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Tribuna
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Víctimas de una guerra civil

El Estado democrático tiene que corregir una anomalía derivada de la propia historia y tratar con igual respeto a los “paseados” por uno u otro bando. Y cumplir así una resolución del Parlamento Europeo

Enrique Moradiellos
Guerra civil
SR. GARCÍA

La guerra civil española de 1936-1939, como otras similares antes o después, no estalló de improviso como un fenómeno natural ni por la acción malévola de minorías aisladas y sin arraigo social profundo. Es un error considerarla mero producto de la rebelión militar de un puñado de traicioneros “generales facciosos” o entenderla como acción preventiva para anular “un complot comunista” inminente. Con independencia de sus causas (más complejas de lo que pretende el maniqueísmo especular filofranquista o prorrepublicano), la contienda fue un cataclismo colectivo que partió por la mitad a la sociedad española y abrió las puertas a un aterrador infierno de violencia y sangre: en torno a 200.000 muertos en combate, más de 350.000 muertos por penurias alimentarias y carencias sanitarias y una cifra de víctimas mortales por represión política de no menos de 130.000 personas a manos franquistas (la mayoría en guerra y unas decenas de miles en posguerra) y poco más de 55.000 a manos republicanas (estas solo durante la guerra).

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Esa última categoría, las víctimas como sujetos de daño mortal por acción de otros al margen de operaciones bélicas, son siempre parte definitoria de esa violencia salvaje contra el “enemigo interno”. Son la máxima expresión de toda guerra civil porque revela la combinación letal de odio y miedo que es previa condición de posibilidad del estallido de un conflicto donde los enemigos hablan el mismo idioma, residen en los mismos lugares y pueden incluso ser familiares o conocidos y por eso odiados y temidos de manera personalizada. En esas guerras, la violencia contra ellos tiene carácter estratégico (anula su resistencia por eliminación física o intimidación moral ante el castigo ejemplar) y por eso anegó de sangre ambas retaguardias, sobre todo en los primeros meses testigos del “terror caliente” de 1936 (casi el 70% de esos represaliados perdieron la vida en ese lapso temporal).

El perfil de las víctimas en España es contrastado, desde luego, como corresponde a una guerra que fue combinación de lucha de clases sociales por las armas, pugna de ideologías políticas enfrentadas, choque entre mentalidades religioso-culturales contrapuestas, enfrentamiento de sentimientos nacionales mutuamente incompatibles. En la zona sublevada, truncado el objetivo de triunfo rápido y total, la represión alentada por los mandos militares pretendía “limpiar” de escoria el cuerpo social de la nación católica mediante la liquidación de las autoridades institucionales adversas (militares y civiles), así como de los dirigentes socio-políticos de los partidos y sindicatos de izquierda y de sus militantes más activos, desafectos o peligrosos.

En la zona republicana, impotente su Gobierno legal ante un proceso revolucionario amorfo, eliminaba obstáculos a la transformación social a través de las vidas de militares hostiles, líderes políticos derechistas, patronos opuestos al sindicalismo obrero y, sobre todo, clérigos de la Iglesia católica, erigida en símbolo culpable del mal acumulado durante siglos.

Esa dinámica violenta y fratricida generó víctimas y verdugos en ambos bandos, como en toda guerra civil previa o posterior. Y por eso, puestos a usar los muertos como arma arrojadiza del presente, nadie saldría ganando de manera diáfana e inmaculada. Sin entrar en primacías temporales o grados de vesania criminal, por cada “paseado” como Federico García Lorca o el alcalde de Granada a manos de militares sublevados siempre cabe citar otro “paseado” como Pedro Muñoz Seca o el tribuno Melquíades Álvarez a manos de milicianos revolucionarios. Por cada muerto inocente y vulnerable registrado tras la ocupación franquista de la ciudad de Badajoz en agosto de 1936 (fueran los 530 registrados por estudios locales o los más de 3.000 apuntados por otras fuentes), siempre cabe recordar otro muerto inocente y vulnerable enterrado por milicias revolucionarias en las fosas de Paracuellos del Jarama (entre 2.200 y 2.500, según las fuentes).

En todo caso, es innegable que la violencia insurgente (luego franquista) fue más efectiva por organizada y progresivamente centralizada, además de superior en número porque empezó aplicándose a media España pero logró expandirse al compás de sus avances militares y extenderse temporalmente más allá de la victoria. Es algo lógico que confirman otras guerras civiles (el que gana mata más) y que se aprecia tanto en la cuantificación general como en la esfera microhistórica. Un ejemplo sin pretensiones, pero ilustrativo: el famoso por conflictivo pueblo pacense de Castilblanco (3.000 habitantes), que estuvo en poder republicano toda la contienda, registró 10 víctimas derechistas entre 1936 y 1939 frente a 45 víctimas izquierdistas entre 1939 y 1942.

Esta es la triste realidad histórica de la represión, fueran víctimas inocentes, culpables o mezcla de ambas cosas en algún momento o caso. Por eso, en términos cívico-democráticos, los crímenes de lesa humanidad cometidos por reaccionarios insurgentes en un lado no legitiman ni anulan los crímenes de lesa humanidad cometidos por el terror revolucionario impuesto en el otro lado. No se trata de ninguna “equidistancia” moral (absurda porque ese concepto geométrico nunca invalidaría la necesaria imparcialidad de juicio que reclama la historia si no quiere ser mitología propagandística). Se trata de evidencia imborrable que nutre la mirada histórica atenta a la complejidad del fenómeno y trituradora de consoladores mitos maniqueos deformadores por ignorancia o cerrazón ideológica. ¿Acaso la “imparcialidad” en la historia es ahora delito en vez de ser obligación deontológica y debe reemplazarse por flagrante “parcialidad”? ¿Acaso ocultar los crímenes de unos para ensalzar la enormidad exclusiva de los crímenes de otros es hacer “buena Historia”?

Todo lo contrario. Y sin que ello sea óbice para que el Estado democrático corrija una anomalía derivada de la propia historia y trate a todas las víctimas con igual respeto. Porque mientras que durante mucho tiempo unas tuvieron lugares honorables de reposo y a sus herederos reconocidos y gratificados, las otras sufrieron la vergüenza de permanecer en fosas comunes y carecieron de amparo para sus deudos. Así estaríamos cumpliendo la resolución del Parlamento Europeo sobre “memoria histórica europea” de abril de 2009 que pide recordar “con dignidad e imparcialidad” a “todas las víctimas de los regímenes totalitarios y antidemocráticos en Europa”, considerando “irrelevante qué régimen les privó de su libertad o les torturó o asesinó por la razón que fuera”.

Enrique Moradiellos es catedrático de Historia Contemporánea de la Universidad de Extremadura y Premio Nacional por Historia mínima de la Guerra Civil (Turner).

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