Tutankamón y el escarabajo verde
Era estupendo tener ganas de ver a alguien en Luxor que no fuera una momia
Hacía un calor de órdago en Luxor, el ambiente estaba cargado y yo viajaba solo. Coincidir con la noticia de las sentencias de muerte dictadas contra los Hermanos Musulmanes y los rumores de tanques en las calles de El Cairo no daba muy buen rollo. Egipto de noche puede ser un lugar desolador. De camino al hotel, con un taxista hosco y malcarado, en una oscuridad desabrida y pegajosa, el anhelo de reyes, tumbas y aventuras se me disolvió de golpe. Me eché a dormir buscando en las sábanas y el aire acondicionado refugio contra la realidad. Desperté sobresaltado, emergiendo de una confusa melaza de sueños raros. La habitación ya estaba llena de luz: la epifanía deslumbradora del amanecer en el alto Egipto. Una enorme corneja negra me observaba torciendo el cuello perchada en la barandilla de la terraza. Los dioses y los muertos esperaban.
Apenas puse el pie fuera del hotel, en la Corniche que rielaba como un horno, se abalanzaron sobre mí vendedores de souvenirs, conductores de calesas, los dueños de las tiendas vecinas, varios mendigos y hasta un peluquero. Todos reclamaban mi atención amable pero insistentemente. Es el resultado de la deserción del turismo: los locales se tienen que ganar la vida y tú eres literalmente la diferencia entre un día sin un céntimo y una jornada de provecho. Deploré no haberme caracterizado de recio nubio o de mudo sangali, el disfraz que adopta Faversham en Las cuatro plumas para infiltrarse en el ejército del Mahdi.
Caminé hacia el embarcadero para cruzar al lado oeste del Nilo, la zona de las necrópolis, seguido de un cortejo como si fuera una atracción local y declinando pacientemente la impresionante oferta de servicios mientras trataba de hacerme pasar sucesivamente por arqueólogo, funcionario de la UE, amigo del secretario general de la organización de antigüedades y poeta griego. Y entonces vi a Hamam. Estaba recostado como un gran gato rollizo en la balaustrada, balanceaba una babucha en la punta del pie que surgía de la túnica y lucía bajo el turbante una gran sonrisa pícara. Me guiñó un ojo. Que un tipo con aspecto de formar parte de la cuadrilla de saqueadores de tumbas de The Mummy me guiñe un ojo camino del Valle de los Reyes suele ponerme sobre aviso. Pero me sentía solo y cansado, no me veía con fuerzas de librarme del enjambre formado a mi alrededor y necesitaría transporte al cruzar el río.
En cuanto me puse en sus manos mi coro de peticionarios se disgregó como por arte de magia
En cuanto me puse en sus manos mi coro de peticionarios se disgregó como por arte de magia. Enseguida vi que había fichado mucho más que un taxista: mi hombre era un dragomán, un guía y un salvoconducto. Lord Carnarvon no hubiera dudado en contratarlo y hasta en llevárselo para que le sirviera el té en Highclere. Componíamos una extraña pareja en el ferry popular, donde abundaban los hombres piadosos con la zabiba, la marca del rezo en la frente, y las mujeres veladas. El raro allí era yo. Nadie más se tocaba con un sombrero que llevaba estampada la leyenda Formentera ni se echaba agua por la cabeza con cara de Gordon en Jartum</CF> y musitando “¡Jope, qué calor!”. Hamam pasaba vergüenza ajena.
Me llevó hasta la casa de Howard Carter conduciendo a través de New Qurna junto al canal. Todo el mundo lo saludaba; mi hombre era una celebridad. Quedamos en que volvería a buscarme en unas horas mientras yo asistía a la inauguración de la copia de la tumba de Tutankamón. Tras la ceremonia hice tiempo visitando la vivienda-museo del descubridor. Estuve tentado de llevarme de una percha un sombrero de Carter, dejando a cambio el mío. Pero lo de Formentera hubiera quedado raro y despistado a los biógrafos. Hamam me vio aparecer con alivio. La verdad es que yo podía haberme marchado con cualquiera de los asistentes al acto. Mi fidelidad le conmovió. Le pedí que me llevara al Valle de los Reyes y allí me esperó mientras yo pasaba una extraordinaria hora a solas en la verdadera tumba del joven faraón. Dejé el sepulcro con la sorprendente sensación de que echaba más a faltar a Hamam que a Tutankamón.
