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‘Arquitectura’, William Morris y el valor del mundo

El socialista y defensor de la artesanía fue también un pionero de la ecología y un adalid de la extensión del arte a las clases populares

Anatxu Zabalbeascoa
El artista y arquitecto William Morris (sentado a la derecha) y el pintor prerrafaelita Edward Coley Burne-Jones en 1890.
El artista y arquitecto William Morris (sentado a la derecha) y el pintor prerrafaelita Edward Coley Burne-Jones en 1890.Hulton Archive / Getty Images

“El trabajo mecánico se alimenta de las prisas de la civilización y representa la maldición que esta se ha lanzado a sí misma, un maleficio que ya no es capaz de controlar”, escribió el diseñador, activista y ensayista británico William Morris (1834-1896) hace 150 años. Frente a esa mecanización, consideraba que el trabajo imaginativo, “fruto de la civilización triunfal y esperanzada”, podría guiar a los seres humanos hacia la perfección: “Cada esperanza que satisface da vida a otra esperanza más. Lleva en su seno el valor y el sentido de la vida, la llamada a luchar por comprenderlo todo, a no temer nada y a no odiar nada. Es el símbolo del sacramento y de la valentía del mundo”.

La valentía del mundo, dedicada a cuidarlo y a embellecerlo, resume la tan necesaria como ignorada ideología de Morris. También la explicación de por qué y cómo la belleza es socialmente transformadora. Desde esa perspectiva, sus apuntes sobre arquitectura —que la editorial Pepitas de Calabaza acaba de reunir en un volumen— son igualmente clarividentes. Y permanecen casi al cien por cien vigentes después de cerca de 150 años. ¿Qué mantiene vivas esas ideas? Veamos un poco más.

“Toda obra arquitectónica es un trabajo de cooperación. Por muy original que sea, el arquitecto está obligado a pagar su deuda, de una forma u otra, al influjo de la tradición”. La tradición. Cuando Morris habla de arte colectivo no está describiendo solo el trabajo comunitario. Está aludiendo a la responsabilidad de la arquitectura hacia los lugares, las ciudades y, por eso, hacia la vida de las personas. “Los muertos dirigen su mano incluso cuando se olvida su existencia”. Con frecuencia, la Modernidad asoció a Morris a la nostalgia del pasado y a la lucha contra el progreso. Es mucho más justo leerlo apelando a la responsabilidad ante el futuro —que requiere conocimiento del pasado— y prestando atención a la amenaza que oculta lo que tramposamente se llama progreso. Morris está tan en contra de la hoja en blanco de la modernidad como del pastiche posmoderno (en su caso, el neogótico, que invadió como una plaga el Reino Unido a finales del siglo XIX, destrozando con frecuencia el gótico original).

Así, lo que Morris encuentra en el gótico —que es el estilo que defiende (ojo, no confundir con el neogótico)— es la fuerza de la naturaleza. La posibilidad de florecer, su elasticidad y su gran capacidad de integración: “Nada era demasiado grande o demasiado pequeño, demasiado corriente o demasiado sublime”. ¿Por qué? Porque el gótico había asimilado ya todo lo que podía tomar del arte clásico, mezclándolo con elementos de antiguas monarquías bárbaras y de las tribus del norte. Era flexible, hasta extremos inimaginables, con todo estilo arquitectónico anterior. Fue un receptor de la tradición. La digirió y la actualizó.

Así, la suya es una defensa de una arquitectura en realidad organicista, capaz de progresar sin arrasar, de florecer en la rama sin derribar el árbol. Lo que él denominaba arquitectura era convertir en obras de arte artículos necesarios para la vida diaria: el arte útil. Para él, los bienes inútiles eran tanto los “nocivos lujos del rico como los vergonzosos apaños del pobre”. Es importante recordar que vivió en la época victoriana, en el siglo XIX, cuando, con la industria, los británicos comenzaron a acumular enseres, útiles e inútiles.

'The Strawberry Thief', tela diseñada por William Morris en 1883.
'The Strawberry Thief', tela diseñada por William Morris en 1883.Historica Graphica Collection / Heritage Images / Getty Images

En realidad, Morris consideraba que la belleza de la tierra es propiedad de todos los hombres. Y en esa idea caben el goce y la responsabilidad. Por eso situó la degradación paulatina de las artes en el siglo XV. Justo donde tantos historiadores leyeron el florecimiento renacentista, él leyó la imposición renacentista: “La trampa de la perfección que rechaza toda aventura”, un orden estable y una vida ordenada que no existe en la vida real y, por eso, se opone a ella.

