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Enfermos mentales y, además, escritores

Aumenta el interés literario por los trastornos psiquiátricos, abordados aquí por cuatro autores en primera persona. Susanna Kaysen, Shulamith Firestone y Bette Howland describen con crudeza sus internamientos, mientras que Marcos Obregón conecta sus problemas con los intereses lucrativos de las farmacéuticas

Susanna Kaysen y Shulamith Firestone
Peter Dazeley (Getty Images)

Nadie cuida de ti ahí fuera

PATRICIO PRON

“Era un país de bancarrota y de anuncios de subastas públicas y de noticias diarias de gente que mataba porque sí y de niños que se criaban con quien no debían y de hogares abandonados”; que en Estados Unidos en 1967 el centro “ya no se sostenía”, como escribió Joan Didion en Arrastrarse hacia Belén, es algo que Susanna Kaysen, que por entonces tenía 18 años, sabía bien; unos meses atrás había intentado suicidarse, y un psiquiatra decidió ingresarla: él tardó algo menos de media hora en tomar la decisión, ella permaneció en el hospital un año y medio.

Kaysen atravesaba una depresión, pero Inocencia interrumpida —que, sorprendentemente, seguía inédito en español hasta ahora pese al éxito de su adaptación cinematográfica de 1999 con Winona Ryder y Angelina Jolie en los papeles principales— no acusa el tipo de estupefacción dolorosa que caracteriza ese trastorno; por el contrario, en su libro la autora se revela como una observadora sagaz y con una memoria excelente —lo escribió 25 años después de transcurridos los hechos— que es capaz de describir con precisión a las otras internas, al personal médico y a las enfermeras del Hospital McLean, casi un hotel, admite, comparado con los otros psiquiátricos de la época: las internas eran drogadas contra su voluntad, sometidas a electrochoques y recluidas por la fuerza, pero también hablaban de sexo, traficaban con ansiolíticos y laxantes, se retaban a ver quién contaba la historia de vida más dura, se solidarizaban con las estudiantes de enfermería —”Llevaban la vida que podríamos haber llevado nosotras si no estuviéramos ocupadas como pacientes mentales. Compartían piso y tenían novios y hablaban de ropa. Queríamos protegerlas para que pudieran seguir viviendo esas vidas. Eran nuestras apoderadas”— y cometían todas las pequeñas transgresiones que les devolviesen cierta soberanía sobre sí mismas. En Inocencia interrumpida hay espacio para la ternura y para la candidez, pero, en relación con las causas del malestar que padecen sus personajes, el libro no es nada inocente; de hecho, el original, Girl, Interrupted, no hace referencia a ella: a miles de kilómetros de distancia del lugar donde Didion escribía su ensayo, Kaysen comprobaba que la pequeña localidad de Belmont tenía sólo dos instituciones importantes, que eran “variaciones la una de la otra”, el hospital psiquiátrico y la sede de la John Birch Society, una organización de extrema derecha. John F. Kennedy había sido asesinado en 1963, y Malcolm X en 1965; durante el tiempo que la autora permaneció en el hospital murieron Martin Luther King y Robert Kennedy. “Para muchas de nosotras, el hospital era tanto un refugio como una prisión”, resume, “aunque nos había apartado del mundo y de todo el alboroto del que disfrutábamos allá afuera, también estábamos aisladas de las exigencias y expectativas que nos habían enloquecido”.

Como le dijo otra paciente al ser devuelta al hospital después de huir de él unos días antes, el problema era que “allá afuera no hay nadie que cuide de ti”, algo que saben también muy bien los personajes de Espacios sin aire, el libro en el que la escritora y activista estadounidense Shulamith Firestone dio cuenta de sus internaciones a partir de mediados de la década de 1970: alcohólicos, víctimas de violencia machista, personas sin techo, punks, ancianas, anoréxicos, antiguos adictos atrapados en las redes de instituciones muy burocráticas y, por lo general, indiferentes, suicidas, personas enfermas que entran y salen del hospital a intervalos breves porque el seguro médico no paga la estancia prolongada que necesitan; muchas de ellas ya han salido del hospital en el que Firestone las conoció, pero las razones que las llevaron a él —el aburrimiento, la bancarrota y los hogares rotos sobre los que escribe Didion— están todas allí, esperándoles a la salida, y, con ellas, nuevamente, el trastorno psiquiátrico.

