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50 AÑOS DEL GOLPE DE ESTADO EN CHILE
Tribuna
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50 años de resistencia y recuperación democrática

La idea de que este acontecimiento constituye el hito fundacional de la actual sociedad chilena implica infravalorar el medio siglo de esfuerzos sucesivos para resistir a la dictadura, recuperar la democracia y reparar sus secuelas

Salvador Allende
Augusto Pinochet (a caballo) escolta el auto del nuevo presidente, Salvador Allende, el 4 de noviembre de 1970.Thomas Billhardt / Camera Work (EFE)

El 11 de septiembre de 1973 representa uno de esos acontecimientos para los cuales el historiador francés Henry Rousso ha acuñado la noción de última catástrofe: una ruptura radical en la trayectoria de una comunidad humana, provocada por un despliegue extenso y organizado de extrema violencia. Algunos de estos acontecimientos se prolongan durante semanas, meses o incluso años, como guerras internacionales o civiles; pero también hay casos como el golpe chileno, el cual, en sólo 48 horas, impuso una metamorfosis que invirtió el sentido de la historia del país y puso en cuestión la propia identidad en la que éste había creído hasta entonces reconocerse.

Entre el inicio de las acciones militares para asaltar el poder al amanecer del martes 11 y el mediodía del jueves 13, cuando se levantó el riguroso toque de queda que se había extendido durante dos días, el Chile republicano y democrático en el que su ciudadanía se había reflejado durante décadas, parecía haber desaparecido inexorablemente.

El Palacio de la Moneda había sido destruido por el bombardeo de la Fuerza Aérea y tomado por el Ejército tras un combate desigual que se prolongó durante varias horas y al final del cual el presidente Salvador Allende se había suicidado; los ministros y otros altos funcionarios del Gobierno, así como los parlamentarios y dirigentes de los partidos de izquierda estaban prisioneros, en la clandestinidad o asilados en embajadas; miles de militantes y simpatizantes de esos partidos abarrotaban estadios y otros recintos convertidos en campos de prisioneros, donde serían sometidos sistemáticamente a torturas y vejámenes; cientos ya habían muerto bajo las balas que rubricaban la amenaza que la Junta lanzara desde los primeros momentos del golpe respecto a que quienes lo resistieran serían reprimidos sin contemplaciones. La declaración de todo el territorio nacional en Estado de Sitio y la aplicación del Código de Justicia Militar en tiempos de guerra otorgaba la cobertura para la ejecución de estos actos.

Bajo las ruinas de La Moneda había quedado sepultada la pacífica, democrática y pluralista vía chilena al socialismo, que sólo seis meses antes había logrado el respaldo de un 43,5% de la ciudadanía chilena y que había concitado el entusiasmo de las más diversas izquierdas del planeta. También yacía exánime la institucionalidad democrática y el Estado de Derecho, los cuales fueron desmantelados con extremada rapidez por el nuevo poder que asumía el control del país.

La instalación del régimen militar implicó la expulsión de los representantes de la ciudadanía de las instituciones del Estado, incluyendo la clausura del Congreso Nacional y la quema de los registros electorales, la prohibición de la actividad de todos los partidos políticos, el control de los medios de comunicación y la supresión de la autonomía de las organizaciones de la sociedad civil. Se llegó hasta reemplazar por generales o almirantes a los rectores de las universidades estatales, católicas y privadas. Al mismo tiempo, se establecieron severas restricciones a las libertades y derechos de las personas. Una concentración formidable del poder en la Junta Militar, que se atribuyó las facultades y atribuciones de los poderes Ejecutivo, Legislativo y constituyente, a la vez que sometió al Poder Judicial en el marco de un imaginario estado de guerra, fue seguida por la concentración del poder de la propia Junta en manos del general Pinochet.

Desde ese poder absoluto y mediante el terror de Estado, se desplegó lo que el historiador estadounidense Steve Stern ha llamado un policidio: un proyecto sistemático, orientado a destruir todo un modo de vida política y social democrática profundamente arraigado en la historia de las pasadas décadas, para instalar, en los años siguientes, sobre el miedo y la fragmentación, un orden autoritario y excluyente.

La radicalidad del golpe y la profundidad de la metamorfosis impuesta al país desde el 11 de septiembre de 1973, han instalado, a lo largo de estos cincuenta años, la idea de que este acontecimiento constituye el hito fundacional de la actual sociedad chilena, lo que implica afirmar que el éxito de los golpistas fue total y se ha extendido hasta hoy, a pesar de que la dictadura terminó hace 33 años, el dictador dejó de ser un hombre fuerte hace 25 años y el orden constitucional heredado del régimen militar fue modificado sustancialmente hace 18 años; pero, sobre todo, implica infravalorar 50 años de esfuerzos sucesivos para resistir a la dictadura, recuperar la democracia y reparar sus secuelas.

Esa trayectoria de esfuerzos comenzó durante esos mismos trágicos días de septiembre de 1973, con palabras y actos de dignidad ciudadana y de solidaridad humana imborrables:

La serenidad del presidente Allende en su hora final, llamando en la mañana de ese martes 11 a resistir sin dejarse masacrar, e infundiendo valor -con sus palabras y su ejemplo- para una lucha de largo aliento. La lucidez de los 13 dirigentes democristianos -duros opositores hasta el lunes 10 al Gobierno derribado- que, apenas se levantó el toque de queda, se reunieron el jueves 13 para redactar una declaración condenando categóricamente el golpe e inclinándose respetuosos ante el sacrificio que el presidente “hizo de su vida en defensa de la autoridad constitucional”. El coraje de miles de integrantes de los partidos de izquierda proscritos, decididos a continuar ejerciendo sus derechos políticos en la clandestinidad, pese a la amenaza cierta de la prisión, la tortura o la muerte. El inmediato compromiso con la defensa de los derechos humanos de la Iglesia Católica y de otras comunidades religiosas, anunciado ya aquel mismo 13 de septiembre por el Comité Permanente del Episcopado que pedía “respeto por los caídos, moderación frente a los vencidos [y] que se acabe el odio, que venga la hora de la reconciliación”.

Todos esos esfuerzos, junto a muchos otros desplegados desde entonces y por largos años, convirtieron a los pocos miles de opositores activos de 1973 en los millones de ciudadanos y ciudadanas que 10 años después se levantarían en sucesivas protestas contra la dictadura, que luego derrotarían al dictador en un plebiscito y velarían por el respeto de cada unos de sus votos, y que desde 1990 a la actualidad han hecho posible el progreso democrático, pese a todas las trabas impuestas por enclaves y legados autoritarios que han sido difíciles y lentos de remover. Y han permitido, hasta ahora, poner un freno a las tentaciones autoritarias emergentes ante nuevas crisis y conflictos que han azotado a la democracia chilena.

Esa historia de resistencia y recuperación democrática que representa lo mejor de Chile y ha motivado el aprecio del mundo, merece ser aún más destacada en este cincuentenario, porque es tan constitutiva de la actual sociedad chilena como la catástrofe y el policidio sobre los que debería prevalecer.

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