El 3% y la lealtad institucional
Los casos Palau y Pujol cuestionan la eficacia de la auditoria que el Tripartito realizó sobre los años de CiU
Cuando el Tripartito llegó al poder, en diciembre del 2003, el terror se apoderó de CiU. Marta Ferrusola describió así el acontecimiento: “Es como si entran en tu casa y te encuentras los armarios revueltos, porque te han robado”. La esposa del presidente Pujol consideraba que la alianza impía de socialistas, republicanos y ecosocialistas había arrebatado con formas non sanctasal partido de su familia el poder en unas elecciones en que por número de diputados —no de votos— ganó Convergència. La lencería añeja celosamente guardada en el armario de la Generalitat iba a ser finalmente expuesta a los ojos del populacho.
Desde el Tripartito se aseguraba que era necesario hacer limpieza y ser transparente. Había que evidenciar que las comisiones por adjudicación de obras y los negocios intersticiales —entre lo público y lo privado— de algunos de los hijos de Pujol iban más allá que la mera leyenda urbana. Como sucede casi siempre, una parte (pequeña) de la prensa catalana -este diario incluido- se había hecho eco de las irregularidades cuando estas habían llegado a la justicia. Pero ahora, prometían los clarines, se iba a ir al fondo.
Se encargó una gran auditoría que suscitó más expectativas de las que habían puesto los carlistas en el cañón llamado la chocolatera, un artefacto que iba finalmente a dotar de artillería a los hombres del general Savall. Pero tan deseado cañón, como relata Josep Pla, explotó al hacer el primer disparo y no causó víctima alguna entre los liberales. Quienes más riesgo corrieron fueron los carlistas que lo dispararon. La chocolatera se rompió en mil pedazos porque había sido fabricado por un artesano que se dedicaba a hacer cencerros para vacas, no cañones para la fiel artillería.
Algo de eso le sucedió al Tripartito. Auditó a los gobiernos de Pujol “de forma transversal” (industria del cencerro), pero no profundizó en la adjudicación de obra pública (artillería pesada). Algunos consejeros del Gobierno catalán consideraron entonces que la alianza de izquierdas se había autocastrado. Pero nadie abandonó el Ejecutivo de Maragall. Impusieron su criterio aquellos que creyeron necesario no llegar al fondo por “lealtad institucional” con sus predecesores. Para que no pareciera una vendetta, un ajuste de cuentas con CiU, se optó por el camino de la “lealtad institucional”, una expresión que desposeída de pomposidad se asemeja peligrosamente a la omertà. Total que el pacto de caballeros acabó perjudicando a los ciudadanos, ese corpus social que es tan deseado cuando vota cada cuatro años.
A lo máximo que llegó elTripartito fue a proseguir con una auditoria de adjudicación de obra pública -obligada por la Unión Europea- que solo tocaba a los fondos comunitarios. Pero nada más. En su día el Departamento de Economía ya aseguró que no se trataba “de buscar y destapar escándalos, sino de analizar actividades transversales”. Como era de esperar no apareció nada de nada. Se impuso esa creencia convertida en dogma de que la corrupción acaba perjudicando al prestigio de todos los partidos políticos, un argumento servido en bandeja para quienes hablan de casta. Solo se investigó un poco Adigsa, esa empresa pública que adjudicaba obras sin contrato. Vamos, un sistema libérrimo a tope.
Pero eso resultó ser poco. Con los años el iceberg comenzó a emerger. En 2009, salió a flote el caso Palau, por el que CDC mantiene su sede embargada. El juez consideró que Convergència pudo presuntamente levantarse 6,6 millones de euros en comisiones, precisamente por obra pública, la que no fue auditada. Ahora con la aparición del caso Pujol, muchos convergentes -el portavoz Francesc Homs entre ellos- han afirmado que los años de CiU fueron investigados del derecho y de revés. En marzo de 2005, Artur Mas tuvo el valor de querellarse por un “presunto delito de calumnias con publicidad” contra el presidente Maragall, quien les acusó en el Parlament de cobrar comisiones en la obra pública del 3%. Mas, en el fragor del debate sobre la honradez, llegó a supeditar el consenso sobre el Estatut a que Maragall retirara esas palabras. Aunque eran meras palabras el entonces president se retractó. El Tripartito ya había fundido sus argumentos con su indulgente auditoría de los años de CiU, ese cañón que acabó estallando al primer disparo. Se comportaron como asustados masoveros de un Palau de la Generalitat cedido temporalmente en alquiler por sus propietarios legítimos, según la doctrina Ferrusola.
Han pasado los años y mañana, lunes, Jordi Pujol Ferrusola acudirá a prestar declaración ante la Audiencia Nacional por su riqueza tan sospechosamente repentina como la de los pobres de Kombach. Su padre, el expresidente Pujol, comparecerá ante el Parlament a partir del 22 de septiembre para explicar su fraude fiscal continuado desde 1980 hasta 2014. El panorama político no se asemeja en nada al de antaño. La pérdida de hegemonía del pujolismo convergente y el desprestigio de muchos políticos ha permitido que haya dejado de ser un traidor a Cataluña quien se querelle contra el ex presidente y defraudador confeso.
Parece el argumento de una telenovela. Pero todo esto sucedió durante años y muchos callaron. Otros no.
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