Un momento revisionista en Chile
A 50 años de ocurrido el golpe de Estado de Pinochet contra Allende, impresiona que haya podido eclosionar el revisionismo. ¿En qué formas? En muchas formas
Un espectro recorre Chile: el olvido. Pero un olvido que no es sinónimo de amnesia, de desaparición de los recuerdos originados en tiempos difíciles. Este espectro toma la forma de una reconstrucción del pasado reciente para, en seguida, olvidar no tanto las circunstancias del golpe de Estado de 1973, sino reprimir el trauma de las aberraciones ejercidas sobre miles de cuerpos que tuvieron lugar durante 17 años bajo la dictadura de Augusto Pinochet. A partir de los años 2000, se impuso en Chile un profundo consenso social sobre el carácter ignominioso de las violaciones a los derechos humanos que tuvieron lugar entre 1973 y 1990, lo que se tradujo en la universalización de la figura de Pinochet como la perfecta encarnación del mal.
De esta universalización nos habla el importante análisis del historiador Manuel Gárate sobre un impresionante corpus de caricaturas referidas a Pinochet que fueron publicadas en diversos medios de prensa escrita en el extranjero, en diversos continentes y en un sinnúmero de idiomas, Gárate muestra, en este y otros trabajos, cómo la desastrosa representación externa de la dictadura y de Pinochet se mundializó, sin mediar conspiraciones ni paranoias, la que tendió a coincidir con la representación local del dictador, al punto de hacer de él alguien im-presentable e innombrable en el espacio público. Es solo con el paso del tiempo y la consolidación de esta representación que se hizo posible que Pinochet, la dictadura y su personal político civil fuesen transformados en objetos de estudio en la academia chilena, de lo cual es un buen ejemplo el libro editado en 2018 por Mauro Basaure y Francisco Estévez, ¿Fue (in) evitable el golpe?
Pues bien, en el último año se ha abierto paso un momento revisionista, de esas oportunidades históricas en las que deja de ser imposible reinterpretar el pasado para intervenir en el presente. Razones para que eso haya ocurrido no faltan: desde la aplastante derrota de la propuesta de nueva Constitución elogiada tan solo por una fracción de las izquierdas (en el plebiscito del 4 de septiembre de 2022) hasta la victoria arrolladora de una nueva derecha radical (Partido Republicano) el 7 de mayo recién pasado (alcanzando el 35% de los votos). La paradoja es que esta oportunidad revisionista se da apenas un año y medio después del triunfo en la elección presidencial de Gabriel Boric y con la restitución del voto obligatorio que, a todas luces, ha permitido que irrumpa un Chile sumergido y acallado tras una década de imperio del voto voluntario. A 50 años de ocurrido el golpe de Estado, impresiona que haya podido eclosionar el revisionismo.
¿En qué formas?
En muchas formas. Tras la elección de los consejeros constitucionales encargados de redactar la nueva Constitución, quien resultó ser el más votado de Chile fue Luis Silva Irarrázaval (con más de 700.000 sufragios, en lista del Partido Republicano), quien pudo permitirse declarar que Pinochet “fue un estadista” por haber sabido “conducir el Estado, que supo rearmar un Estado que estaba hecho trizas”. ¿Cómo armonizar este juicio tan favorable sobre Pinochet con las violaciones a los derechos humanos que ocurrieron bajo su gobierno? Pues bien, “en su tiempo a cargo del Gobierno ocurrieron cosas que él no podía no conocer, que habría justificado y son atroces”. Dicho de otro modo, para el dictador que declaró muchas veces que “en este país no se mueve una sola hoja sin que yo lo sepa”, el argumento ya no es “no lo supo” o “no pudo saberlo”, sino que a sabiendas de lo que estaba ocurriendo (lo que permite fácilmente concluir que los detenidos desaparecidos y las ejecuciones respondieron a sus instrucciones), se relativiza ese aspecto (“eso mancha lo que hizo por el país”), sin resentir ninguna necesidad de eximirlo de responsabilidad ante tamaña tragedia y exterminio.
De modo igualmente espectacular, la toma de posición de la secretaria general de la Unión Demócrata Independiente (UDI) María José Hoffmann es elocuente: las aberraciones del gobierno de Salvador Allende son “equiparables” a las que tuvieron lugar en dictadura. Si bien todos quienes son hijos de protagonistas primarios o secundarios de la catástrofe de aquella época pueden resentir la necesidad de reivindicar la vida propia o heredada (Hoffmann es hija de militar), esa lealtad con el pasado no puede pagarse al precio fuerte de amalgamar (en palabras de ella: barbaridades con barbaridades) errores con horrores. Las palabras de Hoffmann son tan genuinas que solo se explican por el ambiente revisionista en el que se encuentra Chile. Hace tan solo un par de años atrás, sus palabras hubiesen sido no solo repudiadas, sino que habrían originado un escándalo de proporciones. Hoy no: hubo reacciones escandalizadas a sus palabras, pero escándalo no hubo.
En 2013, se cumplieron 40 años desde el golpe de Estado, a una distancia simétrica de los 40 años del fin de la segunda guerra mundial en Francia en 1985: pude presenciar en el lugar de los hechos ambos acontecimientos, y la energía que emanaba de las conmemoraciones en Chile era incomparablemente más poderosa que la letanía y algo de aburrimiento que se vivía en Francia. Pues bien, a 50 años de ambos hechos, la energía memorial del golpe chileno sigue siendo superior a la energía de la memoria de los franceses de su propia tragedia a igual distancia temporal. Una diferencia relevante es que, a medio siglo del golpe de Estado, ya no se observa la misma vergüenza en reivindicar a Pinochet o en relativizar su figura mediante equivalencias sin sentido con el gobierno de la Unidad Popular de Salvador Allende. Cerca de un tercio de los chilenos apoya la dictadura de Pinochet, un fenómeno curioso ya que, tras 50 años del golpe, una inmensa mayoría de los chilenos no vivió ese periodo.
Norbert Elias lo mostró magníficamente: el pudor responde a procesos de civilización, los que no son siempre lineales. Pues bien: el caso chileno muestra bien cómo un proceso de-civilizatorio puede tener lugar. Se replicará que, tras la crítica universal a Pinochet, lo que está siendo enjuiciado es una forma de historia oficial. Es importante ser rigurosos: esta ofensiva revisionista es contra la representación por décadas dominante de lo que fue Pinochet y su dictadura, y no contra una escritura de la historia que buscaba oficializar lo que fue el mal. Lo feroz es que el mal que pudo Pinochet encarnar, hoy pueda ser relativizado: tras el argumento de entender el mal, el significado vital de las violaciones a los derechos humanos pueda ser retraducido como necesario, inevitable, para unos pocos como deseables, o definitivamente como insuficientes para adherir a un consenso supuestamente universal según el cual exterminar es algo inolvidable.
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