Valeria Luiselli: “Son las voces de mujer las que me activan, me intrigan y me emocionan”
La escritora mexicana se inspira en su nuevo libro en el drama de cientos de miles de niños indocumentados: “EE UU atraviesa uno de sus momentos más oscuros y no hay una respuesta civil”
Abre la puerta Maya, de 10 años, la hija de Valeria Luiselli (México, 1983), pero la prometedora conversación se ve súbita y dramáticamente interrumpida por Lola, una joven golden retriever que se lanza como un proyectil sobre el inesperado compañero de juegos que le ha regalado esta mañana de agosto en un apacible barrio del Bronx. Los primeros minutos en casa de la escritora transcurren en un lúdico pero exigente forcejeo con la perra, esquivando el mobiliario de un acogedor salón, salpicado de recuerdos. Entre ellos, una foto con Nelson Mandela, de cuando la itinerante familia de Luiselli recaló en Sudáfrica, donde a mediados de los noventa su padre fue destinado a la primera embajada mexicana en el país tras el fin del apartheid.
Esa etapa sudafricana era el material que masticaba la joven escritora para su próxima novela cuando, de pronto, todo cambió. Era el verano de 2014. Llegaban las noticias de miles de niños latinoamericanos arrestados en la frontera estadounidense y encarcelados. Y Luiselli comprendió que tenía que llevar ahí su foco. El proceso hasta que eso se convirtió en su quinto libro, sus dudas éticas y metodológicas, ficcionadas, constituyen una parte de la propia narración. Una de las muchas fibras que conforman la novela.
Aquella realidad que documentaba se volvía cada vez más horrible, y en medio, coincidiendo con el ascenso al poder de Donald Trump, decidió soltar un primer disparo, Los niños perdidos (2017), un breve ensayo basado en su experiencia como traductora de los menores solicitantes de asilo en un juzgado de Nueva York. Liberada de la urgencia, acabó encontrando el tono y retomó la novela. Desierto sonoro, que Sexto Piso publica el 9 de septiembre en español, es una narración ambiciosísima, minuciosa, erudita, cargada de política y de ternura, que The New York Times describió como “un nuevo clásico que rompe moldes”. Es un road trip a las cloacas de la civilización estadounidense. Un viaje, de Nueva York a la frontera, de una familia que se descompone al tiempo que lo hace el mundo que la rodea, y una lúcida reflexión sobre la comunicación entre padres e hijos, sobre la pareja y sobre cómo documentar la vida.
Lola ya se ha calmado un poco, momento en el que Luiselli baja de la ducha, saluda y se sienta en una butaca.
PREGUNTA. En Desierto sonoro hay dos narradores en primera persona, una narración documental, una fotográfica y hasta otra novela dentro de la propia novela. ¿Por qué tantos puntos de vista?
RESPUESTA. Pienso en las novelas como rebanadas de vida. No algo cerrado y bien armado, sino un mundo caótico donde hay amor, sexo, divorcio, confusiones, saliva. Lo que me interesaba era poner esas historias ahí para que los niños de la novela las tejieran. De una manera no pontificante, sino muy natural, como hacen los niños.
P. ¿La obsesión por documentar el mundo, sus sonidos en el caso de los dos protagonistas adultos, no es una resistencia a enfrentarse a él?
R. Creo que no es tanto un temor a relacionarse profundamente con el mundo, sino una medida más desesperada, que se puede ver con más ternura. Si yo no estoy escribiendo, siento que las fibras que me unen con el mundo se hacen muy delgadas. Es a través de la escritura que mi conexión con todo lo que me circunda se vuelve más vibrante. Se observa mejor con una pluma en la mano.
P. Produce un cierto pudor en el lector el no saber distinguir del todo entre ficción y realidad. Los paralelismos de la novela con su vida (el viaje familiar a la frontera, la ruptura de la pareja…) son numerosos.
R. Frasea usted la pregunta de manera muy elegante y se lo agradezco. Pero la verdad es que no me interesa en absoluto el género de la autoficción per se. La separación [del escritor Álvaro Enrigue] fue una coincidencia [risas]. Todos mis libros son sobre divorcios. El ejercicio que estoy haciendo no es el de autores como Knausgård, por hablar de uno reciente, donde sí hay una especie de autoescrutinio à la Montaigne, pero Montaigne más el selfi [risas]. No es eso. Más bien supongo que una va reconociendo sus posibilidades y sus limitaciones como escritora. Y yo sé que lo que sé hacer es documentar las pequeñas cosas de la vida cotidiana. No soy una escritora que pueda generar una especie de empaque al vacío, una burbuja dentro de la cual escribir. Trenzo siempre de manera ficcional, pero hay ciertas fibras que vienen de mi vida personal y mi experiencia.
P. Cuando tenía usted 10 años, su madre les dejó para unirse a la insurgencia zapatista, y eso le hizo a usted odiar la política un tiempo. Fue incapaz de comprender, como el niño en el libro, por qué se ocupaba de otras personas y no de su propia familia.
R. Durante mucho tiempo culpé a mi madre por las decisiones que tomó en su vida relacionadas con sus convicciones políticas. Hasta que empecé a hacerme adulta y entendí lo difícil que es, como mujer, mantener una estructura familiar y estar presente como madre, pero también tener una vida donde eso no esté peleado con las convicciones políticas o con los deberes profesionales. Una madre que se va a trabajar, que se va del círculo familiar a hacer lo que tiene que hacer, es una madre abandonadora. No se juzga con la misma vara a un hombre que a una mujer. Y yo juzgué a mi madre con la vara que la sociedad nos da para juzgar a las mujeres. Ahora agradezco mucho tener una madre con esa fortaleza y libertad. Cómo integrar la maternidad en mi labor política, profesional o creativa es la pregunta constante en mi obra y en mi vida.
