Con la cabeza sobre los hombros
El Caudillo de 'Polònia' ha estado en el salón de los catalanes, o donde sea que tengan instalada la tele, y no ha incomodado ni generado franquistas
Llego a la puerta del Born y una señora se me acerca señalándome la estatua. Tengo miedo de que me lance una diatriba política indignada. Voy pensando deprisa posibles respuestas para salir del paso indemne, pero pronto descubro que me he precipitado. La señora solo sonríe y me comenta: “Mira, ya ves, te han decapitado”. Le devuelvo la sonrisa y respondo cualquier cosa improvisada y no muy brillante. Espero que no me lo tenga en cuenta. No estaba preparado. Hace 24 horas este espacio era un campo de batalla de serie B y me ha acabado sugestionando. En cambio, ahora, en la plaza del Born, el único que no tiene la cabeza donde toca es Franco. El de encima del caballo.
Es martes por la tarde y el público que rodea las estatuas y visita la muestra en la sala interior del Born se comporta como hacemos todos en cualquier exposición: mira, pasea por delante de las fotografías, espera con impaciencia que se aparte el que hace más de cinco minutos que permanece impasible ante una vitrina, y si hace falta, elogia o critica (criticable, por ejemplo, el tamaño de los textos que acompañan las imágenes: quién sabe si es una manera de hacer memoria histórica de un régimen que desconfiaba de quienes leían demasiado).
La muestra habla de tres estatuas, dos del franquismo y una de la República. Pero el Generalísimo decapitado es el que más llama la atención. Vaya, de eso se trata. De conseguir que nos acerquemos —físicamente, quiero decir, no en sentido metafórico— y nos demos cuenta de lo que significó el franquismo y toda su enormidad terrible y monumental. La memoria histórica funciona así, reproduciendo o revisando las imágenes, los documentos y los objetos del pasado, analizándolos e intentando aprender, para evitar repetir los errores y para saberse proteger de los peligros. Pero si no recuperamos las imágenes, poca memoria podremos tener. Los que no lo sufrieron en vivo y en directo por supuesto que no se harán una idea auténtica solamente con las palabras.
Confío en que se impondrá la visión tranquila de la exposición. Tengo argumentos para pensarlo. Hace más de diez años que, por mi culpa, la gente recibe directamente en casa la imagen de Franco, ecuestre o de pie, pero con la cabeza en su lugar —físicamente, quiero decir, no en sentido metafórico—, profiriendo barbaridades de facha sin fisuras. Y diría que ha provocado siempre más risas que indignación. No risa cómplice, sino risa liberadora, vengativa, si queréis, risa que también es memoria histórica, de una manera u otra.
El Caudillo de Polònia ha estado en el salón de los catalanes, o donde sea que tengan instalada la tele, y, a tenor de las reacciones, no ha incomodado y, por supuesto, no ha generado franquistas. ¿Acaso alguien podría empatizar con un tipo que dice: “Estoy a favor de la desmembración, pero no de España, sino de los cuerpos de los individuos. Rojos, por supuesto”? Imposible.
El Franco descerebrado de Polònia no ha generado indignación porque la gente sabe distinguir entre la realidad y la ficción. El Franco decapitado del Born también está allí como una ficción, una representación del pasado que ya no está y que podemos interpretar con perspectiva.
Dentro del Born, medio escondido entre cortinas, hay otro Franco, una cabeza sin cuerpo que el artista Eugenio Merino colocó un día en una nevera de Coca-Cola. Entonces los indignados fueron los franquistas, los mismos que también han pedido que se suspenda la exposición del Born. Estos sí que tienen motivos para rechazar la revisión del pasado, y la memoria. Estos no se ríen.
Manel Lucas es periodista. Imita a Franco en el programa Polònia.
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