‘Narcos’: bostezos y banalidad del mal
Me he sorprendido a mí mismo aburriéndome mucho con la cuarta temporada de 'Narcos', y sería muy injusto que le echase la culpa a la serie
Me he sorprendido a mí mismo aburriéndome mucho con la cuarta temporada de Narcos, que cuenta esta vez la historia de los cárteles mexicanos, y sería muy injusto que le echase la culpa a la serie. En rigor, no puedo decir muchas cosas malas de ella. El problema, creo, es que todas las cosas buenas que puedo decir ya las dije en la primera temporada. El factor sorpresa, que en la temporada anterior ya estaba herido de muerte, ahora es un déjà vu. No solo conozco la historia que me están contando, sino que he oído cada inflexión y me anticipo a cada giro de la trama, a cada recurso estilístico y casi casi a cada plano. Me aburrí porque tuve la sensación de estar viendo una caricatura. Soy incapaz de percibir la tragedia que los guionistas quieren contarme.
Esto es una vuelta de tuerca del tópico de la banalidad del mal de Hannah Arendt. Cuando lo trágico se estira, se exprime y se agota, no deviene cómico, sino grotesco. La sensibilidad se nos encallece y desaparece uno de los grandes poderes de las artes narrativas: la capacidad de identificación. Ya no nos compadecemos ni de los héroes ni de los villanos. Con sus rasgos deformados por la caricatura, los personajes aparecen en la pantalla como expresiones folclóricas. El narco es un estereotipo despojado de su humanidad.
Pasó con la mafia y ha pasado incluso con el Holocausto. A partir de tragedias reales con víctimas reales se han levantado ficciones que, por puro agotamiento -no ya por simplificación, que también-, acaban provocando en algunos espectadores un picor muy incómodo. No es solo que los lugares comunes que se suceden en los planos impidan comprender una historia tan terrible y tan compleja, sino que actúan como una barrera que oculta en vez de mostrar. La pantalla se coloca entre la realidad y nuestros ojos. El aburrimiento es el estadio anterior a la indiferencia, y la indiferencia, el anterior a la sordera. Mis bostezos resuenan en el salón cargados de culpa.
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