Las generaciones (y los vinos) del golpe
Las consecuencias de estas conmemoraciones serán importantes en las derechas y las izquierdas, y al interior de ellas. Pero también lo serán en escalas insospechadas, económicas y culturales que reflejan la profundidad de las divisiones en torno al 11 de septiembre
Hoy concluyen las conmemoraciones de los 50 años del golpe de Estado en Chile. Hace exactamente medio siglo, era derribada por la fuerza de las armas una de las democracias más estables de América Latina, con huellas duraderas para las generaciones venideras. El balance de las conmemoraciones es amargo, y nada bueno nos dice acerca de la buena salud de la democracia chilena.
¿En qué consistieron estas conmemoraciones? En primer lugar, en intentos fallidos para conmemorar juntos en algún sentido (por ejemplo, los 13 minutos entre los cuatro presidentes uruguayos conmemorando su propio golpe), entre las generaciones de víctimas y sus herederas, o con las generaciones más jóvenes de la derecha cuya filiación política es con el mundo del golpismo y de los perpetradores, pero que muchos de ellos tienen un juicio crítico con la dictadura. Fue imposible encontrar un espacio común: no para concordar en las causas del golpe, sino para constatar en conjunto el dolor de quienes perdieron a familiares en el marco de masivas violaciones a los derechos humanos, sin necesidad de elementos de contexto, y a partir de allí converger en un genuino nunca más entre todos.
En segundo lugar, en formas ofensivas de mirar el pasado e ignorar la pregunta por el día después de las conmemoraciones: desde acusaciones a diestra y siniestra de negacionismo sin mucho control lógico sobre la noción hasta formas auténticamente negacionistas que fueron proferidas por un puñado de diputados de extrema derecha (como Gloria Navellan, quien calificó la violencia sexual hacia las mujeres en dictadura como una “leyenda urbana”.
En tercer lugar, en la imposibilidad de formularse la pregunta por el porvenir: ¿en qué pudo haber consistido la recepción popular, de los chilenos de a pie, a las diatribas políticas y parlamentarias en las que unos y otros, derechas e izquierdas políticas, se enfrentaban apasionadamente por el significado del 11 de septiembre de 1973, una fecha que pasó de ser una fiesta y hasta un carnaval en los años oscuros de 1974-1977 a conmemoraciones cargadas de dolor en los años posteriores, para desembocar en progresiones cada vez más consensuales de la memoria protagonizadas por el presidente Ricardo Lagos (con la apertura de la puerta de Morandé 80 en 2003) y por el presidente Sebastián Piñera en 2013 (con la acusación dirigida a los “cómplices pasivos”, civiles, de la dictadura que miraron para el techo y tal vez rezaron un ave María para exculpar su cobardía)? ¿Cuál es la naturaleza de la experiencia del golpe y sus representaciones cuando la inmensa mayoría de los chilenos no lo vivió directamente?
Todas estas preguntas son de difícil respuesta, y no son halagüeñas para los actores políticos de la democracia, en quienes ya se perciben confianzas sumamente lesionadas, tanto entre izquierdas y derechas como entre distintos grupos de herederos de la fecha, así como al interior de cada comunidad memorial en la que se aprecian trizaduras importantes.
Un ejemplo de trizadura lo entrega la propia familia militar. Hace un par de semanas, el excomandante en jefe del Ejército Ricardo Martínez Menanteau publicó su libro Un ejército de todos, en el que sostiene que “los detenidos desaparecidos constituyen el mayor agravio al ethos militar”. Pues bien, un juicio tan elemental fue retrucado en público (con ocasión del lanzamiento del libro) por el exteniente coronel Jaime Ojeda Torrent (procesado ni más ni menos por la muerte de 15 personas en el caso Caravana de la muerte, cuya defensa personal dirigida a sus nietos es patética, acusando al excomandante en jefe de traición). La trizadura al interior de la familia militar se asemeja cada vez más a una grieta cuando se sabe que el excomandante en jefe del Ejército fue agredido, verbal y físicamente por otro militar en retiro, caminando junto a su esposa por Avenida Apoquindo.
Bajo formas y lógicas completamente distintas, es también la comunidad de izquierdas la que se dividió al momento de participar en la declaración sobre los “cómplices civiles” liderada por el Partido Comunista y el Frente Amplio, a la que no concurrió el Partido Socialista. ¿La razón? Evidentemente no porque no haya habido cómplices civiles en dictadura (el propio Piñera ya había abierto la puerta para denunciarlos de modo genérico), sino porque acusarlos con nombre y apellido (totalmente aceptable desde un punto de vista histórico y moral) lesionaría gravemente las relaciones políticas entre gobierno y oposición a partir del 12 de septiembre, una fecha que marca el retorno al país normal y a las correlaciones de fuerza que son hostiles para emprender reformas, a sabiendas que el presidente Gabriel Boric no dispone de mayorías en ninguna de las dos cámaras.
Es aquí en donde emerge otra fuente de disputa al interior de las izquierdas, mucho más profunda de lo que parece. Los diputados del Frente Amplio han extremado, junto a los comunistas, la crítica a la derecha por complicidad golpista y represiva desbordando en radicalidad memorial e irresponsabilidad política a los socialistas.
En efecto, no cegar en nada en materia de memoria es comprensible desde el punto de vista comunista y socialista, cuya militancia sufrió dura y humanamente la represión de la dictadura. ¿Pero el Frente Amplio, cuyos dirigentes y cuadros parlamentarios no estuvieron ni cerca de nacer en el perímetro del golpe? Hay allí una forma de aprovechamiento de un mal ajeno que no se entiende bien y cae mal (¿es un complejo ante las dos viejas izquierdas por no haber padecido lo indecible? ¿un berrinche a nombre de nadie sabe qué?), y que daña seriamente las confianzas con los socialistas: en efecto, el Partido Socialista, al ser el hegemonon del Gobierno, retrocedió rápidamente en el ejercicio de interpelar a los civiles de derecha de la dictadura (conocidos por todos desde siempre, acusados desde hace años por socialistas y comunistas) con el fin de no debilitar la capacidad gubernamental de negociar reformas con las derechas. Este episodio muestra no solo las divisiones de las izquierdas sobre las formas y límites de lo que rememorar el golpe quiere decir, pero también sobre el día de después de las conmemoraciones del golpe, ese estado del mundo que se zafará inevitablemente del ciclo de conmemoraciones, pero que quedará lesionado por el cúmulo de reproches mutuos en los que, ciertamente, no todos los reproches pesan lo mismo teniendo en cuenta los efectos del golpe.
Las consecuencias de estas conmemoraciones serán importantes en las derechas y las izquierdas, y al interior de ellas. Pero también lo serán en escalas insospechadas, económicas y culturales que reflejan la profundidad de las divisiones en torno al 11 de septiembre. Desde hace años se viene observando una fractura vinícola cuando mucho antes de estos 50 años se celebraba al capitán general Augusto Pinochet (lo que nos habla del fascismo indómito de una parte de este gremio, a lo menos desde 1996. Pero en los 50 años del golpe la división es completa. Por primera vez asistimos a una cosecha Presidente con los lentes de Allende, un vino enfrentado a la cosecha Liberación Nacional, en donde una de sus etiquetas exhibe la imagen de la primera junta militar golpista
Todo esto puede sonar pueril. Pero entre vinos y generaciones lo que se trasluce no es solo una pugna sobre una fecha, sino también orgullos e identificaciones que traen consecuencias: no por sí mismas, sino por la historia de las que son portadoras.
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