La nieve rosa tiñe los bordes de la Antártida
Unas algas rojas microscópicas, culpables del fenómeno llamado “sangre de los glaciares”, proliferan gracias al calentamiento global y a su vez lo aceleran
En la Antártida hay una pequeña montaña bautizada monte Reina Sofía (275 metros), en recuerdo de la monarca consorte de España. Esta soleada mañana de febrero, en sus laderas blancas parece que ha habido una matanza. “¡Esa es la nieve rosa!”, exclama el biólogo José Ignacio García, para hacerse oír entre los graznidos de los charranes antárticos, unas aves territoriales que embisten a los intrusos. La también llamada “sangre de los glaciares” es un fenómeno llamativo, incluso hermoso, pero alarmante: unas microalgas, favorecidas por el cambio climático, proliferan sobre la nieve y la tiñen de rojo. El blanco inmaculado de la Antártida refleja casi toda la luz del Sol y la devuelve al espacio, pero la creciente superficie rosada absorbe más calor, acelerando el deshielo. El calentamiento genera más nieve rosa. Y la nieve rosa genera más calentamiento.
García se agacha a recoger una muestra, que parece un granizado de sandía. El alga que cubre por parches el monte Reina Sofía es la Sanguina nivaloides, una especie descrita por primera vez en 2019. El significado de su nombre científico en latín es ilustrativo: sangre en la nieve. Cada criatura posee una única célula, de unas 20 milésimas de milímetro, con una molécula en su interior que le da su característico color rojo: la astaxantina, formada por 40 átomos de carbono, 52 de hidrógeno y 4 de oxígeno (C₄₀H₅₂O₄). “Es el mismo pigmento que produce el color del salmón”, detalla García, de la Universidad del País Vasco. La versión sintética es el colorante E161j, empleado en cosméticos y en la industria alimentaria. En un mililitro de nieve derretida hay miles de algas.
La sangre de los glaciares no es nueva, como constató el filósofo griego Aristóteles hace más de 2.300 años en su Historia de los animales. “Incluso en sustancias que parecen menos corruptibles nacen seres vivos, como, por ejemplo, en la nieve antigua. La nieve al cabo de un cierto tiempo se vuelve roja”, señaló. El fenómeno, sin embargo, inquieta ahora a la comunidad científica, sobre todo en la Antártida. El monte Reina Sofía se alza en la remota isla Livingston, frente a la península antártica, la porción del continente más cercana al sur de América. Es una de las regiones más afectadas por el cambio climático. La temperatura mundial ha aumentado un promedio de 1,1 grados respecto a los niveles preindustriales, pero aquí el incremento ha superado los 3 grados en apenas medio siglo.

Una investigación del Instituto Antártico Chileno calculó hace cuatro años que las diminutas algas provocan el derretimiento de más de dos millones de toneladas de nieve en la península antártica cada verano austral. El autor principal, el climatólogo Raúl Cordero, advierte de que esta estimación, hecha con datos de 2018, ya está desfasada. “Esta cifra podría ser mucho más alta”, alerta en un mensaje de correo electrónico. “Aunque las algas son naturales, su proliferación desmedida no lo es”.
El biólogo José Ignacio García y su colega Beatriz Fernández encabezan un proyecto español que empieza a estudiar la nieve rosa en este rincón de la Antártida. En los últimos años, multitud de grupos científicos han dirigido su mirada a los florecimientos de algas en las regiones polares y en las zonas de alta montaña. No es solo la sangre de los glaciares, también aparece nieve de otros colores, provocados por otras algas. Un equipo de investigadores escoceses acaba de publicar sus resultados en la vecina isla antártica Robert: el 20% de la superficie analizada estaba cubierta por diferentes microalgas, con un toque púrpura oscuro generado por la especie Ancylonema nordenskioeldii.
El fenómeno es incluso visible desde el espacio. Un grupo de la Universidad de Cambridge (Reino Unido) detectó en 2019, gracias a imágenes de satélite, casi 1.700 florecimientos de algas verdes en la península antártica, ocupando un total de dos kilómetros cuadrados. La nota que envió entonces la institución británica fue contundente: “El cambio climático provocará que la costa de la Antártida se vuelva verde”. El climatólogo Raúl Cordero subraya que aquel trabajo solo localizó manchas intensas observables a simple vista. Su equipo estuvo en febrero en la base chilena Yelcho, en la península antártica, puliendo una técnica para detectar con drones concentraciones relativamente bajas de microalgas. “Creemos que su presencia es mucho más abundante”, advierte.

