John Irving: “Lo ‘woke’ es irritante y feo, pero peor es tener un republicano en la Casa Blanca”
El escritor, que se nacionalizó canadiense en 2019, regresa con ‘El último telesilla’, fresco de más de 1.000 páginas de la historia reciente de Estados Unidos, con todas las obsesiones que han hecho de él uno de los autores literarios más exitosos del último medio siglo. ‘Babelia’ lo entrevista en exclusiva en Toronto
Sobre la enorme mesa de trabajo en forma de L del escritor John Irving hay unas pilas de papeles de diferentes grosores. Cada una corresponde a un proyecto novelístico: están llenas de notas con anécdotas, arcos narrativos, descripciones de personajes, fechas, muertes… Cuando el autor de El mundo según Garp pasa la página de un libro que acaba de publicar, decide entre esos montones con cuál piensa continuar una de las más singulares y exitosas trayectorias de la narrativa estadounidense del último medio siglo. En diciembre de 2016, uno de ellos empezó a crecer y a crecer hasta las más de 1.000 páginas de El último telesilla, que el miércoles llega en español a las librerías de la mano de Tusquets, su editorial de siempre, con la traducción de Juan Trejo.
“Cuando era más joven, siempre escogía la historia sobre cuyo final conocía más. La última frase, o, mejor, gran parte del último capítulo. Saber adónde se dirigen mis tramas siempre me ha ayudado a desarrollarlas”, explicó hace un par de semanas Irving (Exeter, Nuevo Hampshire, 81 años) en su oficina, un elegante apartamento en un edificio residencial de Toronto con espectaculares vistas al noroeste. Aquí, en un espacio que comparte con su ayudante literaria, Khalida Hassan, que además es una de sus primeras lectoras, sube cada día a escribir desde su casa, que está en el piso de abajo.
Siempre que volvía a empezar, Irving solía quedarse también con “el proyecto más difícil”, pero esta vez, cumplidos los 81 años, aparcará parcialmente su legendaria ambición. La novela que vendrá después de esta, que define como “el último gran tren de la estación”, será más corta, “más parecida de extensión a las que se publican ahora”. Un tiempo en el que, dice, “todo se ha convertido en una versión abreviada de sí mismo y la idea de encerrarse y leer como una experiencia reconstituyente parece cosa del pasado”. “Sencillamente, hay demasiados estímulos”, dice blandiendo su teléfono móvil.
Al menos, algo bueno trajo este presente aún más dislocado por la pandemia: el cambio en las reglas de la promoción, que esta vez se ha traducido en ningún viaje a Europa y solo uno a Estados Unidos para el late night de Seth Meyers; más charlas por Zoom, “ese gran invento”, y contados encuentros presenciales como este. Eso, cuenta, le ha permitido concentrarse más y mejor en su próximo libro, y ya lleva escritos 13 capítulos.
El autor está de acuerdo en que no es “el mejor momento comercial para publicar una novela tan larga” como El último telesilla: “Debería haber salido hace 10 o 15 años, cuando las grandes historias aún eran populares en la ficción literaria. Pero qué le voy a hacer si me cuesta adaptarme al gusto contemporáneo. Valoré dividir El último telesilla en tres volúmenes, y publicarlos en tres años consecutivos. Habría cobrado el triple, pero si no lo hice fue precisamente por mis lectores; saben que empiezo mis tramas por el final. No habría sido justo hacerles esperar tanto esta vez para conocer el desenlace”.
Irving se mudó definitivamente a Toronto hace nueve años con su segunda esposa, la agente literaria Janet Turnbull, a la que conoció en los noventa, cuando era editora y se ocupó en Canadá de la versión de bolsillo de Las normas de la casa de la sidra (1985). En 2019, el escritor, tras jurar fidelidad a la Reina de Inglaterra, se hizo finalmente canadiense. Aunque mantiene la doble nacionalidad (“es más importante que nunca poder votar para detener a Trump”), decidió que había llegado el momento de, como Robert Graves, decir “adiós a todo eso”.
El escritor confía en que Trump acabe en la cárcel y cree que Biden es la mejor opción como presidente”
Así que el novelista que irrumpió a finales de los setenta en escena como la quintaesencia del literato americano se refiere ahora a Estados Unidos como su “país natal” o con la misma despegada expresión que emplean sus viejos compatriotas para nombrar México: ese lugar “al sur de la frontera”. Lo cual no quitó para que gran parte de la charla, de unas tres horas, se fuera en hablar de política estadounidense.
