Sofía Casanova, la corresponsal que contó “el torbellino de los desesperados” del siglo XX
Una antología recupera 150 crónicas sobre la Revolución rusa y las dos guerras mundiales escritas por la periodista gallega, que fue candidata al Nobel de Literatura en 1925
“Al escribir estas líneas se oyen los primeros cañonazos dirigidos a la roja enorme mole del Palacio de Invierno, donde el zarismo había concentrado sus imperiales esplendores y que ahora cobija al Gobierno republicano, bombardeado por sus contrincantes, los radicales pacifistas”. Podría pensarse que este párrafo pertenece al estadounidense John Reed, célebre en la historia del periodismo por sus crónicas de la Revolución rusa. Sabemos quién fue Reed, que en la memoria popular tiene la belleza de Warren Beatty, que dirigió, produjo y protagonizó Reds, una película de 1981 sobre el autor de Diez días que estremecieron al mundo. Pero la prensa española tuvo a propia cronista en San Petersburgo: Sofía Casanova, que vivió en Rusia entre 1915 y 1918, que hablaba ruso y otras cinco lenguas y que antes de escribir de la revolución bolchevique ya se había curtido como cronista de la Gran Guerra desde Varsovia. Putin y la guerra de Ucrania han venido a redoblar el interés por sus relatos de entonces, además de evidenciar que la historia en la Europa del Este es una lucha constante entre fuerzas centrífugas y centrípetas.
Casanova no está enterrada en el Kremlin, como Reed, que falleció en Moscú en 1920 y era comunista. La gallega era conservadora, monárquica y enemiga de los bolcheviques que habían fusilado a sus cuñados polacos. Ella murió casi centenaria en Poznan (Polonia) en 1958. Escribió teatro, poesía, ensayo, novela y crónicas sobre aquellos tiempos malditos e interesantes que le tocó vivir, descritos en libros como En la corte de los zares y La revolución bolchevista: diario de un testigo. Aunque en las últimas décadas ha comenzado a rescatarse por parte de algunas editoriales (Torremozas reeditó hace cinco años el poemario Fugaces, publicado en 1898) e investigadores como su biógrafa Rosario Martínez, el profesor Antón M. Pazos, el cineasta Marcos Gallego o la escritora Inés Martín Rodrigo, la mayoría de sus títulos solo pueden encontrarse en librerías de segunda mano. Su nombre no ha desbordado aún el cerco de los académicos y los admiradores, como sí ha ocurrido con la obra del periodista sevillano Manuel Chaves Nogales. Tal vez ayude a romperlo la antología De guerra, revolución y otros artículos, coeditada por La umbría y la solana y Los libros de fronterad, que recoge 150 artículos publicados entre 1914 y 1958, seleccionados y anotados por la eslavista Amelia Serraller Calvo.
Sofía Casanova nació en Almeiras (A Coruña) en 1861 y creció en un hogar burgués abandonado por el padre, rodeada de la efervescencia cultural del Rexurdimento gallego y arropada por una madre que espoleaba su talento y que logró publicarle sus primeros poemas en Faro de Vigo. En 1876 la familia se traslada a Madrid donde la joven escritora es apadrinada por algunos escritores y Alfonso XII, que financia uno de sus poemarios. En esos círculos conoce al político y filósofo Wincenty Lutoslawski, que creía en Platón, el yoga, la mística oriental y la profecía que auguraba que el salvador de Polonia, entonces un estado cuarteado por tres imperios, nacería de la unión entre un nacionalista polaco y una extranjera. Estaba escrito. Se casaron. Tuvieron cuatro hijas. El poder de la mente no impidió la muerte de una de ellas, que no recibió medicinas por oposición del padre. Tras la depresión que esto provoca en Sofía Casanova, la familia se instala en Galicia durante dos años, donde el núcleo se reforzará con la incorporación de Josefa López Calvo, que empieza como ama de cría y acaba como la cómplice más leal de la escritora.
Durante una visita a Varsovia estalla la Gran Guerra. Casanova se ofrece como enfermera en un hospital de Cruz Roja. Una carta a su familia se convierte en la primera crónica que publica Abc, que le ofrece un contrato de corresponsal. Escribe sobre el drama de los polacos que luchan en las filas de sus tres ejércitos ocupantes (Alemania, Austria-Hungría y Rusia), la vida cotidiana —se cierran las tabernas, se prohíbe la venta de vodka y se dispara el consumo de colonias y barnices— y de sus experiencias: “Tiene la cabeza destrozada y sus manos se enfrían en mis manos. Me arrodillo y rezo por él, por los que no han de verle más… Entra un pope y le bendice, muere entonces. He visto muchos muertos y agonizantes después. Aquel primero es inolvidable y su recuerdo me duele. No sé quién era; no sabrá nunca su madre cómo murió, que no murió solo”.
