Abel Azcona: un hijo suelta la mano de su padre
El artista, hijo de una prostituta heroinómana, fue adoptado por un hombre alcohólico y adicto a las drogas que lo secuestró. En 2021, realizó con él una ‘performance’, recogida en un libro, donde recreaba el suceso
“Mirando el techo blanco de aquella habitación de hospital, añorando ese lugar caliente y lleno de heroína que era el útero de mi madre”; así se imagina el performer y artista navarro Abel Azcona pocas horas después de nacer —prematuramente y con síndrome de abstinencia— en abril de 1988; su madre, una prostituta de dieciocho años de edad, había intentado abortarlo hasta en tres ocasiones en Pamplona, donde residía, pero se lo impidieron y dio a luz en Madrid. “Yo era pequeño, feo, deforme y carecía de casi todo. En aquel momento, lo único que tenía era una madre en la habitación contigua”, escribe. “Dos días después —agrega— ni siquiera eso”: la joven había escapado de la clínica, y su novio, un hombre llamado Manuel Lebrijo, confrontado por una trabajadora social, aceptó quedárselo.
Lebrijo trabajaba en un bar y también era alcohólico y adicto a las drogas; en cuanto regresó a Pamplona, dejó al niño en casa de su madre, pero volvió después para llevárselo a vivir con él y con una novia menor de edad. Hay muchas formas de narrar una historia, y el modo en que alguien lo hace es a menudo mucho más importante que su contenido, o es todo su contenido; pero la de Azcona —que éste intentó establecer y fijar durante décadas recurriendo a documentos y testimonios— es una historia que no admite matizaciones, y su autor no las ofrece. "Durante aquellos años, Arancha ejerció la prostitución por drogas o por alimento […]. El hecho de que yo estuviera allí y lo presenciara todo no fue ningún impedimento. Un documento de servicios sociales describe la posibilidad de que mi propio cuerpo de dos y tres años de edad fuera en ocasiones parte de las relaciones sexuales o de los intercambios de prostitución llevados a cabo en aquella pequeña habitación de la calle Descalzos, situación que el propio Manuel reconoció más tarde", escribe, al tiempo que recuerda "la costumbre [de Arancha] de arrojarme objetos hasta hacerme heridas, tirarme del pene, arrastrarme desnudo por la habitación o penetrarme con pequeños objetos por el ano". Una joven voluntaria en la cárcel de Pamplona que había conocido en ella a Lebrijo empezó en 1991 a llevarse el niño a casa los fines de semana, pero su adopción se vio frustrada cuando el hombre lo secuestró junto con su pareja y se lo llevó primero a Madrid y después a Olivenza, una localidad de la provincia de Badajoz en la que la Policía los encontró seis meses más tarde.
Volver al padre, la exhibición y performance que Abel Azcona realizó en Logroño en 2021 gira en torno a ese secuestro, que el performer decidió repetir treinta años después siendo él en esa ocasión quien se llevase al otro sin decirle adónde; para su sorpresa —estaba enfermo y llevaba décadas distanciado—, Lebrijo aceptó, y el artista utilizó ese segundo viaje a la provincia de Badajoz para confrontar a su padre con la documentación que había reunido, obtener de él algunas respuestas y convencerle de participar en su siguiente proyecto. “La performance es un arte de la presencia”, resume Fernando Castro Flórez en su (espléndido) epílogo a este libro; para Peghy Phelan, en cambio, ésta llega a ser lo que es a través de la desaparición, ya que “no puede guardarse, grabarse, o documentarse [porque] se vuelve otra cosa distinta”. Volver al padre es esa “cosa distinta” de una performance y nos recuerda que, si la novela autobiográfica que se escribe en español en este momento es —por lo general— poco estimulante, es porque quienes la producen pertenecen prácticamente todos a una misma clase social y narran experiencias que —por definición— nunca son las de personas como Manuel Lebrijo y Abel Azcona pero pasan por ser toda la experiencia que merece ser narrada; las del artista navarro son tan poco habituales en literatura —al tiempo que tan frecuentes en nuestra sociedad según las organizaciones no gubernamentales y los servicios sociales— que este, brutalmente honesto, Volver al padre llama inmediatamente la atención por ello.
"No serías el primero que me culpabiliza por reincidir o regresar continuamente a mis orígenes", le escribe Azcona a Lebrijo en un pasaje. "No obstante —agrega— esta es la manera en la que he aprendido a sobrevivir, caminando hacia atrás cuando ha sido necesario con el fin de entender y situar. Hasta el dolor necesita encontrar un sitio para poder convivir con él". Pero esa convivencia nunca es fácil ni definitiva: como cuenta en su no dedicatoria a este libro, Lebrijo volvió a distanciarse de él tras la performance y su novia lo dejó poco después a consecuencia de su "inestabilidad y el "daño sufrido" durante la realización del proyecto. En su performance, tomaba de la mano al padre durante algunos minutos, pero luego lo soltaba para poder continuar con su vida. Después de ser entregado a los servicios sociales por la Policía, fue adoptado por la joven voluntaria de la cárcel de Pamplona y admitido en un colegio "tradicional católico" de la ciudad del que lo expulsaron a los trece años; a los dieciséis, ya siendo alumno de la Escuela de Arte, y poco antes de romper definitivamente con su familia adoptiva, Azcona comenzó a realizar acciones artísticas, y más tarde vivió en las calles durante diecinueve meses prostituyéndose ocasionalmente a cambio de alojamiento y drogas; como contó en una oportunidad, estuvo encerrado en psiquiátricos en dos ocasiones: al salir de uno de ellos, se desnudó, se sentó en una silla en medio de una avenida y comenzó a dar alaridos, entorpeciendo el tráfico. "La profesora de arte dijo que aquello era una performance y el psiquiatra que era un brote", recuerda; pero qué significó para él es algo de lo muy poco que Azcona no cuenta en Volver al padre.
Volver al padre
Prólogo de Marina Abramović
Epílogo de Fernando Castro Flórez
Pepitas de Calabaza 2022
Formato: tapa blanda (192 páginas. 18,75 euros)
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