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50 AÑOS DEL GOLPE DE ESTADO EN CHILE
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

11 de septiembre de 1973: negacionismo, relativismo y verdad histórica

La fuerza del revisionismo en Chile radica en la indiferencia popular que las conmemoraciones de los 50 años del golpe están provocando. Era de esperar

aniversario del golpe de Estado en Chile
Un clavel en la 'Escotilla 8' del Estadio Nacional.Elvis González (EFE)

Las conmemoraciones de los 50 años del golpe de Estado en Chile han sido unas malas conmemoraciones. No solo porque lo que ha primado ha sido la típica conmemoración de unos y otros, vencedores y vencidos, generalmente en abierto enfrentamiento verbal: tribu contra tribu. Manifestaciones de esta forma polarizada de conmemorar hay muchas en el Chile de 2023: desde la controversia en la Cámara de Diputados por la lectura literal que fue lograda por la derecha de la resolución del 22 de agosto de 1973 que acusaba al Gobierno de la Unidad Popular de infringir la Constitución y las leyes hasta la negación por una diputada de extrema derecha, Gloria Naveillan, de las violaciones sexuales de las que fueron víctimas en dictadura mujeres opositoras (“una leyenda urbana”), pasando por el uso y abuso a diestra y siniestra del calificativo de “negacionismo” por dirigentes de agrupaciones de familiares de detenidos desaparecidos.

Pero, ¿qué es el negacionismo? Es un término muy inquietante, además de intimidante, puesto que denota una actitud de negar deliberadamente, contra toda evidencia, lo que efectivamente ocurrió durante una situación traumática. La intimidación asociada al término se transforma en terror cuando lo que está siendo negado es una matanza, o una situación de exterminio en la que los artefactos utilizados (por ejemplo, las cámaras de gas durante el holocausto judío, especialmente en Auschwitz) son rechazados como el fruto de la imaginación o de exageraciones de los historiadores. Sin duda, el caso más extremo de negacionismo fue protagonizado por el profesor de literatura Robert Faurisson en Francia a finales de la década del 70: un verdadero escándalo, ya que Faurisson, titular de un doctorado y autor de varios artículos en el infame Journal of Historical Review, se permitió negar no solo las cámaras de gas, sino también la autenticidad del diario de Ana Frank. Hubo que esperar la promulgación de la ley Gayssot en 1990 para que este negacionista fuese destituido de su cátedra. Pero tanto la actitud como la corriente de pensamiento que Faurisson expresó tendrían posteridad.

El historiador Pierre Vidal-Naquet considera como revisionista, en el sentido fuerte de la palabra, la doctrina según la cual el genocidio nazi y de los gitanos sería un mito, en donde el origen muy francés (y a partir de allí universalizado a tal punto que nadie recuerda su punto de partida) del revisionismo recayó en los partidarios de revisar el famoso proceso Dreyfus: impresiona ver cómo, desde la etimología positiva de la palabra revisionismo, se pudo desembocar en una concepción negativa, y hasta abyecta de lo que revisar el pasado (especialmente reciente) quiere decir.

Pues bien, todo esto que puede parecer tan lejano y extravagante está teniendo lugar en Chile. Si el negacionismo bañado en revisionismo espontáneo de la diputada de ultraderecha Naveillan descansa en la palabra leyenda, no es una casualidad si en el peor de los significados de ambos términos (asociados al exterminio judío) es la palabra mito la que predomina. Durante un tiempo se pudo pensar que el negacionismo estaba quedando atrás, como un mal recuerdo de un pasado lejano: por ejemplo, el negacionismo del exembajador de Chile en la ONU Sergio Diez, refutando en 1975 la existencia de los detenidos desaparecidos (años después declararía que fue engañado por la dictadura de Pinochet), o la negación infame de violaciones a los derechos humanos por los exministros de la dictadura Francisco Javier Cuadra (portavoz) y Sergio Fernández (Interior) ante las denuncias de las grandes democracias occidentales.

Pues no: ese Chile amnésico y cínico sigue siendo muy real al momento de conmemorar 50 años del golpe de Estado. Si bien se observan fisuras entre los militares en retiro sobre las responsabilidades que les pudo caber en el exterminio (el excomandante en jefe del Ejército Ricardo Martínez reconoció hidalgamente en su reciente libro Un Ejército para todos que las violaciones a los derechos humanos constituyen “el mayor agravio al ethos militar) en el mismo acto de lanzamiento tomó la palabra el también general en retiro Jaime Ojeda acusando a Martínez de “odio” contra su propia institución, en la más completa indiferencia por los ejecutados y los detenidos desaparecidos.

No es una casualidad, entonces, si buena parte de la derecha civil acusa un intento del Gobierno del presidente Gabriel Boric por imponer una “verdad oficial” sobre las causas del golpe. En esa lucha por la verdad histórica lo que se encuentra en juego son intentos por eternizar una representación dominante de la dictadura como maldad (o al revés como salvación del “cáncer marxista”) y de Pinochet como perfecta encarnación del mal (y para algunos, como héroe salvador). Eso es lo que explica la dureza incalificable del epíteto de negacionista con el que fue acusado el coordinador presidencial de los actos conmemorativos del 11 de septiembre Patricio Fernández, cuyo guion (Memoria, Democracia, Futuro) buscaba integrar por primera vez el porvenir, teniendo a la vista que la inmensa mayoría de los chilenos no vivió el golpe, encontrándose expuestos a luchas por la memoria que no les hacen sentido.

La fuerza del revisionismo en Chile radica en la indiferencia popular que las conmemoraciones de los 50 años del golpe están provocando. Era de esperar: cuando los grupos más próximos a la última catástrofe de Chile se transforman en los únicos protagonistas de las conmemoraciones, entonces la pregunta que cabe hacerse es qué podrán estar internalizando sobre esa fecha los chilenos que las observan de reojo, episódicamente, como una cosa extraña que por un tiempo acotado desorganiza una que otra rutina de la vida diaria.

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