Estados Unidos: el espejo invisible
El nuevo encargado de otorgar títulos, prestigio y millones a los escritores sudamericanos, no se agachará nunca a hablar la lengua de millones de sus habitantes
España hundida en la crisis del 2008 ha ido dejando el papel de plataforma europea para las letras y el pensamiento iberoamericano. ¿Lo fue realmente alguna vez? A medias, por rachas, nutrido siempre por una incomprensión mutua. Como decía Borges, nos separaba el mismo idioma, al que se le podría agregar la misma religión, y muchos capítulos de la misma historia. Comunión inevitable que inevitablemente nos lanzaba a todo tipo de malentendidos, desencuentros y momentos de unión y encuentros también inesperados y casi clandestinos.
Estados Unidos, el nuevo encargado de otorgar títulos, prestigio y millones a los escritores sudamericanos, no se agachará en cambio nunca a hablar la lengua de millones de sus habitantes, y menos comprender la religión o la cultura de la mayoría de los países con los que comparte fronteras reales o imaginarias. De Latinoamérica, Estados Unidos espera lo que siempre esperó, un mercado para su manufactura sea esta material o intelectual. O sea, piden una perfecta sujeción sin manchas y dudas a sus temas, a sus preocupaciones, a sus angustias, a sus modos y sus modas.
La raza, para no ir más lejos, es un tema que compartimos con los Estados Unidos que nos era difícil explicar a los españoles, enfrascados en sus nacionalismos que nos eran poderosamente ajenos. Aunque ser negro o moreno en Colombia no tiene nada que ver con serlo en Baltimore y menos en Montevideo. El hecho mismo que el Washington Post se preguntara por qué no había en el equipo de fútbol argentino tantos negros y mulatos como en el de Brasil, hace difícil o imposible que comprendan siquiera superficialmente todo lo que separa y une a Machado de Assis a Jorge Luis Borges. Machado de Assis, hijo de esclavos que escribió casi solo de la élite blanca con delicada y preciosa prosa. Borges, conservador blanco, heterosexual y evidentemente racista, que ha sido el padre de la mayoría de las innovaciones de la literatura en español, entre las cuales hay algunos cuentos y poemas donde le da la voz a los extra radios y el malevaje de la ciudad.
Estos clásicos de nuestra literatura son pasados cotidianamente en alto para preferir artistas que pertenezcan a uno o más colectivos excluidos: indígenas, trans, mujeres, inmigrantes y/o/u mulato. Es cierto que, de los colectivos más olvidados, que de las anomalías más anómalas y a la vez más representativas de nuestra sociedad, puede que salgan mucho de nuestros mejores artistas. ¿Cómo y cuándo? No se puede saber de antemano. Neruda era hijo de ferroviario, y Gabriela Mistral de profesores primarios, pero Matta y Huidobro eran hijos de millonarios o burgueses, como lo eran Silvina Ocampo o Blanca Varela.
La incomprensión no es solo sociológica. Lo que se llama colonia en Latinoamérica y lo que se llama colonia en Estados Unidos son dos cosas totalmente diferentes. El hecho fundacional del barroco y su relación con el lenguaje es perfectamente ajeno al mundo mental americano. La mezcla siempre incandescente entre poesía y prosa que caracteriza para bien y para mal nuestra literatura no resulta del todo traducible al lenguaje New Yorker, uniforme y gentil, inocentón y preciso, en que, sin embargo, los escritores latinoamericanos han terminado por escribir y hasta, a veces, pensar.
Lenguaje claro, imágenes transparentes, una linda epifanía al final, frases cortas, y claro dictadura y/o/u corrupción o narco. Una fórmula que tiene la gracia y la desgracia de ser infalible. Aunque es justo reconocer que muchos, y sobre todo muchas, escapan hacia pesadillas y verbalidades propias (sobre todo en Argentina). Otros escritores ante las escasas traducciones de otras lenguas que circulan en los Estados Unidos han decidido como el argentino Hernán Díaz y la mexicana Valeria Lusselli, escribir directamente en inglés. Libros que no solo están escritos en inglés, con una libertad bilingüe, sino pensado en inglés, para el mercado y el gusto norteamericano. Aunque el tema de sus primeros libros en inglés es justamente ser extranjeros, que es lo que siempre seremos en la cultura anglosajona.