Para Morris, la desnudez es esterilidad, y la sobreabundancia, el lenguaje de la naturaleza. También considera que la uniformidad no respira, que es más cárcel que puerta. Por eso veneraba el gótico, no tanto como estilo, más bien como ideología: porque rompe los vínculos con Bizancio y con Roma y… despega. Eso es la vida, la posibilidad de crecer. Y de romper con tantos lugares comunes: el gótico no era gris (al revés, lo admitía todo: allí donde se podía pintar una imagen se pintaba) y el ornamento del arte bizantino (de fascinante delicadeza) es redundante pero no florido, ni árabe, “los árabes nunca han tenido arte”.

La clave de Morris es que más allá de reordenar la historia, cuando habla de arquitectura, como cuando lo hace de arte, está en realidad hablando de vida. Es decir: aspirando al grado máximo de creación. Y lo está haciendo como socialista convencido, con el conocimiento de que la humanidad se salvará en conjunto o no se salvará: “Hasta que el gran drama de las estaciones no conmueva a nuestros trabajadores con otros sentimientos aparte del dolor del invierno y el agotamiento del verano; hasta que todo esto no ocurra, nuestros museos y escuelas no serán sino diversiones para ricos”. Morris defendía que el arte, y ahí entra la arquitectura, debe comprender a todos y ser comprendido por todos. “Si no se logra, morirá”.

Hace 140 años William Morris ya era ecologista: “Todos ustedes conocen lo que el olvido del arte ha hecho a este gran tesoro de la humanidad. La tierra, que era hermosa antes de que el hombre la habitara, y que, durante siglos, aumentó su belleza a medida que el hombre crecía en número y fuerza, se está volviendo cada día más fea y con mayor rapidez precisamente allí donde la civilización es más fuerte”.

El despacho de Morris en Kelmscott Manor, la casa de campo que compartía con su esposa, Jane, y que fue un retiro campestre para artistas e intelectuales de su círculo hasta su muerte.
El despacho de Morris en Kelmscott Manor, la casa de campo que compartía con su esposa, Jane, y que fue un retiro campestre para artistas e intelectuales de su círculo hasta su muerte. Sepia Times / Universal Images / Getty Images

Encendía así una luz sobre la civilización incívica en la que se estaba empezando a vivir. Defendía que pensar que arte y lujo van unidos era una idea muy dañina para el arte. Y advertía de que, si no buscamos preguntas de difícil respuesta, nuestro arte será un mero juguete: “Nos distraerá, pero no nos prestará su apoyo cuando lo necesitemos”. Tenía claro que sin alma para el arte, los hombres son salvajes. Por eso afirmaba que las dificultades de escritores o arquitectos son las de una vida hermosa, zonas oscuras que hacen que las brillantes luzcan con mayor intensidad. Ese es el escalafón social más alto: que el trabajo parezca ocio. El misterio del trabajo es que la igualdad eleva al arte menor y calma al mayor.

Además, en una época ya dominada por el beneficio económico, recordaba que “todas las posesiones implican responsabilidad y esfuerzo”, y animaba a tratar los edificios de forma paciente y cuidadosa, como descendientes de aquellos que los construyeron. Por eso hablaba de autoría colectiva.

Para Morris, “el miedo es una apuesta perdedora”. Él no lo tuvo. Fue un defensor de la valentía del mundo. Así, convencido de que el arte engendra arte, instó a, por lo menos, odiar el arte falso —el fruto de la vanidad, la pena y la vergüenza— y escribió: “Incluso si desconfían de los artistas de hoy, despejen el camino de los artistas por llegar”.

Portada de 'Arquitectura (textos reunidos)', William Morris. EDITORIAL PEPITAS DE CALABAZA

Arquitectura. Textos reunidos

Autor: William Morris.


Prólogo y notas: Julio Monteverde.


Traducción: Julio Monteverde y Javier Rodríguez Hidalgo.


Editorial: Pepitas de Calabaza, 2023.


Formato: tapa blanda (208 páginas, 19,90 euros).

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