Por resumir: se niega a darle crédito a Trump por haber creado el trumpismo (“esa gente existe desde mucho antes que él”) y confía en que terminará en la cárcel. “Donde espero que acabe en manos de algún preso que no lo trate con el respeto adulador de sus fanáticos. Así sería su historia si la escribiera Shakespeare”. Del Partido Republicano lamenta la “cobardía” por no atreverse a pasar página del expresidente (“temen perder el apoyo de sus seguidores”), y se pregunta si su líder en el Senado, Mitch McConnell, no se quedaría en agosto congelado durante 30 incómodos segundos porque olvidó súbitamente la diferencia entre lo que diría si fuera sincero y lo que se obligan él y otros líderes del partido a decir para defender a Trump. ¿Y sobre Joe Biden? Las dudas sobre su idoneidad para presentarse de nuevo le parecen “triviales si se comparan con las terribles alternativas”. “No se ha postulado nadie con credibilidad para reemplazarlo. Es un hombre decente, un buen tipo, si hubiera otra opción, él sería el primero en apartarse. Ojalá fuera más joven, claro. Tiene mi edad, y puedo confirmar que no me siento tan bien como hace 10 años, pero aun así no tengo duda de que será la elección más competente”.
Los motivos para nacionalizarse canadiense no fueron, o no solo fueron, “políticos”, asegura. “Para ser un escritor tan pendiente de la trama, me avergüenza la historia de cómo me convertí en canadiense”, bromea. Es esta: cuando la pareja se conoció, Irving tenía la custodia de los dos hijos de su anterior matrimonio, con los que vivía en Vermont, Estado fronterizo al nordeste de Estados Unidos. Los chicos se hicieron mayores e independientes, pero la decisión quedó de nuevo aplazada para no sacar de su ambiente al hijo que tuvieron ambos (y que hoy es una mujer llamada Eva). “Finalmente, fue Janet la que se puso firme y dijo: ‘Necesito salir de aquí antes de las próximas elecciones [presidenciales, de 2016]”, recuerda Irving.
El problema, añade, fue meter todos los recuerdos que cabían holgadamente en un caserón de Nueva Inglaterra, en los dos apartamentos de un condominio. Las paredes de su oficina están llenas de ellos: fotos del día de su boda y de su perra, la añorada Dickens, aquella portada que le dedicó la revista Time, instantáneas con escritores como Salman Rushdie o imágenes en las que se le ve dar rienda suelta a una de sus pasiones: la lucha grecorromana, que Irving practicó desde los 15 años como luchador y hasta los 47 como entrenador. Hay por todas partes ejemplares cuidadosamente organizados de sus novelas traducidas y también una de esas aparatosas cintas andadoras: cuando no va al gimnasio que hay en el edificio, camina un rato sobre ella.
“Los estadounidenses son profundamente misóginos, la última persona que escogerían para presidir el país es una mujer inteligente”.
Adam, el protagonista de El último telesilla, emprende un parecido viaje al norte. Entre otras cosas, comparte con su creador la experiencia de la noche electoral de 2016, que el escritor vivió en Toronto y que relató en un premonitorio artículo de opinión publicado en Babelia apenas dos semanas después de la victoria de Donald Trump. Aunque uno de los argumentos del texto era que Trump no ganó aquellas elecciones; fueron sus “compañeros demócratas” los que las perdieron. “No quisieron votar a Hillary Clinton”, recuerda el escritor. “Los estadounidenses son profundamente misóginos, la última persona que escogerían para presidir el país es una mujer inteligente como ella”. Poco después de aquello, se puso con la novela que ahora publica, que le costó escribir menos que otras, dice, porque no tuvo que documentarse sobre asuntos como el negocio de los tatuajes en el Norte de Europa (Hasta que te encuentre) o el crimen en el Barrio Rojo de Ámsterdam (Una mujer difícil).
El último telesilla encierra muchas obsesiones (”tú no las eliges; ellas te escogen a ti”, dice) que resultarán familiares a sus lectores, una legión numerosa y fiel desde que su cuarta novela, El mundo según Garp (1978), conquistó el National Book Award y acabó siendo una película de Hollywood protagonizada por Robin Williams y Glenn Close. Adam es guionista y escritor y comparte muchos rasgos con Garp y con otros de los personajes de las 15 novelas de su autor. Que es como decir con el propio Irving. En El último telesilla, están la búsqueda del padre ausente del hijo único, la fijación con Austria, Nueva Inglaterra como lugar geográfico y estado mental, el esquí, la lucha, Moby Dick o las ganas de su autor de intervenir en la agenda de las políticas sexuales de Estados Unidos, asunto tan o más espinoso ahora que entonces.
