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Política chilena
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

50 años: la conmemoración impensada

Bien podría ser que el silencio que rodeó a esta primera estación previa al golpe de Estado de 1973, ‘el tanquetazo’, sea la prefiguración de un aniversario ya no marcado por la alegría ni por la emoción, sino por una masiva indiferencia

Carlos Prats habla con Salvador Allende durante 'el tanquetazo', el 29 de junio de 1973.
Carlos Prats habla con Salvador Allende durante 'el tanquetazo', el 29 de junio de 1973.AP

Este año, Chile conmemora 50 años del golpe de Estado que acabó con la democracia y puso fin a un original experimento de transformación revolucionaria por la vía legal (la Unidad Popular liderada por el presidente Salvador Allende). Una fecha relevante cuya conmemoración ya se inició rememorando varias estaciones intermedias, como el intento de golpe de Estado un 29 de junio de 1973 (el tanquetazo) que fue abortado por el Ejército, con el general Carlos Prats a la cabeza (para entonces comandante en jefe de esa rama castrense) secundado por quien lo reemplazaría semanas después, el general Augusto Pinochet. El tanquetazo fue un dramático episodio, un verdadero preludio de lo que sería el 11 de septiembre de 1973.

Desde el retorno a la democracia en 1990, la conmemoración del golpe de Estado de 1973 gozaba de una poderosa energía memorial, especialmente por la izquierda y la oposición democratacristiana a la dictadura, lo que se observó con especial claridad en 2003 y 2013. Pues bien, este año 2023 es diferente, ya que se observa una energía conmemorativa declinante, por ejemplo, al recordar el tanquetazo, un suceso que, a diferencia de otros años, dejó muy indiferentes a los chilenos (pese a haber arrojado 22 muertos y decenas de heridos), en el que sobresale la muerte del camarógrafo argentino Leonardo Henrichsen, quien filmó su propio asesinato. Bien podría ser que el silencio que rodeó a esta primera estación previa al golpe (la próxima es el asesinato del edecán naval del presidente Salvador Allende, capitán Arturo Araya, el 27 de julio de 1973) sea la prefiguración de un aniversario del golpe ya no marcado por la alegría ni por la emoción, sino por una masiva indiferencia. En 2007 publiqué un libro sobre la historia del 11 de septiembre entendido como fecha en la que se aglutinaban los sucesos de la última catástrofe de Chile: en ese libro mostraba de qué manera el 11 pudo ser vivido por muchos chilenos como una fiesta (entre 1974 y 1977), para en seguida desembocar lentamente en una fecha triste. Es probable que nos encontremos en presencia de una nueva mutación de la fecha, en gran medida explicable por el cambio demográfico de quienes son receptores de su conmemoración.

Qué lejos estamos, en este año 2023, de aquellas conmemoraciones en las que dominaba el dolor de quienes fueron masacrados o el orgullo del deber cumplido por quienes resultaron vencedores de una guerra que no fue, en el marco de verdaderas batallas conmemorativas sin mediar violencia: tan solo luchas en torno a rituales, símbolos e interpretaciones de la historia.

Hace un puñado de días, estalló una extraña polémica sobre lo que conmemorar quiere decir a medio siglo del golpe, a partir de opiniones emitidas por Patricio Fernández (un connotado periodista y ensayista encargado por el presidente Gabriel Boric de enmarcar las conmemoraciones de los 50 años en una clave transversal), en un podcast conducido por el sociólogo Manuel Antonio Garretón. La controversia, desmedida por sus efectos en redes sociales, provocó duras reacciones del Partido Comunista y la Agrupación de Familiares de Detenidos Desaparecidos, en donde lo controversial (en una interpretación libre de lo que significa una controversia) se refiere, en un lenguaje poco preciso dado su origen verbal emanado de una conversación, a la necesidad de “acordar [qué] sucesos posteriores a ese golpe son inaceptables en cualquier pacto civilizatorio”. A decir verdad, estas palabras de Fernández no tienen nada de controversial, ni aun menos de chocantes. El propio presidente Boric sostuvo que “se habla mucho de la Unidad Popular y yo creo que es un período a revisar”.

La pregunta es por qué las palabras de Fernández (y junto a él, del propio presidente) pudieron generar reacciones exageradas y desmedidamente agraviadas. No tengo dudas que en el origen de la controversia se encuentran las tres coordenadas conmemorativas que el Gobierno busca promover: memoria, democracia, futuro. Estas tres coordenadas son correctas ante los ojos de quienes no vivieron el golpe (el 80% de la población), a quienes no se les puede pedir ni memoria ni emoción: según la encuesta MORI publicada hace algunas semanas, el 41% de los jóvenes chilenos declara saber poco o nada de la dictadura militar de Pinochet. Pues bien, por lo mismo, estas tres coordenadas carecen de fuerza emocional para quienes sí vivieron el golpe y sus secuelas (cuyas opiniones tienen eco en la opinión pública), lo que explica la escalada de una parte de la izquierda en la crítica. Si a esto agregamos que la polémica se inscribe en un momento revisionista en el que se intenta rehabilitar tanto el sentido liberador del golpe como a quien fuese dictador, entonces se encuentran instaladas las condiciones perfectas para una tormenta (la que aun está lejos de transformarse en una tormenta perfecta).

Durante 30 años, la conmemoración del 11 de septiembre gozó de completa unanimidad en la izquierda, especialmente en dos de sus tres secuencias: sobre lo que ocurrió el día del golpe y sobre las consecuencias nefastas que le siguieron. Con las coordenadas consensuales que están operando en 2023, se abre un debate intolerable para una parte de la izquierda sobre la primera secuencia, aquella que tiene que ver con la naturaleza del proyecto de cambio social de la Unidad Popular y su contribución al quiebre institucional. El trecho, entonces, se vuelve mucho más corto para reivindicar públicamente el golpe como solución a una crisis de enormes proporciones y, en menor medida, para emprender el camino de la rehabilitación de la dictadura y el dictador, relativizando las masivas violaciones a los derechos humanos que tuvieron lugar entre 1973 y 1990. No hay nada reprochable, ni menos repudiable en las palabras de Patricio Fernández: tan solo una cierta inocencia sobre los efectos inclementes de conmemorar en clave consensual una fecha tan difícil sin la complicidad activa de una derecha hegemonizada, hoy, por Republicanos, una fuerza que ejerce sin piedad su derecho a juzgar los 50 años en la más completa indiferencia por quienes sufrieron lo indecible.

Chile no está lejos, está a años luz de la posibilidad de conmemorar un quiebre institucional y sus consecuencias entre izquierdas y derechas juntas, como sí lo logró Uruguay hace pocos días.

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