Carlos Cerda, el juez que procesó a la familia Pinochet: “Los civiles son tan culpables como los militares”
En los años ochenta, cuando la mayoría de los magistrados se alineaba con la dictadura, Cerda intervino en casos de detención y desaparición forzada
A fines de 1976, en plena dictadura del general Augusto Pinochet (1973-1990), un caso de violaciones de derechos humanos causó particular impacto en la sociedad chilena. El régimen militar que derrocó al presidente socialista Salvador Allende (1970-1973) con el golpe de Estado del 11 de septiembre de 1973, del que Chile conmemora este lunes 50 años, detuvo a 11 miembros de la cúpula clandestina del Partido Comunista y a dos militantes del Movimiento de Izquierda Revolucionaria (MIR), de extrema izquierda. Entre los detenidos estaba Reinalda Pereira, embarazada de cinco meses. Se perdió rastro de su destino y el de los demás. Varios de ellos siguen desaparecidos.
La causa que surgió de esos hechos, conocida como el caso de los 13, se convirtió en una de las más emblemáticas de la dictadura de Pinochet. No solo por su brutalidad, sino porque además permitió identificar por primera vez el método sistemático de represión del Estado y llevó, en 1986, al procesamiento de 40 oficiales de distintas ramas de las Fuerzas Armadas. Entre ellos, el exgeneral de la Fuerza Aérea y miembro de la junta golpista, Gustavo Leigh.
Quien dictó los procesamientos fue el juez Carlos Cerda (80 años, Santiago), conocido en el país sudamericano por ser de los pocos integrantes del Poder Judicial que se atrevieron a investigar la tortura, la ejecución y la desaparición de personas en la dictadura. En Chile, tras el golpe, más de 27.000 personas fueron víctimas de detenciones y apremios, y 1.469 fueron desaparecidas.
Con doctorados de las Universidades de Lovaina (Bélgica) y de la Sorbonne (París), Cerda fue duramente castigado por sus superiores por negarse a cerrar causas de derechos humanos: se tardó más de 30 años en ser nombrado ministro de la Corte Suprema, en 2014. Pero en 2018, cuando se jubiló, se retiró del palacio de Justicia bajo aplausos por su valentía y su aporte al derecho. Entre otras cosas, fue el juez que logró torcerle la mano a la Ley de Amnistía adoptada en 1978 que garantizaba la inmunidad de los culpables. Y en 2007, ya en democracia, ordenó detener a la familia de Augusto Pinochet -incluyendo a su mujer Lucía Hiriart – en el marco del llamado caso Riggs-, que indagó la malversación de fondos públicos realizada por el dictador en los 17 años de su régimen.
Hoy, este hombre de trato cálido que alguna vez quiso ser sacerdote vive en una casa de campo rodeada de almendros, en las afueras de Santiago. Ha tenido serios problemas de salud que le hacen difícil expresarse, pero sigue pendiente del quehacer nacional y no ha perdido su agudeza intelectual. A pocos días de la conmemoración de los 50 años del golpe, sentado bajo un árbol de su jardín, dice que a pesar de los esfuerzos, la sociedad chilena aún está lejos de saldar su deuda con las víctimas de la dictadura y emplaza al Estado a revisar los expedientes en detalle para conseguir nuevos datos. Lo llama también a ser más firme con quienes podrían tener información.
“Las Fuerzas Armadas no han querido revelar la verdad, por lo tanto creo que el método es constreñirlas a entregar toda la información. Son parte del Estado, tienen la obligación de hacerlo y si no es posible, hay que ir al Tribunal Penal Internacional. En materia de lesa humanidad no hay amnistía ni prescripción posible”, sentencia, antes de destacar que las investigaciones también deberían centrarse en los civiles que participaron en crímenes de ese tipo.
”Son tan culpables como los militares, porque la complicidad hasta el día de hoy es impresionante, y no hemos actuado frente a eso con la rigurosidad que las circunstancias exigen”, dice.
La soledad de un juez
El día del golpe, Cerda salió temprano de su casa en el sector oriente de la capital de Chile. Vivía cerca de la residencia de Salvador Allende que fue atacada en calle Tomás Moro, en el municipio de Las Condes, y sintió el estruendo de las bombas que caían sobre ella. Alarmado, partió al Palacio de Justicia, donde era entonces relator de la Corte de Apelaciones de Santiago. Se encontró con un centenar de funcionarios, pero rápidamente los militares los obligaron a salir con un pañuelo blanco en la mano, los subieron a buses y los llevaron a una plaza del centro, donde los mantuvieron tendidos con la cara contra los adoquines durante varias horas. Luego, se llevaron a algunos sin que Cerda supiera por qué, y fueron a dejar al resto a sus domicilios.
“Se sentían los balazos y había una tensión ambiente, pero nadie vislumbró lo que ocurriría, que las personas que se llevaban podrían ser desaparecidas”, dice.
No se demoraría mucho en tomar consciencia de la realidad. A la Corte llegaban permanentemente familiares de personas detenidas a presentar recursos de amparo. Incluso se abrió una oficina para recibirlos. Y todos los días, Cerda veía cómo se negaban a entregarles información. “Se recibía un recurso de amparo en primera instancia de la Corte de Apelaciones, se pedía el informe al Ministerio del Interior, y este casi automáticamente respondía una línea: no hay información. Así, todos los días”, recuerda.
