El jefe de la 'caravana de la muerte', condenado a seis años
La justicia chilena envía a la cárcel a Arellano Stark
La Corte Suprema chilena condenó ayer a seis años de cárcel efectivos, sin el beneficio de libertad antes de cumplir la totalidad de la pena, al general Sergio Arellano Stark, de 88 años, por el asesinato de cuatro prisioneros políticos en octubre de 1973, en uno de los 75 crímenes que cometió la caravana de la muerte. Se trataba de una comitiva militar enviada por el dictador Augusto Pinochet en helicóptero que viajaba de ciudad en ciudad para ejecutar a partidarios del Gobierno del derrocado presidente socialista Salvador Allende mientras éstos se encontraban detenidos; en muchos casos, también hizo desaparecer sus cadáveres.
Ésta es la primera de varias sentencias que se esperan por los crímenes de la caravana de la muerte, uno de los casos emblemáticos de violaciones de los derechos humanos cometidas durante la dictadura chilena (1973-1990), y por el cual estuvo procesado el propio general Pinochet. La Corte Suprema impuso además una pena similar de seis años de cárcel al ex fiscal militar de la ciudad de Linares en 1973, Carlos Romero, y de cuatro años al coronel retirado Mario Cazenave y a los suboficiales José Parada y Julio Barrios. Cuatro magistrados votaron a favor del fallo y uno en contra, por la supuesta prescripción del crimen y no por la inocencia de los condenados.
El tribunal determinó también que el fisco deberá pagar una indemnización por daños morales equivalente a 97.000 euros a cada una de las dos querellantes en el caso. Desde 2005, los tribunales chilenos han condenado ya en 37 ocasiones a responsables de crímenes durante la dictadura.
Acusaciones
Los militares fueron responsabilizados del asesinato de cuatro jóvenes militantes socialistas -Teófilo Arce (26 años), José Sepúlveda (22), Segundo Sandoval (19) y Mauricio González (20)- que estaban detenidos en la cárcel pública de la ciudad de Linares, 310 kilómetros al sur de Santiago, un mes después del golpe militar que derrocó a Allende, en septiembre de 1973.
Al llegar a Linares, la comitiva al mando de Arellano, que había sido investido de poderes especiales dictados por Pinochet, ordenó al coronel al mando de la Escuela de Artillería, Gabriel del Río, ejecutar a los prisioneros. Del Río se negó, un gesto por el que ayer, 35 años después de los asesinatos, le permitió quedar en libertad, según determinó el fallo judicial. Tras su negativa, Arellano ordenó al fiscal militar que cumpliera su orden.
La versión de esa época señaló que los cuatro socialistas habían intentando arrebatar las armas a sus centinelas durante una diligencia judicial, y que todos murieron en un fallido intento de fuga.
Sin embargo, las investigaciones posteriores realizadas ya en democracia concluyeron que la versión del régimen fue falsa, por las contradicciones sobre el lugar donde ocurrió el crimen y la imposibilidad física de que cuatro personas maniatadas intentaran arrebatar las armas a los militares que los custodiaban. Incluso, de haberlo logrado, el hecho de que todos los prisioneros murieran resulta inverosímil.
El juez del caso, Víctor Montiglio, que había aplicado la autoaministía de la dictadura a los militares implicados en el caso de la caravana de la muerte, recibirá ahora la sentencia de la Corte Suprema y tendrá que resolver dónde cumplen su condena.
Los crímenes de esta comitiva militar tuvieron un doble sentido desde la perspectiva de Pinochet: por una parte, le permitieron atemorizar a la población y, a la vez, asegurar el control de un Ejército en el que no todos sus miembros estaban conformes con el régimen.
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