A nadie debería sorprender que el hombre heterosexual sea el que se porta peor sexualmente”
No es desvelar demasiado que la enigmática madre del héroe resulta ser lesbiana, como su prima más querida, y que el marido de aquella emprende la transición a mujer en plenos años 50. “Adam es el único hetero de la familia, pero todos se comportan mejor que él sexualmente. A nadie debería sorprenderle a estas alturas que el hombre heterosexual sea el que se porta peor”, aclara el novelista.
Irving lleva desde finales de los setenta provocando al lector puritano estadounidense a base de sexo. “Estoy cansado ya”, reconoce, “pero es que mi país natal no avanza. Más bien al contrario, va hacia atrás”. En El último telesilla, una escena de incesto es la que más ha llamado la atención. A la pregunta de si su experiencia personal de haber tenido relaciones a los 11 años con una mujer mayor influyó en su modo transgresor de retratar el sexo, Irving lamentó que el mundo recibiera aquella revelación como la de una víctima de abuso. “Me arrepiento de haberlo contado, porque yo no me sentí abusado. Habría defendido a esa persona si la hubiesen juzgado. Siempre me vi atraído por las mujeres mayores que yo. Solo cuando mis hijos llegaron a esa edad empecé a verlo de otra manera”.
El escritor también se ha caracterizado por introducir arquetipos fuera de lo normativo, “outsiders sexuales”, los llama. Sus novelas se adelantaron así a algunos de los actuales debates de un país en el que los derechos de los trans están bajo ataque republicano. También es un viejo luchador en favor del aborto, cuya protección federal tumbó el año pasado una sentencia del Tribunal Supremo. Sobre la chimenea del apartamento, el rincón de los premios, el galardón que le concedió Planned Parenthood, organización que gestiona la mayor red de centros de planificación familiar de Estados Unidos, descansa junto al Oscar que ganó por adaptar su gran novela en favor de la libertad de las mujeres a decidir sobre sus cuerpos, Las normas de la casa de la sidra (que en español se publicó originalmente con el título de Príncipes de Maine, reyes de Nueva Inglaterra).
Mi madre era enfermera, y trabajaba con adolescentes embarazadas . Si me convertí en un aliado de los derechos de las mujeres o LGTBI fue por escuchar las historias terribles que contaba ella y porque dos de mis hermanos eran gais”
A él le viene de familia: “Mi madre era enfermera, y trabajaba con adolescentes embarazadas antes de Roe contra Wade [fallo que legalizó en 1973 la interrupción del embarazo]. Si me convertí en un aliado de los derechos de las mujeres o del colectivo LGTBI fue por escuchar las historias terribles que contaba ella y porque dos de mis hermanos eran gais. Y tengo una hija trans, así que esos ataques me afectan personalmente”, advierte el escritor, que considera que la guerra cultural en torno a lo woke de alguien como el gobernador de Florida Ron DeSantis no es sino un arma de distracción masiva. “Para mí, lo woke entra en la categoría de lo irritante, como si te metes el dedo en la nariz en público. Es un hábito feo. Pero no es tan malo como tener un republicano como próximo presidente”.
Pese a que la lista de sus preocupaciones le permite estar más al día que la mayoría de sus coetáneos, resulta inevitable la pregunta de si ha encontrado el mundo literario muy cambiado en el tiempo que ha pasado desde la última vez, cuando publicó Avenida de los misterios en 2015. Dicho de otro modo: ¿En qué lugar queda en tiempos de búsqueda editorial de la diversidad la obra un tótem de la literatura estadounidense, octogenario blanco y heterosexual? “Soy un aplicado estudiante de historia, y eso me hace desconfiar de cómo se recibe una novela”, argumenta. “Pienso en Moby Dick; cuando era profesor de escritura creativa retaba a mis alumnos a ir a la biblioteca a ver si conseguían encontrar una reseña positiva de la época. Mi gran amigo [el nobel alemán] Gunter Grass solía decir que si tus peores críticas no provienen de tu país de origen, entonces es que no estás haciendo bien tu trabajo. Los reseñistas estadounidenses adoran una novela política (considero que las mías lo son), pero solo si las escribe alguien que no es americano. El último telesilla no ha sido una excepción, la han entendido mucho mejor fuera”. Cuando le aclaro que no me refería tanto a la recepción crítica, como a la del mercado, Irving se reafirma en la lectura “nacional”. “La novela solo estuvo una semana en la lista de los más vendidos de The New York Times. En Canadá o Alemania, aguantó mucho más tiempo. La respuesta más breve a su pregunta es que no puedes dejar que nada de eso te distraiga de tu próximo proyecto”.
