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Cómo sacarle provecho a la envidia (y evitar que te amargue la vida)

Bien encauzada puede convertirse en un motor de superación personal y profesional, solo hay que saber razonar... así que no será sencillo conseguirlo

No es cierto que el cuerpo segregue más bilis con la envidia, quizá incluso produzca menos.
No es cierto que el cuerpo segregue más bilis con la envidia, quizá incluso produzca menos.Shannon Fagan / Getty Images
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Estás en la oficina sacando adelante el trabajo atascado —casi olvidado— durante el confinamiento, cuando una infeliz idea se abre paso hasta la punta de los dedos. Presionas Enter y abres la puerta a Instagram. Mal hecho. Las fotos de amigos en la playa, poniéndose morados pese a que este debía ser el verano de la contención, se despliegan como una plaga. El veneno de la envidia entra por los ojos, llega a la sangre. Demasiado tarde para controlarlo. ¿O no? Parece una avalancha, pero hay formas de cortarla de raíz. A veces incluso conviene dejarla hacer; bien domesticada puede ser buena compañía.

“Mi primer deseo envidioso fue el de salir de mi pueblo pequeño y pobre de Castilla, envidiando a cuantos camioneros circulaban por la carretera libremente”, admite el psiquiatra Baltasar Rodero, fundador del Centro Rodero. Lo dice sin pudor, sin un ápice de vergüenza. “Podemos envidiar que a uno le toque la lotería, o que otro haya obtenido un premio, que haya aprobado una oposición, que le premien con un ascenso en el trabajo, esto es una envidia cotidiana y normal”. Todos, absolutamente todos envidiamos. O, mejor dicho, nadie se libra de envidiar de esta manera. ¿Envidia sana? Quizá.

‘Schadenfreude', el bien delimitado límite del diccionario alemán

Quizá, porque lo único claro en este difuminado territorio (piénsalo bien, ¿a cuántas personas conoces que sean claras y transparentes sobre estos rejonazos emocionales?) es que definitivamente esta no es la envidia destructiva que convierte el deseo en tragedia, la que alimenta el resentimiento y los sentimientos de inferioridad. No siempre te consumirá querer lo que tiene el otro, especialmente cuando tú no tienes gran cosa; nadie te culpará por haber criticado el mensaje del creador de los estudios DreamWorks, David Geffen, cuando infundió ánimos al mundo en tiempos de confinamiento desde su megayate de 82 habitaciones. Su mensaje lo dice todo: “La puesta de sol anoche. Aislado en las islas Granadinas, evitando el virus. Espero que todos estéis bien”.

Tampoco serás juzgado por haber envidiado a los afortunados con terraza durante el encierro, cuando lo más parecido que tienes en tu bajo es una ventana a un patio de luces; ni a quienes pasaban horas en la calle con la excusa de pasear al perro mientras tú ni siquiera tenías plantas que regar —inconvenientes de ser amante acérrimo de los cactus—. Y no es raro que envidies a los teletrabajadores cuando tu empleo te obliga a exponerte al coronavirus, ni a quien conserva el trabajo cuando tú te has quedado en paro, ni a quien tiene clases particulares por Zoom mientras tú dedicas los ratos libres a aprender a hacer raíces cuadradas para, lo que es peor, explicarle a tu poco aplicado vástago qué son y para qué sirven.

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Hasta ahí, todo bien. La cosa cambia cuando uno hace el movimiento definitivo con el que rufianes y virtuosos se han ganado la condena por igual: la envidia, en sentido estricto, tiene más que ver con el deseo de que el otro, el envidiado, no tenga lo que tiene. Entonces sí, el sufrimiento está garantizado, y quizá te visite acompañado por un deterioro de la salud mental. Envidiar provoca resentimiento y rabia y, según Rodero, el envidioso jamás disfruta y vive sin paz ni serenidad. “La infelicidad eterna será su permanente compañía”, advierte.

No te pondrás verde de envidia, eso es un mito que procede de la extendida creencia de que la vesícula biliar genera más bilis y el color verdoso llega a la piel (solo funciona en personajes como el Grinch). Pero los científicos sí han detectado reacciones medibles en el organismo: segregamos más saliva y se altera nuestra frecuencia respiratoria y cardíaca. Y un estudio del Instituto Nacional de Ciencias Radiológicas de Inage-Ku (Japón), publicado en la revista Science, demostró que la envidia estimula la corteza cingulada anterior dorsal, una de las regiones cerebrales encargadas de regir el dolor físico.