Espacios sin aire es, por momentos, una obra desconcertante, en especial si se la compara con Inocencia interrumpida: como en el caso de El pabellón 3, de Bette Howland, en el libro de Firestone no se nos ofrece ninguna explicación sobre las circunstancias que llevaron a su autora al psiquiátrico; pero lo que más descoloca al lector es el hecho de que, por una parte, ésta parece atribuirle sus experiencias a los personajes, pero, por otra, emplea la tercera y la primera persona en varias ocasiones para referirse a ella misma. No importa mucho esta confusión, sin embargo, puesto que lo que el libro refleja es una experiencia compartida, la de los hombres y, en especial, las mujeres pobres de Estados Unidos, cuya vida era —y es— lo suficientemente alienante como para que la pregunta de por qué se vuelven “locos” resulte superflua.

Susan Faludi escribió en ‘The New Yorker’ que Firestone “ayudó a crear una nueva sociedad, pero no pudo vivir en ella”

Firestone fue autora de La dialéctica del sexo. En defensa de la revolución feminista (1970), y es posible que su trastorno haya sido desencadenado por la dificultad inherente a plasmar en la realidad el tipo de mundo feminista que ambicionaba: como escribió Susan Faludi en The New Yorker —su pieza aparece como epílogo a esta edición—, Firestone “ayudó a crear una nueva sociedad, pero no pudo vivir en ella”; publicó Espacios sin aire en 1998 gracias a una pequeña red de apoyo conformada por mujeres especialmente comprometidas con sus ideas, pero perdió esa red y recayó: fue encontrada sin vida en su apartamento, en 2012, a los 67 años. Cuando comenzó en el activismo, recuerda Faludi, “las mujeres casi no ocupaban cargos electos importantes, casi todas las profesiones prestigiosas estaban en manos de hombres (…), el aborto era prácticamente ilegal y la violación era un estigma que había que soportar en silencio”. Y Kate Millett agregó, en su despedida: “Creo que deberíamos recordar a Shulie porque ahora estamos en el mismo lugar”.

Una escena de la película de 1999 'Inocencia interrumpida', con Angelina Jolie y Winona Ryder.
Una escena de la película de 1999 'Inocencia interrumpida', con Angelina Jolie y Winona Ryder. COLUMBIA PICTURES / Album

El estigma de la fragilidad

ANNA CABALLÉ

La actualidad de un tema en el universo literario, el momento histórico o coyuntural que determina su emergencia puede tener muy diversas explicaciones, de todo tipo. La psicóloga Lola López Mondéjar señalaba en las páginas de este periódico no hace mucho la intervención de Íñigo Errejón en el Congreso reclamando mayor atención a las enfermedades mentales como un punto de inflexión político en relación con la visibilidad del sufrimiento psíquico. Es muy posible. Desde que Oliver Sacks publicara El hombre que confundió a su mujer con un sombrero tratando la enfermedad mental con un gran sentido humanista del enfermo y de la vida, el alcance literario de un problema aparentemente solo médico ha ido in crescendo.

Ahora, la editorial Tránsito recupera El pabellón 3, publicado originalmente en 1974. Fue el primer libro escrito por la estadounidense Bette Howland (1937-2017), evocando su ingreso en el pabellón psiquiátrico del hospital universitario de Chicago, a los 31 años, a raíz de haber ingerido un frasco de somníferos, en 1968. Se conoce muy mal la biografía de Howland y la autora no ayuda demasiado con su relato, pues está volcado en la observación de su entorno, de los pacientes, las enfermeras y los médicos con los que convivió.

Leído el texto ahora tiene el valor arqueológico de hacernos comprender la valentía y modernidad que en los setenta representaba reconocer y escribir sobre la quiebra de la mente. Pero apenas hay explicaciones de lo ocurrido. Solo sabemos que Howland se rompió, agobiada por un agotamiento físico debido a sus problemas renales, a la precariedad económica, el mantener a sus dos hijos y muy probablemente también a sufrir una desestabilizadora relación con el escritor Saul Bellow, quien tuvo cinco esposas y mantuvo muchos encuentros sexuales y aventuras —Maggie Staats, Louise Glück, Bette Howland...—. El que fuera premio Nobel de Literatura en 1976 ejercía un papel dominante en sus relaciones que podía resultar muy tóxico, según revela su biógrafo, Zachary Leader, a partir de las entrevistas que llevó a cabo con algunas de sus amantes.

