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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Espejo de falacias

A cuenta del cegador ‘Procés’ se han creado engaños que los medios de persuasión se ha encargado luego de alimentar

Aunque se haya travestido de radicalismo democrático y regeneradora devoción para difundir su flamante evangelio, el establecimiento de poder catalán está mucho más entreverado con el español de lo que presume, como la misma sociedad que lo sustenta. Y a cuenta del cegador Procés, propulsado por el imaginario que sus medios de persuasión multiplican, ha sumado un buen número de falacias a las muchas con las que la nomenklatura con sede en Madrid fomenta la quiebra económica, política y cultural en curso. Revisemos hoy algunas, entre las muchas posibles.

1.— La primera es la falacia del “expolio fiscal”, locución profusamente usada hasta anteayer que ha hecho de las maltrechas clases medias catalanas una versión estrellada de Fuenteovejuna. Uncida al sintagma “Espanya ens roba”, convenció a decenas de miles de ciudadanos de que la sin duda mejorable balanza fiscal entre el Principado y el resto del país es comparable al infame expolio que las poblaciones indígenas africanas, asiáticas y americanas sufrieron a manos de las metrópolis europeas; de que la acomodada Cataluña es una de las últimas colonias del renqueante imperio español; y de que, claro es, sería mucho más rica y plena si se desembarazase del castizo vampiro hincado en su lomo.

Con todo, ha perdido buena parte de su fuelle desde que el sorpresivo derrumbe del pujolato sembró la sospecha de que una ingente trama de autóctona corrupción pueda haber medrado impune, durante más de treinta años, bajo el palio de la senyera.

2.— Muy extendida en círculos soberanistas gracias al ascendiente de Carod-Rovira y de Rubert de Ventós, la segunda falacia pretende que el independentismo en boga es un fenómeno de nuevo cuño, invención histórica de vanguardia que nada tendría que ver con nacionalismos e identitarismos de raíz romántica, sino con un multiidentitario y ultrademocrático proyecto de regeneración cívica. Una innovadora revolución proyectada al futuro, en suma, y no una versión maquillada del nacionalismo herderiano y de sus nostalgias de etnia, pureza y pasado —tan bien resumidas en la obscena, apabullante mixtificación a cuenta de 1714. De ahí que quepa preguntar: ¿cómo es, siendo así, que sus defensores restringen tan envidiable proyecto a la sola población del Principado y privan de él a las otras que integran la Pell de Brau denostada? ¿Cómo justificar semejante exclusión si no es trazando un espacio de soberanía restringida, un demos basado en una definición apriorística —étnica, nacionalista e identitaria— de lo que “nosotros” somos y no pueden ser “ellos”?

Por más que sea pronto aún para medir su influjo, puede decirse ya que la revelación de Pujol ha hecho trizas la espejeante luna ante la que una variopinta ciudadanía se soñaba

3.— La tercera falacia presume que el Procés surge de la voluntad del “pueblo” catalán, cuya espontánea vindicación habría cogido hace tres años por sorpresa al establecimiento político ahora afín, que se habría limitado a encauzarla. Se trata, en realidad, de una falacia doble. Primero, porque presupone la existencia de un volk, una comunidad homogénea y unánime allí donde solo existe una sociedad móvil, heterogénea y abierta. Y después, porque le atribuye la condición de prístino manantial del que brotaría la soberanía, y una legitimidad superior a la legalidad del Estado de derecho que el voto de la sociedad catalana lleva 35 años sancionando. De ahí la exhortación a la desobediencia civil, en boca de Forcadell y Junqueras. Y de ahí también la fantasía según la cual los medios de persuasión del soberanismo se habrían limitado a reflejar lo que ocurre, cuando llevan décadas configurándolo.

4.— La cuarta y última falacia, sin duda la más incisiva y sutil, sostiene la muy difundida creencia de que existe un fet diferencial que distinguiría cualitativamente el ser catalán del español. Así las cosas, las querencias carpetovetónicas, caciquiles y corruptas arraigadas allende el Ebro serían, aquende este, superadas con creces por una comunidad milenariamente democrática y cívica, industriosa y honrada, adelantada y moderna. Esta es la premisa psicológica, jamás reconocida ni confesada, en la que abreva el ufano, castizo narcisismo que la constelación soberanista exhibe, encantada de admirarse ante el espejito mágico que empuña bruñido, precisamente, por la denigración del “otro” supuesto.

Por más que sea pronto aún para medir su influjo, puede decirse ya que la revelación de Pujol —instada por la justicia española, para más inri— ha hecho trizas la espejeante luna ante la que una variopinta ciudadanía se soñaba. Prohombre arquetípico, padre de la patria y maestro de virtudes y moral, antropológico emblema del presunto ser nacional y de la tautológica identidad nostrada, el president por antonomasia arrastra con su caída el pulcro, historiado velo que pintaba de tornasoles la ambigua e intrincada realidad, y hace esquirlas un espejo ante el que ya no cabrá ensalzarse. El mesías con el que tantos se identificaban es solo un hombre imperfecto y equívoco, semejante a sus pares vecinos. Casi nada ni nadie han quedado indemnes, no cabe duda. Siga adelante el Procés, pero no sobre tales falacias.

Albert Chillón es profesor de la UAB y escritor.

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