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política en Chile
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Chile tóxico: polarización y nihilismo

Los 50 años del golpe de Estado en 2023 ha enrarecido aun más el clima tóxico, lo que le ha permitido a la derecha política encontrar un terreno fértil para incursionar en un inquietante revisionismo

Protesta contra el gobierno de Gabriel Boric
Protesta contra del Gobierno de Gabriel Boric, frente al Palacio de La Moneda en Santiago, Chile.Elvis González (EFE)

Desde hace ya varios años se viene incubando en Chile un clima de opinión enrarecido, tóxico, irrespirable. Es difícil fijar su punto de inicio ya que, como todo proceso, este se origina en varios episodios no necesariamente conectados entre sí, pero que al articularse terminan degradando severamente el diálogo político. En tal sentido, es posible sostener que esta articulación de episodios dispersos se inició bajo el segundo Gobierno de Sebastián Piñera (2018-2022), lo que naturalmente no significa que sea el expresidente el principal culpable del proceso de deterioro democrático. Como a menudo ocurre, en el origen de las cosas que responden no a un hecho concreto, sino a múltiples eventos que terminan por configurar un proceso, se encuentran muchos actores, quienes, por diversas razones, extreman posiciones y multiplican los exabruptos.

Al poco tiempo de que el presidente Piñera asumiera por segunda vez el mando de la nación, en 2018, varios de sus ministros comenzaron a ser acusados constitucionalmente por una oposición de izquierdas hegemonizada por diputados comunistas y frenteamplistas, arrastrando a sus colegas socialistas y de centroizquierda (en quienes nunca se vio mucha convicción en apoyar este tipo de procedimiento de ultima ratio, cuyo efecto es destituir a quien estaba siendo acusado, lo que no los exime de responsabilidad).

Es importante no perder de vista que la acusación constitucional fue utilizada en dos oportunidades en los primeros seis meses de iniciado el Gobierno de Piñera: en contra del ministro de Salud Emilio Santelices el 30 de mayo de 2018 y en contra de tres jueces de la Corte Suprema el 23 de agosto de 2018. Ambas acusaciones no fueron aprobadas por la Cámara de Diputados. Si bien la acusación en contra de jueces de la Corte Suprema no estaba orientada a golpear al Gobierno, el hecho es que a muchos sorprendió un uso tan disruptivo del recurso acusatorio. Al año siguiente, fue la ministra de Educación Marcela Cubillos quien fue acusada, una vez más sin éxito. Lo relevante es que todas estas acusaciones constitucionales fueron formuladas antes que tuviese lugar el estallido social de octubre de 2019 (lo que significa que la polarización de las conductas políticas y parlamentarias venía de antes).

No puede ser entonces motivo de sorpresa que, con el estallido social a la vista, las acusaciones constitucionales se hayan multiplicado, especialmente por el bajo estándar de protección de los derechos humanos que se estaba observando de parte del Gobierno del presidente Piñera: es así como fue acusado en dos oportunidades el propio jefe de Estado (!), así como el ministro del Interior Andrés Chadwick (en este caso exitosamente, dado que fue destituido), sin olvidar que otros tres ministros y un intendente fueron también acusados. Todo un exceso.

Pues bien, desde que se iniciara el Gobierno del presidente Gabriel Boric en marzo de 2022, ya llevamos cuatro acusaciones constitucionales, un ritmo que, si se le proyecta hasta el término del actual mandato presidencial, superará el desempeño acusatorio en contra del Gobierno anterior.

No hay nada glorioso en todos estos desempeños.

Es este contexto de severo deterioro de la deliberación democrática, agravada por el estallido social y sus efectos políticos y electorales, que ha golpeado duramente a un tortuoso proceso de cambio de Constitución: si durante el primer proceso fue la extrema-izquierda y el mundo de los movimientos sociales quienes llevaron el pandero, en el segundo proceso domina sin contrapeso la extrema-derecha junto a la derecha tradicional que (del mismo modo que la centroizquierda con el PC y el Frente Amplio en 2018 y 2019), es arrastrada hacia posiciones insensatas por el Partido Republicano, tanto en la fábrica constitucional como en la política normal o, si se quiere, en la ordinary politics, aunque en tiempos que son cada vez más raros y extraordinarios (para parafrasear el título del excelente libro de Nancy Bermeo).

Pues bien, es la idea misma de normalidad democrática la que está siendo impugnada día tras día en Chile. Si el deterioro del diálogo democrático se aceleró con el estallido social, la conmemoración de los 50 años del golpe de Estado en 2023 ha enrarecido aun más el clima tóxico, lo que le ha permitido a la derecha política encontrar un terreno fértil para incursionar en un inquietante revisionismo. Si en 2003 el golpe de Estado era condenable por buena parte de la derecha; si en 2013 el presidente Piñera criticaba a los “cómplices pasivos” de la dictadura militar que supieron de las violaciones a los derechos humanos y no hicieron nada, en 2023 el golpe de Estado resulta entendible, y hasta justificable, a partir de una “inversión de las responsabilidades” (aunque, en un raro cinismo, las violaciones a los derechos humanos siguen siendo “inaceptables”).