Extranjeros no por un asunto de idioma, religión o pobreza sino por una visión del hombre y del mundo que está llamado a separarnos fatalmente. Porque esencialmente los norteamericanos creen que se puede mejorar a los hombres, que un gesto de pura voluntad puede separarte de las garras del destino, algo en que, por lo demás, no creen (aunque en secreto solo crean en eso). En Estados Unidos la idea de que la voluntad lo puede todo y que los sueños se hagan realidad, como decía La Cenicienta de Disney, es, después de Reagan, innegable. Tan innegable que hasta los que lo niegan lo hacen en su lenguaje. ¿Cómo no leer en esa clave, la de los sueños que se hacen realidad, la transexualidad a lo Caitlyn Jenner?
Tanto el antirracismo como el feminismo norteamericano comparten la ilusión de que se puede educar a las nuevas generaciones y castigar suficientemente a las anteriores para sacar de nosotros mismos esos atroces prejuicios que tanta sangre y dolor han costado. Creen, en substancia, en el hombre nuevo del Che Guevara, idea que terminó por matarlo, porque no encontró campesino boliviano que lo siguiera en este despropósito. Claro que la versión norteamericana del hombre nuevo convive con una capacidad de convertir en marketing, en publicidad, en mercado y productos todos los tropiezos en esta búsqueda insensata. Eso fue, por lo demás, el #Metoo, un intento de reeducación que fue también una operación de mercado que resucitó por algunos meses las finanzas del New York Times y le puso un poco de picante a las alicaídas producciones de Hollywood.
Esa doble dimensión de inocencia salvaje y cinismo financiero choca contra la raíz de nuestro propio cinismo, que no es económico, y de nuestra propia inocencia, que no espera nada del futuro. Así, las universidades norteamericanas y sus diarios nos quieren, con cifras y estadísticas en manos, explicar lo que siempre hemos sabido: que la pobreza es un sistema y no una elección, que el poder es también un sistema y no una elección, que la esclavitud se hereda tanto o más que los millones, que la libertad no es libre y la voluntad no es voluntaria. Descubrimiento tardío, que leyeron por lo demás en un francés aproximativo, que convive mal con la superioridad moral e intelectual de la que hacen prueba incluso cuando tratan de ser humildes. Sobre todo, cuando tratan de ser humildes.
El drama en torno a la apropiación cultural es una muestra más de esa falsa humildad. “Respeto tanto tu cultura que no quiero que me roce siquiera”. O más bien: “Quiero tanto que seas tú mismo que no quiero ni por asomo te mezcles conmigo.” Estados Unidos haría bien en aprender de los romanos y sumar a sus dioses los nuestros. Pero quizás la fragilidad misma de esos dioses suyos hace imposible que los enfrenten con otros. Es imposible que los Estados Unidos pudieran aprender algo de los escenarios en que filmaron la serie Narcos, una de las pocas producciones con escenarios latinoamericanos que llegó al norteamericano medio (junto con el dibujo animado Coco). Una serie donde un brasileño hacía de paisa colombiano y todo era relatado desde las desventuras de dos agentes de la DEA. Menos se puede pedir sutileza de quienes compran sombreros mexicanos en Barcelona, donde son el souvenir más vendido.
España pasaba por alto las sutilezas de nuestras distintas literaturas, porque la sutileza nunca fue un valor que apreciara de sí mismo. Para Estados Unidos no somos siquiera un escenario posible, ni siquiera un imaginario atendible, solo somos los latinos, vestigios de otro imperio, el romano, trabajadores invisibles de sus cocina, espejo en el fondo de la sala en nunca nadie se mira.
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