La periodista narra la agónica retirada polaca hacia Rusia (cadáveres sin enterrar, tifus, bombardeo de zeppelines…) de la que ella y su familia forman parte. “Se arrollaron soldados y civiles, se cayeron de los brazos maternos las criaturas y sobre ellas y ancianos y débiles pasaban caballos, cañones, la onda devastadora. Perdiéronse hijos y padres, maridos y mujeres; perecieron familias enteras”, escribe en septiembre de 1915 en el camino de Sindensk a Moscú. “Lejos de triunfalismos”, escribe en su introducción Amelia Serraller Calvo, “humaniza los grandes acontecimientos históricos. El día a día de la guerra, despojada de su aliento épico, vivido por una mujer que frecuentó hospitales, manifestaciones y trincheras”. Serraller destaca su resiliencia: “Fue una mujer en continuo éxodo que vio su casa y sus escritos arder en más de una ocasión, pero se sobrepuso y sacó adelante a su familia”.
De sus primeros textos sobresalen el pacifismo (“la espantosa guerra que ensangrienta Europa es la bárbara expresión de dos ambiciones disputándose la hegemonía del universo: Inglaterra y Germania”) y la empatía (“Siento una íntima satisfacción habiendo perdido en la hecatombe polaca cuanto perdieron todos, los privilegios materiales en determinadas circunstancias nos humillan por inmerecidos”). También ayuda a divulgar la realidad de esa Europa tan lejana para los españoles con notas como las dedicadas al escritor Henryk Sienkiewicz, el autor de Quo vadis?, que ella traduce al español.
Su llegada a Rusia en 1915 le permite asistir al estertor del zarismo. Cuenta la muerte de Rasputín, asesinado y arrojado al río Nevá, la abdicación de Nicolás II y el ascenso de Kerenski. Algunas irritan a la diplomacia rusa que las censura en Madrid. “En ese trono que se desploma de una manera tan espantosamente rápida, sin lucha apenas, sin protestas, tenían clavadas sus garras la perfidia, la corrupción, las supersticiones y los místicos cultos perversos”, sostiene en marzo de 1917. El nuevo régimen todavía no la ha decepcionado del todo: “Si la Revolución rusa llega a reconstituir el país sin que nublen sus etapas las represalias, el odio de las clases, el ensañamiento de la República francesa, será el espíritu de esta revolución digno del otro fin que persigue: sustituir la tiranía por la justicia, la dignidad y el bienestar de todos los ciudadanos”.
En el Octubre Rojo abandona las esperanzas: “Ya se prevé que los dueños actuales de Rusia no harán surgir de las ruinas y del fratricidio una magna federación de pueblos felices”. En 1918 entrevista a Trotski (“podría pasar por un artista decadente y, sin embargo, yo creo que tiene un valor irreemplazable en la Rusia actual”) con una misión pública –el artículo que se titularía En el antro de las fieras– y otra secreta –salvar a sus cuñados, dos nacionalistas polacos, ejecutados meses después–.
Muchas crónicas de Casanova se han perdido, pero las disponibles en libros y hemerotecas permiten hundirse en el pandemonio europeo. El sinvivir de los refugiados atrapados en Rusia (“mueren de hambre, frío y epidemias, sin salir del infierno al que les trajo la guerra maldita”), el congreso general de los soviets (aquel donde Lenin proclama: “Somos el primer gobierno del mundo que declara abiertamente hacer la guerra civil y empeñados estamos en continuarla hasta que finalice como debe”) o el volantazo del escritor Máximo Gorki, que capitula ante el bolchevismo después de haberlo atacado y se convierte en comisario de Bellas Artes.
En un solo día de 1918 se detienen a 17.000 personas en San Petersburgo. “El hambre, el cólera, el suicidio acaban con muchas vidas en esos campos de concentración de los conspiradores, cuyo número aligeran cada día las ejecuciones arbitrarias. Las gentes lloran, enloquecen, se suicidan o asesinan radicalmente… Yo, en el torbellino de los desesperados, tengo una pena por todos que me rinde”.
La decepción ante “el envilecimiento” de aquella revolución condicionó su adhesión a los sublevados en julio de 1936 en España. Mientras sirvió a la causa de Franco, recibió honores. Cuando estalló la Segunda Guerra Mundial y Casanova ataca a Hitler, es censurada en Abc y deja de tener al cuñadísimo y germanófilo Serrano Súñer disponible.
Ahí empieza su ocaso. Después de publicar más de una veintena de libros, de que Benito Pérez Galdós estrenase su primera obra en el Teatro Español, de ingresar en la Real Academia Galega, de publicar en The New York Times y de ser propuesta para el Nobel de Literatura en 1925, la huella de Casanova se borró. “¿Cómo ha podido caer en el olvido?”, se interroga la ex embajadora polaca en Madrid, Marzenna Adamczyk, en el prólogo de la antología.
Quizás porque no regresó a España desde 1938, quizás porque era una mujer de encrucijadas, capaz de querer a Franco y odiar a Hitler o de defender a la Iglesia y al feminismo a la vez. Demasiado compleja para convertirse en una bandera inmaculada.
De guerra, revolución y otros artículos
La Umbría y la Solana y Los libros de Fronterad, 2022
622 páginas, 29 euros
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