El golpe de Estado en Chile, un crimen fundacional
162 organizaciones de derechos humanos y agrupaciones de familiares de víctimas de todo nuestro país demandaron responsabilidad política, lo que volvió iracundos a la derecha y a un sector del llamado ‘progresismo’ chileno
Se cumplen 50 años del cruento golpe de Estado contra el Gobierno democrático del presidente Salvador Allende, cuya conmemoración no puede ser solo un evento artístico o cultural. Es un hecho político de la mayor relevancia, pues se trata de hacer un ejercicio de memoria histórica y, a la vez, del cumplimiento de una obligación estatal respecto del crimen que fundó el terrorismo de Estado en que la dictadura hundió a Chile durante 17 años.
Jamás hemos pretendido que no pueda debatirse sobre el Gobierno de la Unidad Popular (1970-1973), pues se han escrito cientos de libros, artículos y papers sobre ese proceso político. Yo tengo por cierto una opinión: lo entiendo como la culminación de un proceso de luchas populares dedicadas a hacer de Chile una sociedad menos oligárquica y más inclusiva. Pero la obligación ineludible es aceptar como mínimo civilizatorio en una sociedad la condena al golpe de Estado contra un Gobierno democrático. Sostener lo contrario es aceptar al crimen como instrumento regulador de los conflictos políticos.
El golpe de Estado del 11 de septiembre de 1973 fue financiado e instigado por la CIA y, por cierto, llenó generosamente las arcas de los golpistas. Tuvo su preámbulo antes que asumiera su mandato el presidente Allende cuando, intentando torcer la voluntad ciudadana, organizaciones político-militares de extrema derecha, específicamente militantes de Patria y Libertad, asesinaron al general René Schneider, Comandante en Jefe del Ejército.
En la dictadura civil militar que fue inaugurada con el golpe de Estado, hace medio siglo, se instauró una política estatal dirigida a exterminar a los opositores políticos a través de los más perversos métodos, que se materializaron en prisión política, tortura, ejecuciones, desaparición forzada, exilio, despidos laborales masivos y sobre 40.000 víctimas de las cuales más de mil permanecen aún en calidad de detenidas desaparecidas.
Estos hechos configuraron graves, masivas, generalizadas y sistemáticas violaciones de derechos humanos, que se encuentran documentadas de manera indubitada en los informes de las cuatro comisiones estatales mandatadas al efecto: el informe de la Comisión Nacional de Verdad y Reconciliación; el informe de la Corporación Nacional de Reparación y Reconciliación; el informe de la Comisión Nacional sobre Prisión Política y Tortura; y el informe de la Comisión Asesora para la Calificación de Detenidos Desaparecidos y Ejecutados Políticos y Víctimas de Prisión Política y Tortura. Lo han establecido sentencias judiciales condenatorias a agentes del Estado, que se encuentran firmes.
Esos documentos oficiales dan cuenta de atrocidades como personas arrojadas vivas al mar desde helicópteros y aviones del Ejército y de la Fuerza Aérea de Chile, vejaciones sexuales, niñas y niños secuestrados en centros de tortura, experimentación científica con seres humanos, cuerpos inhumados en fosas clandestinas y luego exhumados en una cuidadosa operación para trasladarlos –muchas veces arrojados al mar– con el fin específico de que no fueran encontrados para, así, garantizar impunidad. Cabe hacer presente que, respecto del hecho de hacer desaparecer los restos de una persona, existe consenso: aquello añade una especial crueldad e ignominia al acto.
El movimiento de derechos humanos inmediatamente después del golpe de Estado se convirtió en la primera expresión pública de resistencia anti dictatorial, comenzando, así, un camino pedregoso de décadas con el objetivo de consensuar como bienes jurídicos morales, políticos y sociales, la verdad, la justicia, la reparación y las garantías de no repetición.
Ese caminar ha estado plagado de obstáculos impuestos por poderosos intereses y muy escaso apoyo del establishment, por motivos relacionados con las características de la transición a la democracia que se construyó –entre otras cosas– con pactos tácitos de impunidad que estallaron dramáticamente cuando Pinochet fue detenido en Londres el 16 de octubre de 1998.
Así, la denuncia del golpe civil militar del 11 de septiembre de 1973 como un crimen fundacional de un Estado de terror es un mínimo civilizatorio que como sociedad debemos alcanzar, por lo que excede a un tema meramente académico o científico como sería su solo estudio desde la historia, la sociología o la antropología. Tampoco es una concesión graciosa de la autoridad. Por el contrario, se trata indudablemente de una obligación estatal emanada del estatuto internacional de los derechos humanos, construido por la comunidad de naciones civilizadas amantes de la paz en décadas de esfuerzo. Se plasma en el deber que surge a los Estados que han sufrido el exterminio, de dar a conocer la verdad de esos crímenes, entregar justicia, reparar adecuadamente, activar medidas de prevención y garantías de no repetición.
El asesor presidencial [Patricio Fernández] en una entrevista reciente disoció el golpe de Estado de las consecuencias criminales contra la población: “Los historiadores y politólogos podrán discutir por qué y cómo se llegó a eso, pero lo que podríamos intentar acordar es que sucesos posteriores a ese golpe son inaceptables en cualquier pacto civilizatorio”. Es decir, de manera liviana, elude condenar el golpe de Estado y calificarlo como lo que fue: un crimen. Asimismo, en anteriores declaraciones señaló que “apoyar el golpe de Estado es algo comprensible, porque se vivían momentos de mucha tensión”.
En este contexto, habiendo constatado el incumplimiento de esta obligación por parte de quien detentaba el cargo de asesor presidencial para la coordinación de la conmemoración de los 50 años del golpe de Estado, y siendo coherentes con el sentido que se debe dar a ese crimen fundacional, es que 162 organizaciones de derechos humanos y agrupaciones de familiares de víctimas de todo nuestro país demandaron responsabilidad política y el consecuente cambio de esa persona. Este reclamo volvió iracundos a la derecha y a un sector del llamado progresismo chileno, quienes no han dudado en denostar, descalificar y proferir insultos e imputaciones dolosas a las organizaciones de derechos humanos. Exhiben, así, una bajeza e inmoralidad que no tiene límites, que es derechamente repugnante y tiene como consecuencia indefectible contribuir al peligroso fenómeno negacionista que campea hoy en nuestra sociedad.
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