El terror como propósito
El golpe de los militares rebeldes en julio de 1936 precipitó una violencia inaudita en algunos lugares
Hace 85 años se desató el golpe de un grupo de militares para derribar a la República. Como ha recordado la historiadora Pilar Mera en un trabajo reciente que reconstruye lo que ocurrió durante las jornadas iniciales —18 julio 1936—, las directivas elaboradas por el responsable del plan, el general Emilio Mola, exigían un compromiso radical a cuantos se sumaran a la insurrección y advertían a los “los tímidos y vacilantes” que aquel que “no esté con nosotros, está contra nosotros, y como enemigo será tratado”. Fue también muy expresivo a la hora de explicar que no habría lugar ni para la tibieza ni para la piedad: “Hay que sembrar el terror. Hay que dejar sensación de dominio eliminando sin escrúpulos ni vacilación a todos los que no piensen como nosotros”.
Corrían los años treinta del siglo pasado y las democracias tenían mala fama entre los que entendían que de poco servían la pluralidad y la voluntad de construir acuerdos entre adversarios cuando se tenía un proyecto que podía imponerse a quienes no comulgaran con él. La República consiguió mantener el tipo unos años, a pesar de las sacudidas que le llegaron de todas partes, pero el golpe de julio terminó convirtiéndose en una larga guerra entre cosas porque los militares rebeldes contaron enseguida con el apoyo de la Italia fascista y la Alemania nazi.
Rotas las frágiles costuras institucionales que sostenían a la República, la violencia se desató por doquier e impuso sus protocolos de sangre y destrucción. En un trabajo recogido en Vidas truncadas, un libro coordinado por Manuel Álvarez Tardío y Fernando del Rey que analiza desde abajo el brutal desarrollo de los acontecimientos durante aquel infausto 1936, el historiador José Luis Ledesma se centra en lo que ocurrió en uno de los lugares que padeció especialmente el marasmo: Caspe. El golpe triunfó allí de la mano del capitán de la Guardia Civil José Negrete, pero a los pocos días llegaron las columnas anarquistas que avanzaban por Aragón imponiendo la revolución. Hasta arriba de cognac, Negrete decidió protegerse con un escudo humano formado por “hombres de izquierda sacados de la cárcel, mujeres de sus familias e incluso dos niñas”. Disparó contra un teniente que le criticó sus maneras, y también contra un abogado que lo tachó de cobarde —unas horas antes había liquidado a dos muchachas, trastocado por la noticia de la llegada de los milicianos—. No le sirvió de nada: un tiro certero de sus enemigos lo dejó tumbado.
Hubo enfrentamientos calle a calle, muertos, se impusieron los anarquistas, empezaron las represalias: hubo “89 ejecuciones con fecha conocida”. No titubearon, querían acabar con el fascismo y no hacían grandes distinciones. “Nos importaba un comino la República”, explicó décadas después de aquello el que fuera un joven metalúrgico que se afanaba entonces en aquel pueblo por construir el comunismo libertario: “Lo único que nos importaba era la revolución”. Para que triunfara se utilizaron a veces las peores maneras y por Caspe y sus alrededores operó una sanguinaria “Brigada de la Muerte”, a la que pusieron coto ya en septiembre los propios anarquistas. La crueldad es uno de los aciagos signos de la guerra. La siguieron utilizando los franquistas incluso después de haber triunfado: hubo hasta 100 vecinos de Caspe que fueron fusilados por el “Nuevo Estado” desde abril de 1939 hasta 1946.
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