Teuchitlán, ausencias y exculpaciones
Las autoridades decidieron, ante todo, tratar de demostrarnos que no eran culpables del establecimiento del campo, no habían participado en sus prácticas ni tenían un conocimiento directo de lo que ahí sucedió


Teuchitlán está poniendo en evidencia la estructura del actual Estado mexicano. De un modo de ser en el que las autoridades gubernamentales de los tres niveles de gobierno se encuentran involucradas, relacionadas o atrapadas en las redes tejidas por las delincuencias. Una manera de ser en la que los márgenes de actuación públicos están determinados o, al menos, altamente influenciados por los vínculos establecidos con distintos grupos criminales, ya sea para adquirir el poder o para mantenerse en él.
Teuchitlán ha mostrado lo insólito. Las autoridades decidieron, ante todo, tratar de demostrarnos que ellas no eran culpables del establecimiento del campo, no habían participado en sus prácticas ni tampoco tenían un conocimiento directo de lo que ahí sucedió. Ante lo que metafóricamente podemos llamar el tribunal de la República —o menos solemnemente, la opinión pública— las autoridades federales, estatales y municipales se declararon inocentes. Aquí surge la primera sorpresa. ¿Por qué razón la autoridad tiene que salir a declararse así cuando, en principio, su tarea debería consistir en encontrar a los culpables de los delitos? El trasfondo de este proceder evidencia, además de las indudables incompetencias técnicas, una posición completamente defensiva ante lo que, hasta ese momento, fue una actitud totalmente pasiva. Las declaraciones de inocencia se hacen para tratar de demostrar que, por una parte, no se participó en los hechos y que, por otra, no se sabía lo que ahí se realizaba.
Este último aspecto ha dado lugar a la segunda parte de la estrategia defensiva que, al igual que la anterior, muestra la profunda fractura en las relaciones institucionales de nuestro ya de por sí desvencijado sistema federal. Después de las declaraciones de inocencia propia, las autoridades de cada nivel de gobierno decidieron imputar la responsabilidad de lo acontecido a las de otros niveles de gobierno. Asistimos al triste e infantil espectáculo de ver cómo unas autoridades, además de decirse inocentes, responsabilizaban a otras de lo sucedido. Es patético ver cómo se tienen que aceptar los hechos que en principio y por diversos motivos son responsabilidad de todos y, simultáneamente, ver cómo es que las responsabilidades tratan de ser asignadas a los demás. Teuchitlán ha demostrado, una vez más y sin ambages, la nula colaboración entre autoridades que, por definición constitucional, debieran cooperar para la resolución y castigo de los delitos ahí cometidos.
Teuchitlán ha evidenciado que la acción pública, realizada en la forma de exculpaciones propias e imputaciones ajenas, no guarda relación con los ámbitos delictivos, sino exclusivamente con los políticos. Como hemos visto a lo largo de ya varios días, de lo que se trata es intentar demostrar inocencia o, en todo caso, cómodos desconocimientos y, de pasada, asignar a otros la responsabilidad o al menos el conocimiento de los hechos.
Supongo que, mientras las autoridades ejecutan su juego de las inocencias propias y de las culpas ajenas, los perpetradores de los delitos federales y locales cometidos en Teuchitlán deben estar tranquilos y hasta agradecidos. Como una especie de batalla en el Olimpo, los dioses disputan entre sí sus poderes y sus responsabilidades, mientras que los ordinarios delincuentes continúan en sus quehaceres criminales sin que nadie se ocupe de ellos.
Lo que ocurrió en Teuchitlán parece haber perdido relevancia. Si ahí se llevaron jóvenes secuestrados o engañados, no parece ser ya relevante. Si esos jóvenes fueron entrenados para combatir en la lucha entre los cárteles, ha dejado de tener importancia. Si esos jóvenes fueron asesinados y cremados, tampoco parece tener significado. Si todos estos actos fueron cometidos por uno de los grandes cárteles, una de sus ramificaciones o un grupo ajeno a ellos, no parece importarle a nadie, como tampoco lo es el saber el nivel de involucramiento de las fuerzas de seguridad federales o estatales.
A estas alturas lo único que a las autoridades federales y locales parece importarles es la exculpación propia y la culpabilización ajena. El que, con independencia de carpetas de investigación y procesos judiciales, la opinión pública termine por convencerse de que los federales hicieron lo que tenían que hacer y que todo lo acontecido hay que imputarlo a los locales o, en sentido contrario, que estos últimos efectivamente son los buenos y aquellos, en consecuencia, los malos.
En el infantil juego de declararse inocente ante el descubrimiento de la falta, los delincuentes, insisto, pueden estar tranquilos. La política del espectáculo ha ocupado la totalidad de la acción pública. Lo único que importa es salir airoso en la puesta en escena. Convencer a los espectadores de la veracidad del papel que se está representando y nada más. Para lograrlo se han ajustado las coreografías, se han pintado y retocado los telones y las escenografías, y se ha pagado a la claque que, en la forma de cartones, comentarios y redes tratan de convencernos de la realidad del performance.
Teuchitlán va en camino a convertirse en un “no lugar”. En un conjunto de hechos trágicos que no podrán ser sometidos ni mucho menos resueltos en las instancias jurídicas. Las exculpaciones propias y las imputaciones a los ajenos deterioraron ya las bases de la investigación básica. La sobreposición de discursos y narrativas para transferir a otros lo que es propio descolocó el espacio y el tiempo criminales. Los traslados de las culpas desvanecieron a los responsables. La higienización del campo de desapariciones hizo lo propio con las evidencias.
La más baja y pobre política se apoderó de un todo que siempre debió ser visto y entendido como jurídico, pues solo así pudieron satisfacerse las condiciones y los requerimientos sociales que, en nuestra endeble democracia, debían producir efectos de responsabilidad, castigo y reparación. Al haberse preferido la logomaquia del poder para el poder, nada de eso se logrará. Teuchitlán se irá disolviendo en una cadena de acusaciones recíprocas e ineficiencias jurídicas. Por el modo en que ha querido enfrentarse tan grave asunto, tristemente terminará siendo uno más de los hechos de anual memoria y conmemoración de los que, también tristemente, se imponen y se celebran desde el poder.
@JRCossio
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