Todas estas cosas se han ido amalgamando con el tiempo, degradando el debate público entre actores de izquierdas y derechas que creen, y juran que están capturando el sentir profundo de los chilenos (eso que la política llama empatía), en circunstancias que esos mismos chilenos se muestran hostiles y hasta indiferentes ante batallas de un campo especializado (el campo político) escasamente conectadas con controversias generales y sociales que podrían ser de interés de todos. Apoyémonos en dos ejemplos absolutamente polares para graficar el Chile tóxico de hoy los que adquieren un realce particular en tiempos nihilistas (tiempos en los que todo vale, tiempos de amalgama, en los que es posible decir de todo como si fuesen dichos sensatos y verdaderos).

El primer ejemplo proviene de los dichos de Carlos Larraín, quien fuese presidente del partido Renovación Nacional -de la derecha tradicional- hace algunos años. Ofuscado en una entrevista televisiva por las medidas pro-crecimiento y pro-inversión que fueron presentadas por el Gobierno, Larraín no vaciló en declarar que “al Gobierno hay que apretarlo hasta hacerlo gritar”. Si bien la expresión es elocuente y cumple la función de una cuña que de personal no tiene nada (la misma frase había sido pronunciada por el expresidente Nixon antes de que se perpetrara el golpe de Estado en Chile), el diálogo que la frase provocó con los periodistas que lo estaban entrevistando es muy aleccionador de estos tiempos tóxicos. A la pregunta de Larraín dirigida a quienes lo estaban entrevistando: “¿Por qué la labor del Gobierno recae sobre la oposición?”, sus entrevistadores respondieron “por no tener mayoría en el Congreso”, lo que le permitió al entrevistado replicar, en modo nihilista, que el Gobierno pliegue sus banderas y abandone “el ultrismo que los caracteriza”, en donde el calificativo “ultrista” es tan problemático como nihilista.

Al exigir una capitulación, eso equivale a decirle al presidente Boric, en tono amenazante, que abandone el programa por el cual fue elegido y claudique ante el Congreso: es el fin del presidencialismo chileno y la llegada del parlamentarismo de facto. A partir de allí, entonces, es posible sostener cualquier cosa, en la más completa indiferencia por la verdad: las propuestas económicas del Gobierno, partiendo por su reforma tributaria, son “refundacionales”, una afirmación que no solo no se condice con las características del ministro de Hacienda Mario Marcel (un economista reputado, quien fuese elegido en 2022 por la publicación británica Central Banking como governor for the year), sino que contradice la opinión de buena parte de los economistas de la plaza (incluyendo a economistas de prestigio internacional como Luigi Zingales).

El segundo ejemplo del Chile tóxico es exactamente inverso. En 2023, el periodista Patricio Fernández fue nombrado por el presidente Boric como la persona encargada de coordinar las distintas acciones del Estado para conmemorar los 50 años del golpe de Estado. Para tal efecto, Fernández propuso un guion conmemorativo ordenado por los conceptos de Memoria, Democracia, Futuro. Tras haber participado en un podcast con el sociólogo Manuel Antonio Garretón, Fernández emitió opiniones que las agrupaciones de familiares de detenidos desaparecidos consideraron controversiales, en donde lo controversial se refería a la pregunta sobre qué asuntos podríamos estar de acuerdo una vez materializado el golpe: qué “sucesos posteriores a ese golpe son inaceptables en cualquier pacto civilizatorio”. El escándalo fue desproporcionado, oportunista y muy ignorante, ya que Fernández fue acusado de negacionista por varios dirigentes de las agrupaciones de derechos humanos: por ejemplo, Alicia Lira Matus, presidenta de la Agrupación de Familiares de Ejecutados Político, se permitió afirmar con desparpajo que “lamentablemente lo que él piensa [Fernández] es en parte una forma de negacionismo”. Impresionante. De nada sirvió la defensa casi desesperada del premio nacional de humanidades Manuel Antonio Garretón: “Se comete una injusticia cuando se le ataca de la forma en que se le ha atacado”.

Sería muy fácil multiplicar los ejemplos que retratan a un Chile tóxico, en donde la explicación reside en la polarización de las élites políticas y su creciente desconexión con los chilenos (lo que ya había sido analizado por una encuesta del centro COES a propósito de tres élites, política, económica e intelectual), a lo que se suma la ola revisionista que invade a Chile desde hace un par de años y que eclosiona en 2023. Se trata de dos fenómenos locales y domésticos, pero que se inscriben en tiempos de profundo nihilismo social que está socavando desde dentro las bases de la deliberación democrática, trivializando los valores y hasta el propio estatus de la verdad, como bien lo muestra el último libro de Wendy Brown, Nihilistic Times. Tiempos tóxicos, tiempos oscuros.

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