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Morir de tristeza

En ‘Los nombres de Feliza’, el premiado escritor colombiano Juan Gabriel Vásquez vuelve sobre algunas notas características de su narrativa y entrega un retrato que intenta escrutar una vida múltiple

Los nombres de Feliza, de Juan Gabriel Vásquez
Juan Gabriel Vásquez durante la Bienal de Novela Mario Vargas Llosa en Guadalajara, México, en septiembre de 2021.Leonardo Alvarez Hernandez (Getty Images)

A comienzos de 1982, a poco de haberse instalado en París tras exiliarse de su país natal, la artista colombiana Feliza Bursztyn falleció de manera fulminante en un restorán del barrio de Montparnasse. No había cumplido todavía los 50 años, pero su vida alcanzó a estar repleta de belleza y dolor: estudió escultura con los mejores maestros, vivió en Nueva York y París, sufrió las muertes prematuras de amantes y amigas, cultivó un arte único, se casó dos veces y tuvo muy joven tres hijas que hicieron su vida en Estados Unidos. En medio de una sociedad que se resistía a su personalidad rebelde, y contraria a todo convencionalismo, Bursztyn nunca se rindió ante nada. En Los nombres de Feliza, el premiado escritor colombiano Juan Gabriel Vásquez vuelve sobre algunas notas características de su narrativa —el cruce entre realidad y ficción, el peso de la política en el arte durante la segunda mitad del siglo XX, las tragedias y oportunidades que trae el azar— y nos entrega un retrato que intenta escrutar una vida múltiple; o, más bien, nos muestra las distintas caras de una mujer que se fue demasiado pronto, pero que dejó, a pesar de todo, un legado perdurable.

Feliza Bursztyn fue hija de una familia judía que por casualidad se encontraba en Colombia cuando Hitler asumió el poder. Deciden radicarse allí y formar parte de una comunidad hebrea en la que participaron con entusiasmo y a la que Jacobo, el padre de Feliza, ayudó con generosidad. La situación familiar es confortable, pero el país está hundido en la inestabilidad política: son los años más duros de La Violencia —el asesinato de Jorge Eliécer Gaitán, las protestas callejeras—, por lo que sus padres deciden enviar a Feliza a educarse a Nueva York. Allí comienza sus estudios de escultura y conoce a Larry Fleischer, su primer marido, que pronto se convertirá en el padre de sus tres hijas. El retorno a Colombia significó el reencuentro con el mundo cultural bogotano, y la protagonista busca allí el modo de dedicarle más tiempo y esfuerzos a su arte. Los crecientes desencuentros con Larry —por las reuniones bohemias y el descuido de lo doméstico— malogran su matrimonio, y todo desemboca en el escándalo de una relación extramatrimonial y en la huida de su esposo, con sus hijas, a Estados Unidos. Y como si eso no fuera suficiente, las reacciones de la comunidad judía bogotana hacen que su familia, ritual incluido, la consideren muerta para ellos.

La segunda parte de su biografía está marcada por intentar reconstruir esa vida en ruinas y por la búsqueda de una expresión propia. Acompañada de Jorge Gaitán, el poeta por el que dejó a su marido, viaja a París para tomar distancia de esa sociedad escandalizada. En Francia continúa sus estudios, trabajando en lo que será su sello característico: el uso de metales reciclados, partes de trastos viejos que, en sus manos, adquirían contornos sugerentes y móviles que provocaban, desconcertaban y despertaban preguntas. Acompañada por sus maestros parisinos —Zadkine, Giacometti, Baldaccini— se atreve a explorar en una escultura que no seguía los patrones clásicos ni en sus formas ni en sus materiales, y acomete la tarea de crear una obra original. El nuevo retorno a Bogotá la hace participar de la escena local, particularmente de la mano de su amiga Marta Traba, una crítica argentina que pugnará por hacerle un espacio al arte moderno en una Colombia demasiado tradicional. Sin embargo, las airadas respuestas de sus enemigos la hacen tener poca esperanza: “esto es barbarie”, le dice a Feliza en un momento. “Aquí no hay ideas, no hay debate: hay violencia, violencia pura, violencia en todas partes. Y ganaron los violentos”.

En su novela, Vásquez dibuja muy bien la rebeldía que siempre caracterizó a Bursztyn. Lo fue al dejar un matrimonio infeliz; lo era también al responder entrevistas con desparpajo y sin frases hechas, lo que desconcertaba a los periodistas que simplemente querían conversar con ella. Pero la cultivó, sobre todo, al crear ese arte provocador, al que el erotismo se le colaba en sus formas insólitas, y al cual los muros de los museos se mostraban incapaces de contener por su carácter punzante, incómodo y reflexivo, no siempre comprensible para todos.

El punto de partida de esta novela es una aseveración de Gabriel García Márquez, buen amigo de la escultora que la acompañaba la noche de su deceso, y quien escribió en una columna que Feliza había muerto de tristeza. ¿Cómo puede alguien morir de tristeza, se pregunta Vásquez? ¿Cómo alguien tan vital, de carcajadas escandalosas y ánimo siempre apabullante, puede fallecer de manera tan repentina? Y ahí, Vásquez va desgranando sus grandes tragedias, entrecruzando los hechos de la realidad con la imaginación novelesca: su desarraigo por el exilio, su familia desmembrada, sus pérdidas demasiado tempranas. Al morir, Feliza estaba cansada, en especial por haber sido expulsada por considerarse, sin evidencias, como cómplice del terrorismo.

Los nombres de Feliza es una novela correcta, en la que la narración avanza sin tregua hacia el desenlace trágico que conocemos desde la primera página, e intercala los episodios del pasado de Feliza desenvolviéndolos con maestría. Hay, empero, un acercamiento algo desangelado a lo que podría haberse construido desde tensiones más explícitas: ¿no era Feliza una pacifista que denunciaba constantemente la violencia de su país? ¿Por qué esas simpatías revolucionarias, entonces, con quienes declararon la lucha armada —viaje a Cuba incluido a fines de los setenta, cuando ya la relación de Castro y los intelectuales se hallaba quebrada— sin preguntarse si había allí alguna tensión? ¿Y qué pasa con su vida familiar, que el narrador retrata como algo que se sacrifica sin más por su arte, como si fuera posible en ello una existencia sin desgarro (o hay, acaso, un rostro de Feliza que se nos pierde en la bruma)? A pesar de ello, los temas habituales de Vásquez logran construir en esta biografía novelada una gran muestra de cómo la violencia política termina corroyendo y acorralando todo, y cómo la tragedia toca la puerta en los momentos menos pensados.

Como le dice Jorge Gaitán a Feliza en un momento, “el mundo nos hiere, nos persigue, nos envilece”. Pareciera que su sociedad sí la persiguió, que el exilio sí la hirió de gravedad. Sin embargo, pareciera que su muerte temprana logró salvarla, al menos, de la vileza.

los nombres de feliza

Los nombres de Feliza

Autor: Juan Gabriel Vásquez
Editorial: Alfaguara
Formato: 288 páginas

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