El equipo de la Universidad del País Vasco, completado por la bioquímica Irati Arzac y la química Enara Alday, camina hasta la cumbre del monte Reina Sofía para recoger muestras de nieve rosa e instalar un experimento con musgos. Desde la cima se intuye la dimensión de la isla Livingston, un poco más grande que Menorca y cubierta por hielos colosales. Este es un lugar legendario. Un navío de guerra español, con 644 tripulantes a bordo, desapareció en 1819 cuando navegaba por el cabo de Hornos rumbo a Perú. Algunas piezas encontradas en el siglo XIX en la costa de la isla Livingston sugieren que aquellos españoles fueron, sin quererlo, las primeras personas que pisaron la Antártida, pero no vivieron para contarlo. En las Navidades de 1986, cuatro miembros del Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC) eligieron esta isla para establecer la primera base antártica española, la Juan Carlos I, financiada por el Ministerio de Ciencia. Por eso la montaña vecina se llama Reina Sofía.
La bióloga Beatriz Fernández otea el horizonte desde la cumbre. La Antártida es más grande que Europa, explica, pero solo hay dos plantas nativas: el clavel antártico y la hierba antártica. Los hielos milenarios cubren el 98% del continente. “La Antártida es el continente más frío del planeta, pero para que la vida aquí sea difícil es incluso más importante el hecho de que es un desierto. La poca agua dulce que hay casi siempre está congelada”, argumenta Fernández. Las microalgas proliferan en las cada vez más abundantes zonas costeras con temperaturas por encima de cero durante el verano austral. El glaciólogo estadounidense Chad Greene, de la NASA, lo ha resumido con una frase rotunda: “Los bordes de la Antártida se están desmigajando como una galleta”.
Un equipo internacional de científicos hizo un llamamiento el 6 de febrero en la revista Science. Los investigadores —liderados por el biogeógrafo Luis R. Pertierra, del Museo Nacional de Ciencias Naturales, en Madrid— advirtieron de que se sabe mucho de los pingüinos y de las focas, pero muy poco del resto de la vida antártica, como las microalgas y otros microorganismos, lo que impide comprender los procesos ecológicos del continente. Los autores, entre los que figura el biólogo Antonio Quesada, responsable del Comité Polar Español, urgían a investigar estas criaturas desconocidas, capaces de desencadenar fenómenos tan inquietantes como la sangre de los glaciares.

El astrofísico Kike Díez, de la Universidad de Oviedo, ha participado en el descubrimiento de más de medio centenar de exoplanetas, mundos que orbitan otras estrellas que no son el Sol. En la Antártida, su misión es más arriesgada. Atado a los guías de alta montaña Iñaki Zuza y Josito Fernández, para evitar caerse por una grieta insondable, recorre los glaciares de la isla Livingston para medir con precisión el albedo, que es el término técnico para referirse al porcentaje de la luz del Sol que refleja una superficie.
Díez carga en su mochila con dos aparatosos radiómetros: uno mide la radiación solar que llega del cielo y el otro calcula la que rebota en el suelo. El porcentaje de luz reflejada depende del estado de la nieve y de sus impurezas, incluidas las microalgas. La sangre de los glaciares reduce un 20% el albedo, según estudios previos. La nieve verde, hasta un 40%. “Es un efecto que se va retroalimentando”, lamenta el astrofísico. “A medida que la temperatura de la Tierra va subiendo, extensiones de hielo como esta van retrocediendo. Entonces, esa capacidad que tiene la Tierra para reflejar la luz incidente va siendo menor y la temperatura va aumentando. Y estas extensiones van retrocediendo cada vez más. Es una pescadilla que se muerde la cola”, alerta.
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