Grass, junto a Gabriel García Márquez y Kurt Vonnegut (“un maestro”), es de los pocos escritores del siglo XX que respeta, y eso es “porque en realidad fueron novelistas del XIX”. “García Márquez es muy dickensiano”, considera. “Y Vonnegut, un incomprendido al que le costó mucho que dejaran de tomar solo por un escritor de ciencia ficción, tiene la mejor explicación a por qué creo que comedia y tragedia están relacionadas. Solía decir: ‘John: las cosas son graciosas hasta que de repente dejan de serlo”. Sus favoritos siguen siendo, con todo, “Melville, Dickens, Hawthorne, George Eliot o Thomas Hardy”. Y no son las manías de un señor mayor. Pensaba lo mismo a los 17 años, cuando se impacientaba con “los pocos amigos a los que les gustaba leer”, porque perdían el tiempo con Hemingway, Faulkner o Scott Fitzgerald (“el mejor del lote, aunque demasiado perezoso”). “Si esos practicantes de la así llamada ‘gran novela americana’ hubieran sido mis modelos, nunca me habría convertido en escritor”.
“Los practicantes de la autoficción sostienen que no se debe confiar en nada que no provenga de fuentes autobiográficas. Es el argumento de quienes no tienen imaginación ni se esfuerzan por ponerse en el lugar de otra persona”
Otra parte esencial de su educación sentimental fueron las tardes que pasaba al salir de clase en el teatro familiar que su abuelo, fabricante de zapatos, mantenía por afición. Ahí aprendió a pensar en sus lectores. “Me interesaba la reacción del público tanto o más que lo que hacían los actores”, recuerda. “Algo que siempre me ha irritado del modernismo y el posmodernismo literarios, así como de la llamada novela intelectual, es que creo que el interés principal de sus autores es demostrar que poseen una inteligencia superior. Cuando llevas 100 páginas de una de esas novelas ya sabes hasta dónde te va a llevar la historia. Si el propósito de la novela es conmover y no persuadir intelectualmente, el lector verá acrecentar su interés según vaya leyendo, en lugar de perderlo. Y luego están los practicantes de la autoficción: sostienen que no se debe confiar en nada que no provenga de fuentes autobiográficas. Es el argumento de quienes no tienen imaginación ni se esfuerzan por ponerse en el lugar de otra persona”.
También le irritan las recurrentes teorías que quieren demostrar que Shakespeare no escribió en solitario sus obras de teatro. O que le tuvo que ayudar una mujer porque solo así es posible que construyera esos personajes femeninos. “Los negacionistas del genio de Shakespeare son negacionistas de la imaginación”, opina Irving.
El gusto por Melville y Dickens lo comparte el protagonista de El último telesilla, cuyas dos fijaciones literarias son Grandes esperanzas y Moby Dick. Para demostrar que ha leído ambas novelas tantas veces que ha perdido la cuenta, Irving se levanta hacia el final de la charla para buscar en su mesa de trabajo sendos ejemplares acribillados de notas. Los tiene siempre a mano. “Me he prometido no volver a releerlas, pero siempre que busco un párrafo, por algún motivo, la lectura de ese párrafo acaba conduciéndome a empezarlas desde el principio”.
La pasión por Moby Dick la llevó aún más lejos cuando decidió tatuarse sus últimas cuatro palabras, “only found another orphan” (“encontró solo otro huérfano”, en la traducción clásica de José María Valverde). Mucho tiempo después, encontró por fin en un salón de Toronto a la tatuadora, “una joven proveniente de una ciudad portuaria”, capaz de cumplir su sueño de imprimir un cachalote como el de Melville rodeando la frase. El resto de la piel de los brazos los ocupan los nombres de sus hijos y de su esposa y la que tal vez sea su frase más memorable: ese “Príncipes de Maine, Reyes de Nueva Inglaterra” con la que el doctor Wilbur Larch daba cada día las buenas noches a los huérfanos de Las normas de la casa de la sidra.
La entrevista terminó con una pregunta sacada de El último telesilla. Está en la parte en la que la pareja que sobrevive al resto de los miembros de la extravagante familia protagonista lee por turnos en voz alta un “interminable” obituario de Ronald Reagan en The New York Times. El autor de la necrológica recordaba cuando le lanzaron a Reagan la “pregunta poco inspirada” de cómo creía que sería recordado. En Toronto, Irving contestó: “Más allá de mis amigos y mi familia inmediata, no me preocupa; mejor no perder el tiempo con lo que no puedes controlar. Volviendo a Melville, creo que en este caso servirá la cita de Schiller que tenía encima de su escritorio: ‘Mantente fiel a los sueños de juventud’. Bien, creo que he cumplido con esa misión de ser escritor que me impuse a una edad estúpidamente joven”.
Es una promesa que, dice, le ha guiado desde entonces.
‘El último telesilla’. John Irving. Traducción de Juan Trejo. Tusquets, 2023. 1.056 páginas. 24,90 euros. A la venta el 4 de octubre.
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