Las masacres en la prehistoria, de la violencia a la guerra
Los estudios de paleogenética y la arqueología determinan cada vez con mayor precisión la aparición de los conflictos en las sociedades antiguas
Las huellas de la violencia pueden sobrevivir el paso de los siglos, incluso de los milenios. Por este motivo, la arqueología ha cerrado el viejo debate entre Thomas Hobbes (“El hombre es un lobo para el hombre”) y Jean-Jacques Rousseau (“El buen salvaje”) a favor del filósofo inglés: todas las pruebas indican que la brutalidad es tan antigua como la humanidad. Sin embargo, en los últimos tiempos, nuevas excavaciones e investigaciones de ADN pueden perfilar un retrato más preciso del momento en que empezó la violencia organizada y se creó la institución más desgraciada de la humanidad: la guerra.
Las matanzas se pierden en la lejanía del Paleolítico, pero la brutalidad aceptada socialmente y articulada en un conflicto es mucho más reciente. “La cuestión básica es qué entendemos por guerra”, señala la investigadora francesa Anne Lehoërff, profesora en la Universidad Cergy de París, experta en protohistoria europea y autora del ensayo Par les armes, le jour où l’homme inventa la guerre (París, Belin 2018). “La guerra y la violencia no son lo mismo. La violencia se basa en la naturaleza de la acción en sí, el hecho de dañar a alguien, querer herirlo o matarlo. La guerra es una organización más compleja de la violencia, llevada a cabo por la sociedad que la integra en sus modos de funcionamiento. En las evidencias arqueológicas conocidas, hay indudablemente pruebas de violencia temprana, incluso en el Paleolítico y, especialmente, en el Neolítico. Sin embargo, la noción de guerra como componente de la sociedad solo se establece claramente en el período siguiente, la Edad del Bronce para Europa”, que comenzó hace unos cinco o cuatro milenios.
Un elemento, relativamente nuevo en la inmensidad de la prehistoria, indica sin lugar a dudas que ya existían guerreros y conflictos: la espada, que aparece en Europa hace unos 3.700 años. “La espada marca un punto de inflexión”, sostiene Lehoërff. “Solo puede ser de metal, tiene importantes consecuencias en la forma de luchar, ya que acerca a los atacantes. Es una novedad, un arma que solo puede servir para este fin. La espada representa una ruptura que nos permite intuir que es un hito clave en el nacimiento de la guerra en sentido pleno”.
Sin embargo, las fronteras entre un fenómeno y otro no siempre están claras, sobre todo, porque los indicios más antiguos de violencia se remontan a los confines de nuestra especie. Como explica el paleoantropólogo José María Bermúdez de Castro, codirector de Atapuerca que acaba de publicar el ensayo Dioses y mendigos (Crítica): “En el nivel TD6 del yacimiento de La Gran Dolina encontramos evidencias de canibalismo. No cabe duda de que el canibalismo implica violencia entre los miembros de una misma especie. Hasta donde sabemos, este es el acto de canibalismo más antiguo conocido en la historia de la evolución humana, hace unos 850.000 años”.
Pero una cosa son los actos de violencia, que en este caso pueden tener fines alimenticios o rituales por muy desagradables que puedan parecer para un paladar contemporáneo (las calorías no eran algo que se desperdiciase en la prehistoria), y otra las masacres: el asesinato en masa de un grupo de individuos por otro grupo. Hasta hace poco se pensaba que este tipo de actos no aparecieron hasta el Neolítico, la revolución a través de la que la humanidad inventó hace más de 10.000 años la agricultura y la ganadería y, por lo tanto, las sociedades organizadas. Sin embargo, como ha ocurrido tantas veces al estudiar la prehistoria, dos yacimientos desbarataron las teorías anteriores.
Los restos de las masacres de Jebel Sahaba, el llamado Cementerio 117, en el actual Sudán, y de Nataruk, en Kenia, revelan asesinatos en masa hace 13.000 y 10.000 años respectivamente. Las víctimas vivían en sociedades de cazadores recolectores. Son, hasta el momento, los restos de violencia organizada más antiguos descubiertos, analizados hace apenas un lustro. Pero tampoco se trata de batallas, puesto que los muertos son hombres, mujeres y niños. Desde entonces, han sido investigados muchos escenarios de masacres milenarias, ya en sociedades agrícolas. La víctima más famosa de violencia prehistórica es Ötzi, el hombre de hielo, la momia descubierta en los Alpes que murió abatido a flechazos hace 5.000 años. Dibujos rupestres neolíticos en la cueva del Civil, en Castellón, muestran lo que parece un combate entre arqueros.
El último yacimiento analizado, cuyos resultados fueron publicados en marzo, se encuentra en Potočani, la actual Croacia, y alberga 41 cadáveres masacrados hace 6.200 años. El ADN permitió demostrar que la mayoría de ellos no guardaban parentesco entre sí, aunque su ascendencia genética era común. Otra investigación genética reciente, en Koszyce, sur de Polonia, reveló dos detalles sobre una matanza de hace 5.000 años, durante la que fueron asesinadas 15 personas. Quién los enterró lo hizo con sumo cuidado, ya que los hermanos, así como las madres y sus hijos, fueron sepultados juntos. Además, el ADN determinó que pertenecían a un grupo humano diferente al de sus vecinos. ¿Pudo tratarse de un enfrentamiento con pueblos invasores y que fuesen enterrados por los supervivientes del ataque?
Estos resultados representan solo el principio de la revolución que la paleogenética puede traer al estudio de la violencia, que hasta ahora se ha utilizado de forma muy limitada. “La genética permite investigar cuáles pudieron ser las razones de una matanza”, explica Iñigo Olalde, investigador español que trabajó tres años en Harvard con el equipo de David Reich, el más vanguardista del mundo en este terreno, y que forma parte del Instituto de Biología Evolutiva de Barcelona con una beca de la Caixa. Olalde, que es uno de los firmantes del estudio de Potočani, prosigue: “En la investigación en la que participé, la gran mayoría no tenía un parentesco cercano: un grupo llegó a un poblado y mató indiscriminadamente a los que se encontró. No era violencia dirigida a un grupo familiar. Además del estudio de los traumas, de la cultura material, de la antropología, el ADN permite obtener más datos. Aunque se trata de técnicas muy recientes y se han estudiado muy pocos yacimientos”.
Las masacres, que no son lo mismo que una guerra, revelan enfrentamientos por el territorio, por los recursos, fruto de la presión demográfica, por las mujeres, por rencillas familiares, por la aparición de nuevos grupos humanos en grandes migraciones; pero todavía no hay indicios que apunten a la presencia de una casta neolítica de guerreros. La paleogenética puede ayudar a trazar con más precisión esa escurridiza frontera de la brutalidad humana.
“Está claro que la violencia formaba parte de la vida neolítica y que a veces se atacaban pueblos enteros y se mataba a sus habitantes”, sostiene Christian Meyer director de OsteoARC, el centro de investigación de osteoarqueología de Alemania, que ha trabajado en diferentes yacimientos con restos de violencia. “Los humanos son humanos donde quiera o cuando quiera que hayan vivido. Pero tampoco debemos olvidar que lo contrario a estos comportamientos ‘negativos’ también ocurría. Se conocen muchos más casos de comportamientos ‘positivos’, personas que trabajan juntas, construyen juntas, viven juntas, entierran a sus muertos, comercian en paz con otras personas. La construcción de alianzas y redes sociales son los verdaderos cimientos de las sociedades, mientras que la violencia, la guerra y la muerte son un desafortunado efecto secundario”.
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