Entre 1973 y 1983 se presentaron en Chile 5.400 habeas corpus, de los cuales solo 10 fueron acogidos. A la pregunta de cómo ve la nueva etapa que empezó la justicia chilena con el golpe, cuando han transcurrido 50 años desde entonces, describe la asonada como “un quiebre absoluto del Estado de derecho”. “En el Poder Judicial hubo una posición tajante contra cualquier cosa que no fuera dictadura. Los ministros de la Corte Suprema tenían una identificación ideológica con el general Augusto Pinochet y todo su Gobierno, y fueron férreos para mantener la disciplina. Entonces, había un temor generalizado que se fue internalizando en la institución y los jueces se hicieron dóciles a la jerarquía. Faltó coraje, el juez quedó sometido y eso en lo institucional significó la mansedumbre. Ahí es donde me fui quedando solo, con unos poquitos”, rememora.
En 1973, Carlos Cerda se reunía con algunos magistrados que compartían su inquietud en reuniones clandestinas en que se desahogaban y buscaban maneras de adaptarse a las circunstancias. Una vez nombrado ministro de la Corte de Apelaciones, su compromiso con la justicia fue aún mayor.
“La impresión que yo tenía era que había que ser juez más que nunca, porque lo que tiene que hacer un juez es proteger a la persona y sus derechos esenciales. Nunca tuve una duda, cualquiera fuera el riesgo”, dice.
Y riesgos había.
Fue en 1983, por casualidad, que el caso de los 13 cayó en manos de Cerda. Sus antecesores habían dejado la causa sin investigar y, en un intento por cerrar el caso, habían presentado certificados de extranjería que, supuestamente, demostraban que los detenidos habían salido hacia Argentina. Lo primero que hizo el juez fue ir personalmente a las distintas estaciones de trenes que llevaban al paso fronterizo por el cual se decía que habían salido para revisar las hojas de ruta; se dio cuenta de que los nombres no aparecían. Procesó entonces a cuatro detectives por falsificación de documentos públicos, aunque la Corte de Apelaciones dejó sin efecto la orden de aprehensión.
“La justicia en Chile estaba totalmente intervenida”, dice.
Pero él siguió y así descubrió la existencia de una agrupación de inteligencia clandestina llamada Comando Conjunto, que incluía, entre otros, a miembros de la Fuerza Aérea, de Carabineros, y civiles del movimiento de extrema derecha Patria y Libertad. El grupo fue responsable de la desaparición de más de 30 personas y contaba con varios centros de torturas.
En 1986, Cerda dictó el procesamiento de 40 personas, la gran mayoría de las Fuerzas Armadas, por privación ilegítima de libertad y asociación ilícita. Para lograrlo había realizado centenares de interrogatorios a más de 100 personas, no sin costos. Le ponían trabas burdas, como cuando le tocó interrogar a un general en un recinto militar y los hicieron evacuar por una alerta de bomba. En distintas oportunidades, entraron y revisaron su despacho y su casa. Recibía llamados telefónicos amenazantes; lo seguían y fotografiaban; y llegaron incluso a poner una bomba en su auto, que por suerte explotó un día en que no lo usó a la hora en que acostumbraba a hacerlo. En esos años, cambió dos veces de actuario, al darse cuenta de que filtraban datos de su investigación a los altos mandos de las Fuerzas Armadas. Cuando finalmente encontró a una persona confiable, amenazaron con secuestrarla y su suegra tuvo que esconderla en su casa.
No a la Ley de Amnistía
Tras el procesamiento de los 40 uniformados, las ramas de las Fuerzas Armadas buscaron detener los avances de Cerda. Para hacerlo, la Corte Suprema le ordenó sobreseer el caso aplicando la Ley de Amnistía impulsada por la dictadura, que les concedía inmunidad a todas las personas implicadas en delitos entre el 11 de septiembre de 1973 y marzo de 1978. Pero el juez se negó a cumplir, arguyendo que amnistiar iba en contra del Código de Procedimiento Penal, que indicaba que no se podía cerrar una causa hasta agotar la investigación. Hasta 1998, cuando dejó de aplicarse, ese argumento fue usado recurrentemente por abogados de derechos humanos.
La Corte Suprema no toleró la rebeldía de Cerda. Lo suspendió por varios meses y redujo su sueldo a la mitad. El juez, quien tiene siete hijos, se mantuvo firme. Trataron entonces de expulsarlo. Se salvó gracias a una invitación de la Universidad de Harvard a pasar una temporada investigando en su campus. Aun así, su carrera quedó truncada.
“El Senado de la República, el Parlamento, no aceptó que yo llegara antes a la Corte Suprema, lo que significó que tampoco alcanzara a ser presidente. Yo quería contribuir a una mejor justicia; esa es la gran tarea. Y claro, eso quedó cortado”, dice.
El juez responde a la pregunta de si esperaba más del Poder Judicial con el fin de la dictadura, recordando cómo “se mantuvo al “dictador como senador designado y se quedaron los mismos ministros. A la vez, [algunos jueces] entendíamos que había que generalizar la investigación por violaciones de los derechos humanos. Cuando ya a través [del recambio] de ministros empezó a haber resoluciones con fundamentos del derecho internacional vigente, el miedo fue desvaneciendo. Y, en ese momento, se vio que los jueces no lograban derribar el muro hacia la verdad. A pesar de su buena intención, el Poder Judicial no ha logrado ser eficaz y nos falta. Tenemos más de mil y tantos desaparecidos todavía, eso es una barbarie”.
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