P. Dice que la conciencia política le viene de la parte femenina de su familia.
R. Sí, doña Manuela [señala una pequeña foto antigua]. Mi temible abuela. Está ahí viéndonos [risas]. La mamá de mi abuela era una mujer otomí ñañú, es un poco un mito en la familia. Una indígena adoptada por una familia española en Pachuca, que siempre fue muy aguerrida y tuvo mucha convicción política. Por supuesto, no se leía como tal en ese contexto, se entendía como caridad, o qué sé yo. Trabajaba en comunidades indígenas y legó a mi abuela ese compromiso. A las generaciones más jóvenes de mujeres de mi familia nos ha dado una sensación de un linaje femenino fuerte. Aquí, en esta casa, vivimos puras mujeres. Vive mi sobrina de 24 años, se quiere venir a vivir la de 17, mi hija, la perra y mi madre, que se mudó a vivir temporadas conmigo cuando me separé.
P. Salió usted de México con dos años. Vivió en Estados Unidos, Costa Rica, Sudáfrica, la India…, y a los 19 años decide regresar y convertirse en mexicana. ¿Cómo se hace eso?
R. Es imposible [risas]. ¡Los chilangos son recios! Yo tenía como dos orfandades que debía resolver en ese momento de mi vida. Una tenía que ver con mi lengua materna, el español. Siempre me sentí muy insegura en mi lengua materna. Y mi segunda orfandad era mi ciudad, el lugar que durante toda mi vida había sido un poco el paraíso perdido. Yo creo que lo intenté resolver escribiendo mi primer libro. Me fui a México a la universidad después de haber estado en un internado en la India. Luego fui a Madrid y a Barcelona, y en Madrid asistí por primera vez a unos talleres de escritura y empecé a escribir las notas que se convertirían en Papeles falsos, mi primer libro. Leí en español intensamente por primera vez. Entonces regresé a México y escribí el libro. No sé cómo se mexicaniza uno, pero ese libro sin duda fue mi primer intento.
P. Y de pronto, este libro decide escribirlo en inglés.
R. Siempre escribí en los dos idiomas a la par, un cuentito por acá, un artículo por allá. Los niños perdidos lo escribí en inglés y tuve una reunión con mis editores donde íbamos a platicar de la traducción. Fue una reunión a la mexicana [risas]. En una cantina, en la Ciudad de México, y al cuarto tequila ya me habían convencido de que yo era una traidora a mi madre patria y a la Virgen de Guadalupe por haber escrito este libro en la lengua del imperio, y que me tocaba a mí reescribirlo en español, casi como penitencia. Acabé firmando una servilleta, donde me comprometí a reescribir siempre en español yo misma lo que escribiese en la lengua del imperio [risas]. Pero esta novela era imposible de reescribirla yo sola, así que al final rompí mi pacto y trabajé con un traductor.
P. Habla de un efecto positivo de Trump, al movilizar en contra a una parte de la sociedad que antes parecía aceptarlo todo.
R. Sí. Durante la época de Obama era como si no pasara nada, y pasaba. ¿Pero sabe qué? También falta ahora. ¿Cómo es posible que no estén los gringos liberales en la calle gritando? Pienso en la marcha de mujeres de Washington, a la que fui, que en muchos sentidos me llenó de esperanza y en otros me irritó muchísimo porque sentía que había mucha pose. Y, efectivamente, ¿dónde están ahora? ¿Dónde están manifestándose para impedir que sigan encarcelando a cientos de miles de niños indocumentados? Este país está atravesando uno de sus momentos más oscuros y no hay una respuesta civil poderosa.
P. Como hispana, ¿convive con versiones más edulcoradas de esa xenofobia?
R. Son microviolencias. Una de las primeras chambas que me ofrecieron aquí fue escribir una columna para una revista femenina sobre ligar en Nueva York desde el punto de vista de una mujer de color. Empresas cuyas cabezas son hombres blancos pero que quieren ser cool y tener una mexicana, una caribeña, una afroamericana para llenar sus vacíos de contenido. Y la manera en que perciben el mundo es un poco esquemática, limitante. Me siguen pidiendo, publicaciones buenas y serias, cosas de ese tipo. Y no está mal, pues. ¿Pero en qué momento dejas de estar siendo perpetuamente señalado como un otro?
P. Con tantas traducciones, premios y reconocimientos, ¿siente una responsabilidad como de estar abriendo puertas a otras escritoras mujeres hispanas?
R. Más que una responsabilidad, siento una sororidad. Una solidaridad y una camaradería, con la que no crecí. Ahí el mundo sí que cambió para bien hace cinco minutos, algo que se puede decir pocas veces. Cuando yo empecé a escribir, sentías que había como un huequecito para ti como mujer. Crecimos todas con una sensación de que éramos como rivales, había tan poco sitio que había que peleárselo. ¿Quién sabe cómo nos dejamos convencer? Por otro lado, las mujeres latinoamericanas no crecimos leyendo a otras escritoras hispanas. O sea, en el boom, que fue nuestro canon, no había ni una escritora. Fue una labor posterior, la de ir a buscar a esas voces que existían pero que no se escuchaban, y hacernos de una tradición literaria en la que también nos viésemos representadas. Y yo siento que ahora leo a muchas más mujeres. Ya ni siquiera por convicción, o no solo, sino porque es lo que me interesa. Son las voces que me activan y que me intrigan, que me emocionan. Puedo hablar como de una generación de mujeres escritoras hispanas que siento muy cercanas. Hay una sensación de acompañamiento en nuestro camino profesional y vital, y eso está muy bien.
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