El intento de suicidio de Howland se produjo, al parecer, en casa de Bellow, aunque nada se dice en el libro, donde solo se habla y muy al principio de un constante pensamiento suicida de desa­parecer. A partir de aquí el relato se abre a la experiencia en el psiquiátrico donde claramente conviven dos mundos y los encuentros entre ambos no dejan de ser hostiles: los enfermos y “ellos”, es decir el personal médico y sanitario que ejerce el control de los destinos a través de los diagnósticos, la medicación y los pases. Una aguda observación. Sin embargo, es legítimo preguntarse hasta qué punto tiene interés el color de las uñas de una paciente, cómo son las zapatillas de otra o el pelo de un tercero, detalles en los que la autora se detiene excesivamente.

Resulta un ejercicio de observación penetrante, bien construido, pero un tanto banal al adoptarse una voz tan distante del saber interior. Solo muy puntualmente la autora deja de ser una espectadora para involucrarse en lo que ve y siente, sin tener la oportunidad de profundizar en la naturaleza de su conflicto, por ejemplo, la difícil relación con su madre, tímidamente insinuada. Howland abandonaría Chicago, ciudad que adoraba, un año después de publicarse su libro y vivió en diferentes lugares de Estados Unidos gracias a una beca que le daría unos ingresos regulares. Publicó muy poco y finalmente su rastro se pierde.

En paralelo a este libro se publica Contra el diagnóstico. Desmontando la enfermedad mental, de Marcos Obregón (Barcelona, 1973). Título y subtítulo dejan más que claros sus propósitos: denunciar la comodidad de un diagnóstico basado en el DSM, que homogeneiza la complejidad psíquica a modo de inventario, así como su­bra­yar los vínculos de la psiquiatría contemporánea con la industria farmacéutica, interesada en patologizar al máximo la conducta humana por el afán de lucro. Es un debate abierto, muy serio, que excede el espacio de esta reseña.

Ser diagnosticado como esquizofrénico o bipolar es muy distinto a un diagnóstico de cáncer o de hipertensión arterial. Los primeros arrastran un estigma social

En todo caso, Obregón reflexiona sobre un hecho obvio. Ser diagnosticado como esquizofrénico o bipolar es muy distinto a un diagnóstico de cáncer o de hipertensión arterial. Los primeros arrastran un estigma social y en este sentido la labor del autor es más que combativa al proponerse a través de una narrativa neurobiográfica, es decir, ofreciendo su testimonio como paciente, reducir dicho estigma, acercándonos a su problemática, cada vez mejor conocida. El desasosiego que causan este tipo de libros, como lectores, la penetración del tema en los ámbitos sociales, políticos, educativos, culturales y económicos es tan evidente como difícil se hace juzgar la profundidad de su epicentro, la mente humana.

Portada de 'Inocencia interrumpida', de Susanna Kaysen.

Inocencia interrumpida

Autora: Susanna Kaysen.


Traducción: Sandra Caula.


Editorial: Big Sur, 2022.


Formato: tapa blanda (192 páginas. 15,95 euros) y e-book (6,99 euros).

Portada de 'Espacios sin aire', de Shulamith Firestone.

Espacios sin aire

Autora: Shulamith Firestone.


Traducción: Claudio Iglesias.


Editorial: Muñeca Infinita, 2022.


Formato: tapa blanda (248 páginas. 20,90 euros).

Portada de 'El pabellón 3', de Bette Howland.

El pabellón 3

Autora: Bette Howland.


Traducción: Lucía Martínez Pardo.


Editorial: Tránsito, 2022.


Formato: tapa blanda (288 páginas, 20,90 euros).

Portada de 'Contra el diagnóstico', de Marcos Obregón.

Contra el diagnóstico

Autor: Marcos Obregón.


Editorial: Rosamerón, 2022.


Formato: tapa blanda (320 páginas, 20,90 euros).

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