo y lo arrojé al coche—. Cabrón.
Entonces oí a alguien toser. Miré hacia atrás. Hasta ese momento no me había percatado del coche que estaba aparcado al lado del de A. J. un gran y antiguo Cadillac amarillo canario, un modelo de época con guardabarros. Había un hombre sentado en el asiento del conductor. Estaba partido de risa.
—Carbón —dijo, sin parar de reír.
—¿Qué has dicho? —pregunté en tono malintencionado.
—Carbón —repitió—. Lo has escrito mal.
Babelia
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