Era estupendo tener ganas de ver a alguien en Egipto que no estaba momificado. Me propuso ir a tomar algo y dejarnos de muertos y monumentos — “las cosas más tristes del mundo”, como decía Vivant Denon—. Le confesé que además de las momias me encantaban los pájaros y me llevó a un bar destartalado al aire libre en la orilla del Nilo. Tomamos asiento en unos sillones desvencijados, prácticamente entre cañaverales, y ahí nos quedamos repanchingados, observando el templo de Luxor al otro lado, los botes que cruzaban y las aves. Pegué un brinco al creer ver un cocodrilo nadando entre las plantas. Hamam rió. En realidad era un varano, un gran lagarto. Llegaron entonces los martines pescadores blanquinegros y me extasié viéndolos suspenderse en el cielo y dejarse caer como flechas para sumergirse y capturar pececillos. Hamam me miraba complacido y le dije que para mí era un momento de absoluta felicidad. Asintió.
Al cabo de un rato hablábamos de la vida en general. Con esa manera doliente y lacrimosa que tienen los egipcios de explicar sus cuitas, me informó que tenía seis hijos, cinco chicas —detalló sus nombres que me sonaron preciosos como nombres de estrellas— y un chico, el pequeño. Añadió que era muy duro salir cada día a buscar trabajo, sin ninguna garantía, para darles de comer a todos. Pese a su aspecto de personaje de Los cigarros del faraón hablaba un inglés mejor que el mío. Por no mencionar que bebía cerveza. Me explicó que había vivido en Alemania un tiempo. Viajó allí por una confusa historia con una mujer alemana. Trabajó en un bar e hizo otras cosas que me pareció que prefería no recordar.
Con esa manera doliente y lacrimosa que tienen los egipcios de explicar sus cuitas, me informó que tenía seis hijos, cinco chicas
Insistió en acompañarme de vuelta y a cambio yo le invité a visitar el Museo de la Momificación, en el que no había estado nunca. Le interesó, pero creo que hubiera preferido otra cerveza. Al marcharse me preguntó con extremada delicadeza si le podía pagar, porque tenía que hacer cuentas con el propietario del coche. Lo hice, era una suma muy razonable, incluso por debajo de lo que yo calculaba. Comprendí que ese dinero significaba mucho para él y los dos lo disimulamos. Quedamos en ir a dar una vuelta por la tarde, ya solo por el placer de vernos. Al reencontrarnos nos saludamos como viejos amigos y nos palmeamos la espalda entre risas, para sorpresa de los transeúntes. Descubrimos que teníamos la misma edad e incluso habíamos nacido el mismo mes. Hamam me llevó a un bar al otro lado de la plaza de detrás del templo de Luxor. Desde el piso de arriba había unas vistas estupendas. Yo pedí un Sprite y él una cerveza. Hablamos de lo que hablan los amigos. De inquietudes y de ilusiones, de la dificultad de mantenerte a la altura de lo que te exige la vida y de lo que esperas de ti mismo. El tiempo corrió veloz. Luego paseamos, sin dejar de conversar, junto a la avenida de esfinges y la iglesia copta.
Hamam me pasó a buscar al día siguiente de madrugada para acompañarme al aeropuerto. A cual más dormido, nos mantuvimos casi en silencio hasta llegar a la terminal. Un vapor se alzaba del suelo mientras la tierra se despertaba. Al bajar del coche le regalé a Hamam un libro sobre los pájaros de Egipto en el que había metido discretamente unos billetes. Nos abrazamos y nos besamos en las mejillas a la manera árabe. Al marcharme, Hamam me puso algo en la mano. La abrí mientras él subía al pequeño automóvil y se alejaba. Era un sencillo escarabajo en piedra verde. Lo aferré como si me llevara un trozo del verdadero corazón de Egipto. Me pareció más grande que las pirámides y más refulgente que el sol cuando se alza sobre las montañas para iluminar y llenar de calor el viejo y amado país del Nilo.
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