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Después de practicar resonancias magnéticas a 19 sujetos sanos, los científicos concluyeron que los sujetos se sentían tanto más satisfechos cuanto peor le iban las cosas a los demás, y ese sentimiento desarrollaba actividad en una zona del cerebro que procesa las recompensas. Así que se puede afirmar, por un lado, que a veces nos alivia que otros no obtengan el éxito soñado (el alemán tiene una palabra para definir esa “alegría por el mal ajeno”, schadenfreude) y, por otro, aquello de que la envidia duele. Y mucho.

Para el especialista, la que más daño provoca es la que sucede en contextos jerárquicos; por ejemplo, cuando un jefe envidia a un subordinado fiel y trabajador al que sabotea y critica porque no acepta su talento. “Aunque quizás la más desgraciada sea la que ocurre entre hermanos, que se comienza a sentir en la niñez cuando uno de ellos se siente menospreciado o excluido, creciendo en él infinitos deseos de venganza que van a ir en aumento, pudiendo cristalizar en peleas graves o desencuentro incluso cruentos”, afirma. Pero también hay buenas noticias.

De frustración a motivación, o cómo endulzar el mal trago

La buena noticia es que se puede detener el proceso tomando el mando del cerebro. Se trata de crear una emoción más fuerte, incompatible con la que queremos eliminar. ¿Y cómo se consigue crear una emoción más fuerte que la envidia? “Razonando, pensando. Si piensas que lo que tiene el otro es resultado de que ha sido una persona trabajadora, motivada, que se ha esforzado y que lo que tiene no lo tiene para hacerte daño a ti, lograrás reducir la envidia”, explica el catedrático de Psicobiología y director del Instituto de Neurociencia de la Universidad Autónoma de Barcelona, Ignacio Morgado. “Una fórmula muy sencilla es pensar qué gano yo envidiando. La envidia no tiene ninguna ganancia”.

Aunque, bien pensado, puede que el mal trago sí valga para algo. Después de todo, existe una envidia que nos impulsa a conseguir mejoras en nuestra vida profesional y personal. Esto sucede cuando, al envidiar a alguien, en lugar de desear que deje de poseer lo que tiene, nos centramos en conseguirlo nosotros. “A veces veo que una persona está haciendo el cartel para determinado festival o la portada de un libro que mola y pienso ‘ojalá algún día yo haga eso’ o ‘qué habrá hecho para tener esta oportunidad o llegar a este punto’, cuenta el arquitecto y diseñador gráfico Simón Castro. “Pero intento convertir esa pequeña frustración interna en motivación para llegar a conseguir mis propias metas”, añade. Exactamente de eso se trata, de convertir la envidia en un motor que nos impulse a superarnos.

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Cuando, a pesar del esfuerzo, uno no consigue dejar de envidiar a aquel que tiene un cuerpo diez, una casa de ensueño y un cajón desbordado de los sobresalientes de sus hijos, y nota que el sentimiento va a peor con los años, puede poner el problema en manos de un profesional. “Mediante técnicas conductistas se puede atenuar la sensación de desazón y atomizar su expresión, y con ello conseguir un mejor manejo del sentimiento”, asegura Rodero. No siempre es sencillo deshacer el nudo de las emociones, ya que una puede llevar a la otra en una cadena que, para cuando uno quiere cortarla, ha perdido todo huella de donde comenzó. Pero suele ser una buena de intentarlo, y la psicología para gestionar las emociones, en general, tiene varias técnicas que cuentan respaldo de alguna evidencia científica.

Si no es envidia, ¿qué es lo que sientes?

Cumplir el objetivo de controlar las emociones comienza por una tarea obvia pero desatendida, la de nombrarlas adecuadamente. Curiosamente, la envidia no siempre se reconoce bien, y es habitual mezclarla con los celos, incluso usarlos como sinónimos. En realidad, aunque ambos sentimientos comparten una base parecida, la motivación de cada uno de ellos no solo es distinta sino que es contraria. “El celoso vive con temor el riesgo de perder aquello que siente como suyo. La envidia, en cambio, es un deseo incontrolable de que el otro no posea o disfrute lo que tiene”, aclara Rodero. Un celoso teme perder a su pareja a manos de otra persona; al envidioso, por su parte, le cae mal que otros tengan pareja y él no.

Y aunque estos tengan un motor diferente al de la envidia, también se pueden convertir en un problema y en algo dañino: según un estudio publicado en la revista Emotion en 2015, la parte de nuestro cerebro que nos hace sentir celos se sitúa en el lóbulo frontal, una de las áreas del cerebro que procesa también el dolor físico. A más celos, sean del tipo que sean, mayor grado de padecimiento. Y mayor probabilidad de tomar decisiones estúpidas. ¿O no? La respuesta seguro que ya la sabes.

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