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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Los enemigos de la Constitución

Algunos se oponen a la reforma constitucional pero en realidad se oponen al consenso, que es el espíritu de la Constitución

Lluís Bassets

Hay consenso, aunque parezca mentira. En casi todo hay disenso, menos en un punto minúsculo, pero trascendental, porque puede ser el de partida. Parece que hay acuerdo en que se ha roto el consenso y que nada se podrá hacer si no conseguimos recuperarlo, por pequeño que sea. Este consenso minúsculo señala una dirección. En vez de seguir peleándonos sobre quién empezó, si fue Aznar o fue Maragall, si es deslealtad de unos o de otros, culpa de Rajoy o de Mas, vamos a empezar a mirar hacia adelante.

Crece la idea de que hay que reformar la Constitución, un territorio precisamente nada fácil para el consenso. Los que quisieran recentralizar España, limitar el autogobierno catalán y terminar con la inmersión lingüística seguro que también quieren reformar la Constitución, pero en sentido contrario al consenso. Lo mismo sucede con quienes sitúan la celebración de una consulta de autodeterminación como paso obligado y punto de partida, hasta el punto de que solo quieren dialogar y pactar cómo realizarla.

Fijémonos que ambos, quienes quieren recentralizar y quienes quieren irse, tienen algo en común. Ambos utilizan la Constitución en contra del consenso. Pedir la aplicación del artículo 150.2, que permite transferir al Gobierno catalán la competencia para la celebración de una consulta sobre la independencia de Cataluña, es utilizar la Constitución española como instrumento que conduzca a salirse del amparo de la Constitución española, es decir, a destruirla. Utilizar el artículo 155 para suspender la autonomía catalana es también otra forma de utilizar la Constitución en contra de la Constitución, puesto que el derecho a la autonomía viene reconocido y garantizado nada menos que en el artículo 2, que es el que invoca la unidad de España.

Ambas posiciones trabajan en contra del consenso, y aunque se apoyen en la literalidad de dos artículos, el 150.2 para unos y el 155 para otros, son anticonstitucionales, es decir, atentan contra el espíritu de la Constitución, que es precisamente el consenso. Hay quienes se oponen tajantemente a la reforma de la Constitución, pero en realidad a lo que se oponen es al consenso.

El primer y elemental paso para recuperar el consenso es reconocer que se ha roto. El segundo requiere un acto de mayor trascendencia: recuperar la voluntad de consenso. Para dar ambos pasos es muy bueno fijar previamente la posición propia. Ya lo han hecho algunos, pero no lo ha hecho todavía el Gobierno ni el PP. Después hay que abrirse al consenso, cosa que solo se puede hacer cuando se está dispuesto a escuchar y atender las razones de la otra parte y, al final, a pactar, que significa ceder por parte de todos.

El mayor esfuerzo corresponde a quienes quieren que nos quedemos exactamente tal como estamos ahora y a quienes han decidido ya irrevocablemente que quieren irse. Son los partidarios del disenso, no del consenso. Quien quiera diálogo, tenga deseos de pacto o imagine reformas constitucionales debe alejarse rápidamente de estos dos extremos.

Tiene razón Sol Gallego en su artículo de ayer en EL PAÍS Domingo: la Constitución no tiene la culpa. La culpa la tiene el disenso, que es precisamente el enemigo de la Constitución. Recuperar hoy el espíritu de la Constitución, es decir, el consenso constitucional, no debiera ser sobre el papel más difícil que en 1978. Pero quizás lo es: no basta con un consenso sobre las libertades, la democracia y una autonomía inicial, sino que hay que entrar en detalles y enmendar errores que no pertenecen a un régimen dictatorial periclitado, sino a todos los que han participado en la democracia hasta ahora.

El consenso requiere divisiones y capítulos. El primero es de orden fiscal y obliga a que pacten las comunidades que más reciben y las que más aportan, incluyendo además a quienes preferirían quedarse fuera del consenso, que son navarros y vascos. El segundo es lingüístico y exige pacificar y pactar las políticas, la enseñanza y el reconocimiento de la lengua catalana en el conjunto de España y específicamente en las comunidades donde se habla. El tercero es el más político, y conduce al reconocimiento de la personalidad diferenciada de Cataluña dentro de España.

Todavía sería posible reforzar el consenso en otros capítulos. Por ejemplo, en infraestructuras. Es evidente que las inversiones en el corredor del Mediterráneo o la transferencia de la gestión del puerto y el aeropuerto de Barcelona harían un bien enorme. También lo haría la recuperación de la vieja idea, de raíz federal alemana, que sitúa organismos e instituciones del Estado en capitales autónomas: el Constitucional en Barcelona y el Senado en Sevilla, por ejemplo.

Todo esto son campanas celestiales, es verdad. O tarea para colosos, tipo Mandela, de los que ya no hay. Más fácil es maquillar la Constitución sin recuperar su espíritu, que es el consenso, cosa que no servirá para nada y nos dejará cabalgando hacia ninguna parte bajo la dirección de los partidarios del disenso anticonstitucional.

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Sobre la firma

Lluís Bassets
Escribe en EL PAÍS columnas y análisis sobre política, especialmente internacional. Ha escrito, entre otros, ‘El año de la Revolución' (Taurus), sobre las revueltas árabes, ‘La gran vergüenza. Ascenso y caída del mito de Jordi Pujol’ (Península) y un dietario pandémico y confinado con el título de ‘Les ciutats interiors’ (Galaxia Gutemberg).

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