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50 AÑOS DEL GOLPE DE ESTADO EN CHILE
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Los derechos humanos y sus dueños

La verdad es que lo que dijo Patricio Fernández tiene poca importancia para quienes lo tenían ya juzgado por adelantado. De alguna forma, esta polémica viene a decirle que no forma parte de ‘la familia’

Patricio Fernández, asesor del Gobierno de Boric por la conmemoración de los 50 años del Golpe de Estado en Chile
Patricio Fernández, en su casa en Santiago (Chile).sofia yanjari
Rafael Gumucio

Las redes sociales logran cosas imposibles, aunque ya no sorprendentes. Así, dos personas pueden estar perfectamente de acuerdo, y decir básicamente cosas con la que estamos casi todos de acuerdo también, y provocar una polémica dura con petición de renuncia y gritos y susurros de todo tipo. Es más o menos lo que sucedió con la conversación entre nuestro mejor sociólogo, Manuel Antonio Garretón, y el escritor y encargado presidencial de la conmemoración de los 50 años del golpe de Estado, Patricio Fernández.

Escuchada en su totalidad, es difícil encontrar algo especialmente polémico en el diálogo, a no ser por la expresión corporal de Garretón, que suele hablar con apasionado dramatismo, que quizás le faltó a Fernández.

Para las redes eso basta. La gestualidad lo es todo, el subrayado vale sin importar qué subraya. En los hechos, incluso si se interpreta lo dicho por Fernández de la manera más antojadiza, y más sesgada, no deja de ser exactamente lo mismo que opinaba Jaime Castillo Velasco o Máximo Pacheco, fundadores de la comisión de derechos humanos. Es lo que pensaban figuras tan pocos negacionistas como Nicanor Parra, Jorge Millas o Eugenio Velasco. Si la lucha contra la dictadura y su estela de muerte y dolor consiguió acabar con el dictador en el poder fue justo porque pudo poner de acuerdo en torno a los derechos humanos y su irrevocabilidad, a quienes el 10 de septiembre 1973 no estaban del mismo lado y lo estaban de modo apasionado. Por lo demás, los derechos humanos no eran tampoco parte del vocabulario de los partidarios de la Unidad Popular de Salvador Allende: vestigio burgués de la revolución francesa, imposición imperialista absolutamente superada por la historia, se solía decir por entonces.

La verdad es que lo que dijo Patricio Fernández tiene poca importancia para quienes lo tenían ya juzgado por adelantado. Nada distinto a los que ya vivió Ricardo Brodsky en el Museo de la Memoria, Lorena Fries y Sergio Micco en el Instituto Nacional de Derechos Humanos, le podía esperar a Fernández. De alguna forma esta polémica viene a decirle que no forma parte de la familia de los derechos humanos. Familia en el sentido siciliano del término familia.

Esta sensación de propiedad sobre los derechos humanos, ese instinto de exclusión que suele ejercer el Partido Comunista y sus satélites es especialmente dolorosa para quienes sabemos que nuestra identidad histórica, política, familiar, y en el caso mío, literaria, está enraizada en el dolor de 1973 y en la lucha contra la dictadura que es también la lucha por la democracia.

Mi nombre, el de mi madre y el mi hermano Ignacio estuvieron alguna vez en las paredes del Museo de la Memoria. Éramos parte de una lista, a los 14 yo y 12 mi hermano, de chilenos que no podían volver a Chile. Ya estábamos aquí, lo que nos obligó a meses de clandestinidad. Mi madre y varios tíos están entre los que dieron su testimonio en el informe Valech. El padre de mis hermanos trabajó muchos años en esa misma comisión de derechos que se dedica hoy a la defensa del octubrismo, es decir, la justificación de la violencia política como vía legítima para derrocar un Gobierno democráticamente elegido.

El uso y el abuso de un pasado de innegable dolor para justificar cosas tan disímiles como esta justificación la ya mentada violencia callejera, el apoyo absolutamente acrítico a la causa Palestina, o el coqueteo con Maduro, Ortega o Bashar al Assad, obliga a que gran parte de quienes sufrieron y vivieron la dictadura se sientan apartados, insultados incluso, por los organismos y museos que deben guardar su memoria. Porque el dolor no es una patente diplomática como piensa la diputada Carmen Hertz, verdadera Penélope de la lucha por los derechos humanos, maestra en deshacer con sus modales tiránicos, y sus frecuentes juicios sumarios, todo lo que valientemente tejió en lo que parece una vida anterior. Algo o mucho de lo anterior se le podría endilgar a Hugo Gutiérrez, o, en otra dimensión, a Víctor Chanfreau.

La palabra memoria, en bocas de quienes viven de ella, me aleja instintivamente de ella. La beatería teatral, la falta de humor, de ambigüedad, de complejidad, es para mi una señal de que el que dice haber vivido la dictadura, no la vivió o al menos no la entendió. Porque si algo enseñaron esos años es justamente la complejidad, y si algo nos permitió sobrevivir fue el humor. Por lo demás, lo que me aleja de la memoria es el hecho de que tengo memoria y no puedo olvidar que lo que hizo que la izquierda volviera a los derechos humanos fue justamente la sensación de que, de no mediar esos derechos y los deberes que implican, también nosotros podríamos ser los monstruos que nos torturaban, mataban o exiliaban.

Porque lo que nos separaba de esos verdugos no era una superioridad moral o física, o racial de ningún tipo, sino la conciencia que el poder ejercido sin control termina siempre en el crimen. Saber que podíamos ser Manuel Contreras fue lo que nos llevó a buscar leyes que nos evitaran poder serlo, aunque quisiéramos. Siento que esto es lo que han olvidado los dueños de los derechos humanos. El Nunca más no se aplica solo al otro que cometió los crímenes que cometió, sino a nosotros mismo que podríamos, si nos dejan, si nos dejamos, ser también esos criminales.

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